distraídamente a la Dama, su gata, que estaba acomodada en su regazo. Jack sintió un ramalazo de nostalgia por la vida que había dejado atrás. Hasta hacía solo unas horas, Victoria todavía vivía en un lugar seguro y podía hacer cosas tales como ir al colegio y estudiar matemáticas. Jack cerró los ojos y pensó que daría lo que fuera por volver a estar en su cuarto, estudiando matemáticas, por tener un colegio, una casa a la que poder regresar después de clase y una familia que lo estuviese esperando en ella. Y se preguntó si el ataque de aquella tarde no habría acabado también con la vida segura y tranquila de la que Victoria disfrutaba más allá de Limbhad. En cualquier caso, parecía claro que ella se había puesto a hacer los deberes para tener algo en que pensar y olvidar cuanto antes aquel encuentro con Kirtash.
La contempló un momento, con cariño, y pensó en lo cerca que había estado de perderla aquella tarde. Se estremeció solo de pensarlo.
La chica levantó la cabeza al sentir que él la estaba mirando.
—Las matemáticas solo dan problemas –sonrió ella. Jack le devolvió la sonrisa.
—¿Quieres que te ayude? –se ofreció.
Se sentó junto a ella y echó un vistazo a sus apuntes. La Dama saltó sobre la mesa para curiosear lo que estaban haciendo, y Jack la apartó con suavidad. Vio que Victoria se estremecía, y la miró.
—¿Estás bien? ¿Tienes frío?
Cubrió los hombros de la chica con su propia chaqueta. A Victoria le encantaban aquellos gestos suyos, le gustaba cómo cuidaba de ella sin hacer de «hermano mayor», como Shail y Alsan, sino, simplemente, tratándola con el cariño y la confianza de un buen amigo. Lo miró un momento y se sintió de pronto muy unida a él sin saber por qué. Alsan y Shail eran mayores que Victoria, habían nacido y crecido en Idhún y no podían comprender lo que había significado para ella que irrumpiesen en su vida. Pero Jack sí, porque, además de tener más o menos su misma edad, acababa de pasar por una experiencia similar. Se compenetraban muy bien y, sin embargo, a veces parecía que aquella amistad no llegaba a cuajar porque Jack estaba demasiado obsesionado con su entrenamiento como guerrero.
—Gracias –dijo, e intentó volver a los ejercicios de matemáticas. Pero Jack puso la libreta fuera de su alcance y la obligó a mirarlo de nuevo.
—Sé lo que ha pasado –susurró–. ¿Estás bien? ¿Te ha hecho daño ese malnacido?
Victoria se dio cuenta de que Jack estaba muy serio, extraordinariamente serio, y sintió una extraña calidez por dentro.
—No –dijo–. No llegó a alcanzarme.
Pero se estremeció de nuevo al recordarlo. Jack conocía esa sensación, ese frío que se sentía después de haber visto de cerca a Kirtash, y que no se iba simplemente abrigándose o acercándose al fuego. De modo que la abrazó, tratando de infundirle algo de calor.
Y funcionó. Victoria cerró los ojos y se dejó llevar por su abrazo, sintiendo cómo la calidez de Jack fundía poco a poco el hielo que había envuelto su corazón.
—¿Mejor? –susurró Jack.
Victoria asintió, aunque no quería que Jack se separase de ella. Pero el chico no lo hizo. Al contrario, la abrazó con más fuerza.
—¿Cómo ha conseguido encontrarte? Victoria vaciló.
—Hice... algo. Algo mágico, supongo. Un coche estaba a punto de atropellarme, y yo debí de crear una especie de escudo invisible para protegerme del choque. Ni siquiera estoy segura de qué tipo de hechizo utilicé, porque no recuerdo haber pronunciado las palabras. Se lo he contado a Shail, y dice que eso se llama «magia instintiva». Pero qué mala suerte que, para una vez que consigo hacer algo parecido a un hechizo, tenga que ser en la Tierra, y ni siquiera recuerde cómo ha pasado. Y, por si eso no fuera bastante, en pocos minutos, Kirtash...
Calló de pronto. Pareció que titubeaba.
—Puedes contármelo, si quieres –la animó Jack.
Victoria respiró hondo y le relató todo lo que había sucedido aquella tarde; Jack escuchaba, serio y sombrío.
—¿Por qué no viniste directamente a Limbhad? –quiso saber él, cuando Victoria terminó de hablar–. ¿No habría sido más sencillo que salir corriendo?
—Necesitas concentración para contactar con el Alma.
Shail puede hacerlo al instante, pero a mí no me sale.
Sus mejillas se tiñeron de rubor, y bajó la cabeza. Se sentía muy avergonzada de no estar cumpliendo las expectativas de Shail en cuanto a su aprendizaje de la magia. A pesar de que el joven hechicero no le exigía mucho, lo cierto era que Victoria odiaba decepcionarle. Y sin embargo lo hacía constantemente, todos los días. Se suponía que ella poseía el don de la magia, pero había muchas cosas que su poder no conseguía lograr. Shail se esforzaba por enseñarle lo que él consideraba hechizos sencillos y Victoria se esforzaba por aprenderlos... sin resultado. Su magia curativa funcionaba sin ningún problema, su espíritu se fusionaba con el Alma de Idhún con solo desearlo... pero ahí se acababa todo.
—No puedo –le decía a Shail a menudo, desalentada–. Es como si se me escapase por entre los dedos.
—No importa –respondía siempre Shail–. La magia no funciona aquí igual que en Idhún.
Pero a Victoria sí le importaba. Deseaba desesperadamente que Shail estuviera orgulloso de ella.
Sacudió la cabeza para evitar pensar en ello, pero, de nuevo, el recuerdo de Kirtash inundó su mente, y aquello era todavía peor.
—Esta vez ha estado a punto de atraparme –susurró, atemorizada, y Jack recordó que Victoria le había mencionado alguna vez su anterior encuentro con Kirtash, aunque nunca se lo había contado con detalle, porque no le gustaba evocarlo.
Pero daba la sensación de que ella necesitaba hablar, así que Jack se arriesgó a decir:
—¿Y qué pasó la otra vez? ¿Cómo te encontró?
Victoria vaciló un momento. En realidad quería confiar en él, quería contarle todos los detalles de su historia. Alzó la cabeza y lo miró, y vio que sus ojos verdes estaban fijos en ella y que él le estaba prestando toda su atención, de modo que comenzó a hablar.
Todo había empezado cinco años atrás, cuando vivía todavía en un orfanato regentado por monjas, cerca de Madrid. Entonces ella tenía solo siete años y un niño se había caído de lo alto del tobogán del patio de recreo. El niño lloraba y chillaba con el brazo en una posición extraña y una aparatosa herida en la frente, y ella no había podido soportar más aquellos gritos...
Cuando llegaron las monjas encontraron al herido perfectamente sano y muy desconcertado, mirando a Victoria con desconfianza. En torno a ella, a una prudente distancia, se había formado un círculo de huérfanos que los observaba en un silencio casi religioso.
Los días siguientes fueron espantosos para la niña. Sus compañeros comenzaron a tratarla de manera diferente; los adultos se limitaron a hacer como si nada hubiese sucedido, porque se negaban a creer la versión de los niños. Pero todo eso le importaba poco a Victoria. No, lo que le preocupaba de verdad era esa sensación... de haber despertado a una bestia dormida, de haber abierto la caja de Pandora, de haber hecho que algo formidable y poderoso fijase su mirada en ella. Se volvió una chiquilla miedosa, casi paranoica; tenía la sensación de que la vigilaban, de que pronto irían por ella, porque se había desvelado su verdadera naturaleza. Permanecía despierta por las noches, sin poder dormir, atenta al más mínimo murmullo, temblando bajo las sábanas, sin atreverse a cerrar los ojos, por miedo a que viniesen a buscarla.
Pero nada sucedió... a excepción del hecho de que, tiempo después, alguien la sacó del orfanato. Se trataba de Allegra d’Ascoli, que financiaba con generosidad las actividades benéficas de las monjas de la orden y que, a pesar de no ser ya precisamente joven, había decidido adoptar a la niña.
La mujer había