Laura Gallego

Memorias de Idhún. Saga


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donde terminan esas montañas que puedes ver desde la ventana. Aquí el tiempo está detenido; siempre es de noche. Solo algunos magos idhunitas sabían cómo llegar hasta aquí, por eso es completamente seguro.

      Jack se irguió, todavía temblando.

      —Esto no puede estar pasando. Seguro que todo es una pesadilla, una alucinación... no es real. Tengo... tengo que volver a casa.

      Y, antes de que ella pudiese detenerle, Jack salió de nuevo al balcón, corrió hasta la balaustrada y se subió a ella con decisión.

      —¡Espera, no lo hagas, te harás daño! –lo llamó Victoria.

      Pero él no hizo caso. Saltó, sin dudarlo, hasta el jardín. Fue una dura caída. Sintió que se torcía el tobillo y luego rodó por el suelo, hiriéndose dolorosamente en el codo. Se levantó a duras penas y miró hacia arriba. Vio a Victoria asomada a la balaustrada, mirándolo preocupada. Le hizo una señal de despedida, con gesto torvo.

      Era libre.

      Hundió la cabeza entre las manos, desolado. No podía ser cierto, no podía serlo. Aquello no era más que una pesadilla, pensó por enésima vez.

      Había tardado un buen rato en atravesar el pequeño bosque y llegar a uno de los picos rocosos, que tampoco eran muy altos. Se había alzado sobre la cima, agotado y herido, pero triunfante, y había mirado más allá, esperando ver las luces de alguna población, o la forma serpenteante de alguna carretera.

      Y se había topado con algo aterrador. Nada.

      Absolutamente nada.

      No era una nada hecha de negrura, ni de sombras, ni de niebla penetrante. Tampoco era un desierto infinito, ni una estepa interminable, ni un océano sin fin.

      Era, simplemente, nada.

      Como una especie de barrera invisible que no le permitía seguir más allá. Y si miraba un poco más lejos, veía...

      No habría sabido explicarlo. Era como un torbellino que giraba lenta y silenciosamente. Limbhad estaba en su centro, inmóvil, un pequeño mundo de apenas unos kilómetros cuadrados de extensión, en los que solo cabía un bosque, un arroyo, una cadena de pequeños picos montañosos, una explanada, un pedazo de cielo estrellado.

      Justo como había dicho Victoria.

      —Lo siento –dijo una voz junto a él, con suavidad–. Comprendo que no te sea fácil aceptarlo, al menos al principio.

      Jack se volvió y vio a la propia Victoria. El chico la miró como si fuese un fantasma.

      —¿Me has seguido?

      Ella asintió. Jack dejó caer la barbilla entre las manos, abatido.

      —Estás herido –dijo entonces Victoria en voz baja.

      Jack se encogió de hombros. Todo le daba igual. Por eso permitió que ella le cogiese la mano para examinarle los arañazos que se había hecho al caer desde la terraza.

      Pero, pese a todo, no estaba preparado para lo que sucedió a continuación. De pronto hubo un suave resplandor y notó un cosquilleo en la mano, un cosquilleo que le subió por el brazo hasta el codo herido.

      —¡Eh! –exclamó Jack, separándose bruscamente del contacto de su compañera.

      Ella sonrió de nuevo.

      —Mírate las manos.

      Jack lo hizo, y descubrió, atónito, que no tenía un solo rasguño.

      —¿Cómo...? –La miró con incredulidad–. ¿Lo has hecho tú?

      Victoria no contestó, pero volvió a sonreír. Tomó con suavidad el rostro de Jack entre sus manos y lo miró a los ojos. El muchacho empezaba a estar francamente fascinado. Las miradas de los dos se encontraron un momento, los ojos verdes de Jack, los ojos oscuros de Victoria, y ambos sintieron algo extraño, una rara intimidad, como si se conociesen desde siempre. Victoria apartó la mirada y rompió el contacto visual, pero no retiró la mano. Rozó con la punta de los dedos un arañazo que Jack tenía en la mejilla y que se había hecho con una rama mientras atravesaba el bosque. De sus dedos brotó algo cálido y Jack volvió a sentir ese cosquilleo agradable. Cuando los dedos de ella se retiraron, Jack se palpó la herida y descubrió que ya no la tenía. Maravillado, volvió a prestar atención a Victoria, que ahora examinaba su tobillo. Sin necesidad de quitarle la zapatilla repitió el proceso, y el dolor remitió.

      Jack se la quedó mirando.

      —¿Cómo sabías que me dolía el tobillo?

      Ella rió, con picardía.

      —He visto que cojeabas del pie derecho cuando te has marchado hacia el bosque. Eso sí que no tiene ningún misterio.

      Jack sonrió.

      —¿Qué más cosas puedes hacer? –preguntó, interesado.

      Pero Victoria se miró las manos, desconsolada.

      —Lo cierto es que no mucho –confesó–. Mis poderes curativos solo alcanzan heridas superficiales la mayoría de las veces. No puedo hacer grandes milagros. Pero estoy intentando aprender. Shail me está enseñando.

      —Dijiste que Shail y Alsan habían venido desde Idhún –recordó Jack–. ¿Y tú?

      Victoria tardó un poco en responder.

      —Yo no conocí a mis padres –dijo finalmente–. Me crié en la Tierra, en un orfanato. Ahora vivo con mi abuela, es decir, la mujer que me adoptó. No sé si mis padres fueron o no idhunitas –le miró–. Por eso mi caso es especial. No hay magos en la Tierra, ¿sabes? Los pocos que había procedían de Idhún, y Kirtash los está aniquilando, uno a uno.

      Jack sintió que un escalofrío le recorría la espina dorsal.

      —¿Por eso atacó Kirtash a mis padres? –preguntó en voz baja–. ¿Porque pensaba que eran... magos... fugados de Idhún?

      Victoria lo miró en silencio. Jack tenía la cabeza gacha, el cabello revuelto, la mirada perdida en algún punto del suelo y un aspecto desconsolado que la conmovió profundamente.

      —Shail me lo ha contado –susurró–. Lo siento muchísimo.

      Jack volvió la cabeza para no mirarla. Victoria vio que sus hombros se convulsionaban ligeramente, y se acercó a él, indecisa. Se atrevió a tocarle el brazo.

      —Jack, yo... –empezó, pero no pudo continuar. El chico se había echado a llorar y, aunque parecía evidente que le daba vergüenza que una desconocida lo viera en aquella situación, también estaba claro que necesitaba desahogarse con alguien. Victoria intentó abrazarlo, con torpeza, sin saber muy bien qué hacer. Jack apoyó la cabeza en su hombro, agradecido, y siguió llorando allí un buen rato. La chica intentó susurrarle palabras de consuelo; pero cualquier cosa que pudiera decir le parecía hueca y sin sentido, de modo que se limitó a estrecharlo entre sus brazos, preguntándose si le molestaría que se tomara tantas confianzas. Pero a Jack no pareció importarle. Siguió dando rienda suelta a su dolor hasta que se fue calmando, poco a poco, tal vez porque ya se había desahogado, tal vez porque ya no le quedaban lágrimas.

      —Ojalá pudiera hacer algo por ti –musitó Victoria, pero calló enseguida, avergonzada; no debería haber dicho eso, no era más que un pensamiento que se le había escapado sin querer.

      Jack alzó la cabeza y la miró. Ya había dejado de llorar, pero tenía los ojos rojos.

      —Lo siento mucho –dijo, avergonzado, separándose de ella–. Siento toda esta escena.

      —No lo sientas, es natural –respondió ella, incómoda–. Lo has pasado muy mal.

      Jack sonrió. Victoria le devolvió la sonrisa. Hubo un breve silencio, no de esos incómodos y vacíos, sino la clase de silencio que se llena con una mirada repleta de significado.

      —Lo peor –dijo Jack entonces– es que yo tuve