Laura Gallego

Memorias de Idhún. Saga


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      ACÍA una tarde fría y desagradable. El otoño había entrado con fuerza; una fina lluvia caía sobre Madrid, la humedad calaba hasta los huesos y el viento volvía los paraguas del revés. Gente, ruido, humo, prisas... «Este es mi mundo», pensó Victoria, contemplando la multitud que se apresuraba por la Gran Vía. Se estremeció. A veces odiaba su mundo, la asustaba, y sabía que eso no era bueno, porque no debía vivir de espaldas a él. Pero no podía evitarlo.

      —Victoria –la llamaron–. Victoria, estás en las nubes. Ella volvió a la realidad y miró a sus dos compañeras.

      Las tres vestían todavía el uniforme del colegio y habían ido al centro de la ciudad para comprar unos materiales que necesitaban para realizar un trabajo. No hacía ni una semana que había comenzado el curso y ya tenían deberes para hacer. Las otras dos chicas habían estado hablando acerca de ir de compras después, o entrar en el cine, o simplemente tomar algo en alguna cafetería. Victoria las había escuchado sin mucho entusiasmo. No eran amigas, y estaba claro que a ellas les daba lo mismo que ella se apuntara o no al plan. Pero aun así, por cortesía le dijeron:

      —Estábamos diciendo que mejor entramos en el cine, ¿no? ¿Tú qué dices?

      —Id vosotras; yo tengo mucho que estudiar.

      —Pero si mañana no tenemos clase...

      —Sí, pero... en serio, es que no me apetece mucho. Las otras dos chicas cruzaron una mirada y reprimieron una sonrisa significativa. Victoria era rara, todas lo sabían. No tenía amigas en el colegio, y no parecía que las necesitase. Era silenciosa y pasaba el día encerrada en su propio mundo. Incluso parecía como si no le gustase la compañía.

      El colegio al que asistían las tres era un centro privado, femenino, muy caro, situado a las afueras de Madrid. Era un enorme edificio lúgubre y gris, de gruesos muros, que parecía de otra época, tanto por fuera como por dentro. Las alumnas se quejaban a menudo de que los profesores tenían unas ideas muy anticuadas y eran muy estrictos, y envidiaban a los chicos y chicas que estudiaban en centros públicos, o, simplemente, en colegios donde se gozaba de más libertad. Pero Victoria no se quejaba nunca. No le molestaban las normas del colegio, ni el uniforme, ni la estrechez de ideas de sus superiores. Tenía todo aquello muy asumido. Incluso la hacía sentirse segura, a salvo.

      Porque sabía que Kirtash la estaba buscando, y aquel colegio que recordaba a una fortaleza, que vivía de espaldas al mundo, era su refugio en medio de toda aquella locura.

      Su segundo refugio, en realidad; el primero era Limbhad, la Casa en la Frontera.

      En el colegio no le costaba nada sacar buenas notas, porque era inteligente y aprendía rápido, pero tampoco se esforzaba todo lo que podía. Se limitaba a cumplir con su trabajo y a hacer lo que se esperaba de ella. A cambio, solo pedía tiempo, espacio y silencio para soñar.

      Para soñar con la magia. Con cosas imposibles. Con Idhún.

      —¿Te vuelves a casa, entonces? –le preguntaron ellas.

      —Me parece que sí. Le he dicho a mi abuela que no tardaría mucho.

      Nuevo intercambio de miradas.

      Todas habían oído hablar alguna vez de Allegra d’Ascoli, la «abuela» de Victoria, una excéntrica y adinerada dama italiana afincada en España que, a pesar de su avanzada edad, por alguna extraña razón había decidido adoptar a la niña, que era huérfana, cuando ella tenía siete años. La mansión que poseía a las afueras de Madrid era enorme y muy elegante, pero estaba casi vacía, puesto que en ella solo vivían la anciana, su nieta adoptiva (desde el principio había pedido a Victoria que la llamase «abuela» y no «madre»), una cocinera, una doncella y un mayordomo que hacía también las veces de jardinero. La buena mujer estaba chapada a la antigua, y tal vez por eso había elegido para Victoria aquel colegio, donde, según sus propias palabras, «aprendería a ser una señorita». Claro que las compañeras de clase de Victoria no sabían tantos detalles. Al fin y al cabo, apenas hablaban con ella y tampoco habían estado nunca en su casa. Pero veían la mansión todos los días desde el autobús del colegio, su jardín perfectamente cuidado, la gran escalinata de mármol, que hacía parecer a Victoria tremendamente pequeña cuando subía por ella, y en el fondo no la envidiaban. Debía de ser muy aburrido vivir sola en una casa tan grande, en medio de ninguna parte, con la única compañía de una señora estricta y anticuada.

      Pero tampoco la compadecían. Victoria no daba muestras de preferir la compañía de gente de su edad, no hacía nada por integrarse en la clase y tampoco parecía molestarla el hecho de que su abuela apenas la dejara salir. No se podía ser más rara, habían decidido tiempo atrás sus compañeras de curso.

      —Bueno, pues entonces nos vamos –dijeron ellas–. Hasta el lunes.

      —Hasta el lunes –se despidió Victoria; dio media vuelta y se dirigió a la parada de metro más cercana, sin mirar atrás.

      Lo que aquellas chicas no sabían era que lo de su abuela era una excusa. Aunque Allegra d’Ascoli era demasiado mayor y severa como para preocuparse seriamente por el hecho de que la niña fuera creciendo sin hacer amigos, jamás le habría impedido salir los fines de semana a divertirse con chicos y chicas de su edad o invitarlos a su casa.

      No, Victoria no necesitaba una vida fuera del colegio y de su casa, porque toda su vida estaba en Limbhad. Con Alsan, con Shail y, últimamente, con Jack. Aquellos eran sus verdaderos amigos, pero debía mantener el secreto de su existencia y, por tanto, no podía compartirlos con nadie, ni siquiera con su abuela.

      Y, en el fondo, tampoco le importaba.

      Apresuró el paso. Hacía ya cuatro meses que Jack había llegado a Limbhad, y en todo aquel tiempo el chico no había salido de la Casa en la Frontera. Shail, muy desconcertado, había sido incapaz de explicar de dónde procedía su poder piroquinético, si es que lo tenía, y Jack, por su parte, tampoco había conseguido realizar ni uno solo de los ejercicios de magia propuestos por él. En cambio, Alsan había prometido hacer de él un auténtico guerrero, y ambos pasaban buena parte del día practicando esgrima.

      Pero el resto del tiempo, Jack se aburría en el reducido mundo de Limbhad y, aunque Shail se las había arreglado para volver a su casa y recoger su ropa, su guitarra, su bloc de dibujo, algunos de sus CDs y algunos de sus libros, lo cierto era que el chico aguardaba todos los días con impaciencia a que Victoria regresara del colegio. La ayudaba con sus deberes y después hablaban, o jugaban con el ordenador, o con la Dama, la gata de Victoria, que vivía en Limbhad simplemente porque su abuela no admitía animales en casa. Ambos se llevaban muy bien y se entendían a la perfección, y Victoria prefería mil veces regresar a Limbhad todas las tardes, para seguir aprendiendo magia con Shail o para estar con Jack, a salir con sus compañeras de clase, fuera cual fuese el plan propuesto.

      Aquella tarde se había retrasado porque tenía que hacer algunas compras, pero no estaba dispuesta a entretenerse más.

      Iba sumida en sus pensamientos y fue a cruzar un semáforo sin darse cuenta de que ya se había puesto verde. Hubo un frenazo y un pitido, y Victoria regresó a la realidad. Se vio en mitad de la Gran Vía, delante de un coche que había estado a punto de arrollarla y, confundida, intentó retroceder hasta la acera. Pero un segundo coche se le echó encima; trató de frenar en cuanto la vio, pero era demasiado tarde. Victoria chilló instintivamente y se cubrió el rostro con las manos.

      Hubo algo parecido a un fogonazo de luz, luego un golpe seco, y Victoria sintió que se quedaba sin respiración. Pero cuando volvió a abrir los ojos, vio que nada la había golpeado en realidad. El coche se había parado bruscamente a escasos milímetros de su cuerpo; el motor echaba humo y el morro se había arrugado, como si de verdad hubiera chocado contra algo. Pero la muchacha estaba intacta.

      Victoria jadeó, sorprendida, y se miró las manos. Aquello solo podía haber sido magia. Tenía que contárselo a Shail cuanto antes.

      Ignorando al confundido conductor y a las personas que habían contemplado la escena, y que la miraban, boquiabiertos, Victoria se cargó la mochila al hombro y salió disparada