Laura Gallego

Memorias de Idhún. Saga


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y silencioso jardín. Pero estaba cerrada.

      Jack sacudió la aldaba, furioso y desesperado, y terminó pegándole una patada a la puerta. Se hizo daño, pero se sintió mucho mejor. Siguió explorando la casa, en busca de una manera de salir de allí.

      Logró curiosear en varias habitaciones, pero otras se las encontró cerradas con llave. Pronto descubrió que las ventanas estaban cerradas con algo parecido al cristal, pero mucho más flexible, que se abombaba si lo empujaba con el dedo. Sin embargo, no encontró la manera de abrirlas, y tampoco logró romperlas. Aquella sustancia parecía de goma, pero era tan ligera y transparente como el más fino cristal.

      Se topó con una amplia escalera de caracol que conducía al piso de arriba, y decidió subir. La escalera desembocaba ante una enorme puerta cubierta de extraños símbolos, que estaba también cerrada. A la izquierda se abría una puerta más pequeña que daba a una amplísima terraza, con forma de concha, que cubría todo un lado del edificio.

      Jack salió al exterior y cruzó la terraza para asomarse a la balaustrada, de formas suaves y ondulantes. Debajo había un jardín y, más allá, otro edificio más pequeño que reproducía la misma arquitectura de la casa principal. Estaba, sin embargo, coronado por una alta aguja que se alzaba en su centro.

      Jack parpadeó, sorprendido. Algunas de las estructuras que había visto desafiaban la lógica de la arquitectura convencional, parecían contradecir a la misma ley de la gravedad. Y, sin embargo, allí estaban, elevándose sobre el suelo, orgullosas, firmes y seguras.

      Miró hacia el horizonte. Vio un pequeño bosque, pero también distinguió los picos de una sierra detrás de los árboles. Se volvió en todas direcciones, esperando vislumbrar la claridad que denotaba la proximidad del amanecer, para orientarse de alguna manera.

      No la encontró.

      —Qué raro –murmuró para sí mismo–. ¿Por qué no se hace de día? ¿Cuánto tiempo ha pasado?

      Buscó la luna en el cielo, pero tampoco la vio. Volvió a asomarse a la balaustrada, preguntándose si podría saltar desde allí; pero finalmente cambió de idea: estaba demasiado alto, y lo único que conseguiría sería hacerse daño. Quizá lo mejor sería volver al piso inferior e intentar escapar de otra manera. Se apresuró, por tanto, a entrar de nuevo en el edificio.

      Pero, cuando volvió a pasar por delante de aquella enorme y elegante puerta, esta se abrió con un chirrido.

      Fueron apenas unos centímetros, pero Jack se sobresaltó. No había nadie cerca. Se encogió de hombros, pensando que habría sido una ráfaga de aire, y no lo dudó más: entró.

      Se halló en una enorme sala circular de altas paredes cubiertas por estanterías llenas de libros antiquísimos. En el centro de la habitación había una gran mesa redonda de madera vieja, rodeada de seis sillones bellamente tallados. Jack se acercó a examinar la mesa. Su superficie estaba grabada con los mismos símbolos extraños, que se entrelazaban con raros dibujos de animales mitológicos y criaturas que no había visto nunca. En el centro de la mesa había una hendidura circular ligeramente iluminada. Jack alzó la mirada y vio que justo encima, en el techo de la estancia, se abría un tragaluz redondo, por el que se filtraba la suave luz de las estrellas. En él había una vidriera en la que se distinguían las figuras de tres soles y tres lunas.

      Jack retrocedió instintivamente, aterrado sin saber por qué. Se detuvo y obligó a su corazón a calmarse. ¿Qué era lo que lo había alterado de aquella manera?

      Avanzó de nuevo y volvió a mirar hacia arriba. La vidriera no tenía nada de especial. Tres soles dispuestos en forma de triángulo. Tres lunas colocadas de manera que hacían la figura de un triángulo invertido. Ambos triángulos estaban entrelazados, y las líneas de cristal que unían los astros entre ellos formaban... la figura de un hexágono.

      Jack dio un respingo y volvió a coger el colgante de Victoria, que todavía llevaba al cuello, para observarlo con atención, pero la oscuridad le impidió verlo con claridad.

      —Ojalá hubiese algo de luz –murmuró para sí mismo, frustrado.

      Y de pronto hubo un susurro y un chasquido, y una luz cálida y cambiante inundó la estancia. Jack saltó como si lo hubiesen pinchado y miró a su alrededor. Había seis antorchas encendidas colocadas a lo largo de la pared circular.

      —¿Quién anda ahí? –preguntó, tratando de controlar los alocados latidos de su corazón–. ¿Eres tú, Shail?

      No hubo respuesta. Nada se movió. Solo la luz fantasmal de las antorchas temblaba y se agitaba, produciendo sombras inquietantes en la habitación.

      Jack frunció el ceño y se centró en el colgante. Un hexágono como el del techo. ¿Qué significaría aquello?

      Volvió a mirar el tragaluz. Los seis astros relucían enigmáticamente, provocando en su interior una extraña inquietud. Tenía la sensación de que aquello lo había visto antes...

      ... En un cielo extraño y terrorífico envuelto en una luz del color de la sangre.

      Jack se sobresaltó. ¡Ahora lo recordaba! Aquel sueño en el que salía la serpiente gigante... recortada contra un ominoso cielo rojizo. ¿Pero qué significaba todo aquello? ¿Qué tenía que ver aquel signo con él, con sus sueños, con la muerte de sus padres?

      Se inclinó hacia delante para mirar mejor las figuras de cristal del tragaluz y sin darse cuenta apoyó las manos sobre la mesa.

      Súbitamente un intenso haz de luz surgió de la hendidura del centro de la mesa, un haz de luz multicolor que se elevaba como una columna brillante hacia la claraboya de los seis astros. Jack, sobresaltado, dio unos pasos atrás, trastabilló y cayó al suelo. Quedó sentado sobre las baldosas, con la boca abierta, mientras ante él se desarrollaba una escena asombrosa.

      Las luces que salían de la mesa habían comenzado a girar como en un torbellino, mezclándose y entrecruzándose, generando colores extraños y sorprendentes. Giraron y giraron hasta formar una brillante esfera de color verdeazulado.

      Jack tardó unos segundos en comprender que estaba viendo un planeta. Pensó al principio que era la Tierra, pero entonces las luces se definieron y el holograma se hizo más perfecto, y Jack vio que aquella geografía le resultaba completamente desconocida. Descubrió otras tres pequeñas esferas girando en torno a la mayor, y otras tres más grandes que quedaban quietas un poco más allá.

      «Los soles y las lunas», pensó Jack, tragando saliva. Las esferas giraron de pronto más deprisa, y Jack tuvo la sensación de que el planeta se hacía cada vez más grande, hasta cubrirlo todo. Era como si se estuviese acercando allí a toda velocidad. Cerró los ojos, mareado, pero los abrió casi enseguida.

      Y se vio, de alguna manera, allí.

      No estaba sobre su superficie, pero era como si la sobrevolase. Era una sensación maravillosa, y se sintió exultante de felicidad. Desde niño había estado obsesionado con volar, y una de las experiencias vitales que recordaba con más cariño era el vuelo en avioneta con que le había obsequiado un amigo de su padre, que era piloto, cuando vivían en Inglaterra.

      Pero allí no había ninguna avioneta. Estaba solo él, flotando en el cielo, surcando el firmamento. Decidió disfrutar del vuelo y no estropearlo planteándose qué estaba sucediendo exactamente.

      Vio verdes prados y suaves colinas, vio frías estepas y altísimas cordilleras, vio un desierto un poco más allá (se estremeció sin saber por qué), vio un mar infinito, vio ciudades de arquitecturas extrañas y fantásticas (y algunas le recordaron la casa de Limbhad), vio impetuosos torrentes y hermosos y tranquilos lagos... pero, sobre todo, vio los bosques, interminables extensiones de enormes árboles que parecían rozar las nubes.

      Y vio las criaturas.

      Había animales corrientes, como ovejas y caballos, pastando por las praderas, pero también seres que él no había visto nunca. Extraños pájaros de coloridos plumajes le salían al encuentro y bestias que él había