huele nada bien. Ahora en serio, está genial. Está igual de preciosa y tranquila que siempre, pero lo de los pepinillos es jodido. Pronto te mandaré un mensaje para lo del café.
Ella sigue riéndose cuando él cuelga, y vuelve a comprobar la hora en el GPS.
* * *
La granja de los Ballard se erige al final de una carretera de un solo carril y de casi un kilómetro de largo. Es como seguir el camino de las baldosas amarillas: la extraña superficie de cemento de color arenoso se alza sobre la tierra, que asoma por cada lado, lo que hace pensar a Matthew en cómo se las va a apañar si se encuentra con un vehículo de cara. Solo hay dos apartaderos en todo el recorrido. Matthew le tiene bastante cariño al coche, y se imagina los daños que recibiría su vehículo si una rueda se saliera por uno de los lados de la plataforma de cemento. Podría ser catastrófico.
Así que es a esto a lo que se refiere la gente cuando dice que vive apartada.
Al llegar al final de la calzada, por fin, encuentra la casa. Es impresionante: la fachada es enorme, la entrada principal se alza sobre unos escalones justo en el centro, hay ventanas a cada lado y está decorada por una enredadera espléndida —sin duda, debe de ser un ejemplar magnífico en época de floración, aunque el detective no es jardinero y no reconoce qué especie es—. La carretera de acceso, tan deficiente, se ensancha hasta convertirse en una entrada en condiciones, con una pequeña rotonda, un jardín increíble en uno de los lados y un segundo camino que conduce a los establos que hay a lo lejos. Matthew aparca bajo un árbol que se yergue frente la puerta principal y se mete las llaves en el bolsillo. Aquí no hace falta cerrar el coche.
La señora Ballard abre la puerta, qué alivio. Para no romper con el cliché, lleva puesto un delantal de flores. Matthew se siente culpable al instante: se ve obligado a mirarla a los ojos.
—Si es usted periodista, no tenemos nada más que decirles hasta que se celebre la vigilia.
—No soy periodista, señora Ballard. ¿Le importa si hablamos dentro?
A veces funciona. Usar un tono autoritario y con confianza, como si tuviera derecho a estar allí.
—¿Quién es usted?
Aunque no siempre.
—Soy detective privado, señora Ballard, y estoy investigando algunos asuntos relacionados con la desaparición de su hija.
Su expresión cambia de inmediato. De la cautela pasa por la sorpresa y termina con una nueva esperanza tan infundada que provoca que Matthew vuelva a sentirse culpable.
—No lo entiendo. Un detective privado… ¿Por qué está involucrado?
—Sería mejor que habláramos dentro, si es posible.
Se quedan de pie en el vestíbulo, nerviosos, mientras Matthew observa los jarrones con flores, hay al menos cuatro amontonados sobre una mesa estrecha situada bajo un espejo grande.
—Ojalá la gente no enviara más. Flores, digo. Pero sé que lo hacen con buena intención. Se ha organizado una vigilia con velas para señalar el aniversario… —Se aclara la garganta. Se recompone—. Bien, usted dirá, señor…
—Hill. Me llamo Matthew Hill.
—¿Está investigando la desaparición de mi hija por su cuenta? ¿Se puede saber por qué lo hace? Hay un equipo entero en Londres que trabaja en el caso. ¿Lo ha contratado mi marido?
—No, señora Ballard. Contactó conmigo otra persona a quien también afecta esta investigación, alguien que está recibiendo cartas desagradables. Estoy intentando que eso no vuelva a pasar, con el fin de que los recursos puedan destinarse a lo que realmente hay que dedicarlos: a encontrar a su hija.
—¿Cartas desagradables?
—¿Le importa si nos sentamos un momento?
La señora Ballard se queda quieta: le está dando vueltas. Finalmente, lo conduce a la cocina. La estancia es otro cliché: tienen una enorme Aga azul, la típica cocina inglesa de hornos, cubierta con calcetines que se están secando. La señora Ballard parece más nerviosa ahora y se da golpecitos en el regazo con las manos. No le ofrece nada de beber.
—Entiendo que usted no ha recibido cartas desagradables, ¿verdad?
—No, ninguna. De hecho, solo me han llegado cartas amables de desconocidos. Algunas sí que eran raras, la verdad, pero no hemos recibido nada que haya sido una molestia o un problema. Se las enseñamos todas a la agente de enlace, Cathy. Todavía estamos en contacto con ella con regularidad. Dígame, ¿quién está recibiendo estas cartas desagradables? Espero que no sea Sarah. ¿Sabe que está en el hospital?
—¿La amiga que viajaba con su hija?
—Sí, he ido a verla esta mañana. Al hospital. Están esperando los resultados de las pruebas. Es horroroso, ¡horroroso! Su madre está destrozada. Bueno, todos. Como si no fuera suficiente todo lo que ha pasado. Entonces, ¿es eso? ¿Le están enviando cartas desagradables a Sarah?
—No, a ella no. —Matthew clava los ojos en los de Barbara Ballard: busca algún ápice de inquietud, pero no encuentra nada. La señora Ballard no aparta la mirada, que tan solo refleja el dolor de su tormento.
—Sé que esto será difícil para usted, señora Ballard. Pero las cartas… se las están mandando a la testigo del tren. A Ella Longfield.
—Ah. —Su actitud cambia enseguida, igual que el tono—. A esa.
—Sí. La señora Longfield me ha puesto al tanto de la opinión que le merece, y le aseguro que no es mi intención causarle más sufrimiento al haber venido. Pero Ella quiere dejar de recibir esas cartas sin tener que involucrar a la policía. No quiere distraerlos del objetivo principal, que es encontrar a Anna.
—Ya es un poco tarde para eso.
—Lo siento.
Ella se encoge de hombros y lo mira de hito en hito con actitud desafiante.
—Entiendo que esto debe de ser durísimo para usted, señora Ballard. Pero yo mismo fui agente de policía. Tienen personal muy capaz que está haciendo todo lo posible, se lo aseguro. Además, luego está el programa del aniversario. La cobertura televisiva de un caso suele ayudar…
No pica el anzuelo.
—Mire, sobre lo de las cartas… sean como sean, lo mejor es que hable con mi marido —dice, mientras se levanta—. A veces no oye el móvil y la cobertura aquí es regular, pero, si quiere, puedo intentar llamarlo.
—No es necesario que lo moleste. ¿Seguro que no sabe quién podría estar enviando esas cartas a la señora Longfield? Quizá alguien del círculo familiar haya estado alterado en especial… O haya hablado mal de ella… Sobre lo que…
—Todo el mundo está alterado, señor Hill. Mi hija sigue desaparecida. La vigilia es mañana. Y, ahora, si me disculpa… —Ha recobrado, aunque tarde, la compostura, pero se ha olvidado de la buena educación cuando, al parecer, se ha dado cuenta de que nada la obliga a seguir hablando con él.
Matthew sabe por experiencia que llegar a esa conclusión normalmente acaba dando paso al enfado.
El detective le ofrece su tarjeta y ella la acepta, aunque duda un segundo antes de metérsela en el bolsillo del delantal.
—¿Ha comunicado al equipo policial lo de estas cartas desagradables? —La señora Ballard sigue sin apartar la mirada.
—¿Por qué lo pregunta?
No le responde.
—Bueno, si se entera de algo que pueda ser relevante, llámeme. ¿Lo hará?
Ella asiente con la cabeza.
—El problema es que la señora Longfield tendrá que hablar con la policía si no deja de recibir estas cartas. Y no es lo que ella quiere. Está convencida de que su familia ya tiene suficiente de lo que preocuparse, señora Ballard.
—Ah,