un momento; nunca lo había oído reír. Reaccionó a tiempo y detuvo a Haiass a escasos centímetros de su cuerpo. Empujó, para apartar a Kirtash de sí.
—Nada más lejos de la realidad –dijo el shek–. Estás enamorado de Victoria, ella también te quiere. Justamente eso es lo único que podría haber hecho que te perdonara la vida. Lástima que, a pesar de eso, en conjunto la balanza no se incline a tu favor.
—No me hagas reír –gruñó Jack–. No puedes sentir nada por ella. No eres humano.
Kirtash le dirigió una mirada tan fría que el chico, a pesar de estar hirviendo de ira, se estremeció.
—Ah –dijo el shek–. No soy humano. Y tú sí, ¿verdad?
Algo parecido a un soplo helado sacudió el alma de Jack.
—¿Qué... qué has querido decir?
Se quedó quieto un momento, como herido por un rayo. Recordó, en un solo instante, el misterio de su vida y de sus extrañas cualidades, y comprendió que Kirtash sabía acerca de él muchas cosas que el propio Jack ignoraba. Y el deseo de descubrirse a sí mismo regresó, con más fuerza que nunca, a su corazón.
Se esforzó por recuperar la compostura, recordando que el ser con el que estaba hablando era su enemigo, y que se trataba de una criatura aviesa y traicionera.
—No vas a confundirme –le advirtió, ceñudo.
Kirtash entrecerró los ojos un momento. Su expresión seguía siendo impenetrable, sus movimientos, perfectamente calculados; pero Jack percibía su odio y su desprecio hacia él, tan intensos que, si él mismo no se hubiera sentido tan furioso, se le habría congelado la sangre en las venas.
El joven se movió hacia un lado, como un felino; Jack tardó en captar su movimiento, pero, cuando quiso darse cuenta, había desaparecido.
—No me hables de humanidad –dijo la voz de Kirtash desde la oscuridad–. No me hables de sentimientos. No sabes nada.
Jack se volvió a todos lados, colérico.
—¡Déjate ver y da la cara de una vez, cobarde! –gritó.
—Tienes que morir; es la única manera de salvar a Victoria –prosiguió Kirtash–. Y por eso voy a matarte. Eso es lo que voy a hacer por ella. ¿Qué estás haciendo tú?
—He venido a luchar –proclamó Jack–. Te mataré o moriré en el intento, pero no voy a dejar las cosas así.
—Entonces, muere en el intento. Será mejor para todos.
Y Kirtash resurgió de entre las sombras, trayendo en sus ojos el helado aliento de la muerte, y descargó su espada contra Jack, con toda la fuerza de su odio.
Jack alzó a Domivat en el último momento. Los dos aceros se encontraron de nuevo, y Jack percibió que su rabia alimentaba el corazón de Domivat, que su odio le daba fuerzas; en cambio, aquellos sentimientos, por alguna razón, no favorecían a Kirtash, cuyo poder se basaba en el autocontrol.
Aun así, el filo de Haiass logró alcanzar el costado de Jack, que gimió de dolor cuando el hielo congeló su piel. Pero hizo acopio de fuerzas y logró hacerle retroceder.
Y, por alguna razón, pensó en Victoria, pensó en que aquella criatura que se hacía llamar Kirtash pretendía manipular los hilos de su vida y de su destino; pero, sobre todo, recordó a la serpiente, aquella serpiente alada que se había alzado ante ellos la noche anterior, terrible, letal, pero, a pesar de todo, magnífica. Entonces había tenido miedo, pero ahora, al pensar en ello, solo sentía aversión, odio, un odio tan irracional como intenso y profundo. Y, de nuevo, algo estalló en su interior.
En esta ocasión no hubo anillo de fuego. Todo el poder de Jack se canalizó a través de Domivat, y la espada pareció contener en sí misma, por un instante, la fuerza de una supernova. Con un grito salvaje, Jack embistió, y Kirtash alzó a Haiass para detener el golpe.
Y entonces hubo un sonido extraño, como si se resquebrajase una pared de hielo, y Jack retrocedió un par de pasos, temblando.
Ante él se erguía todavía Kirtash, de pie, en guardia. Aún sostenía a Haiass.
Pero la espada de hielo se había quebrado, se había partido en dos, y uno de los trozos había caído sobre la arena y se había apagado.
Ambos contemplaron los fragmentos de la espada, estupefactos. Entonces, Kirtash alzó la cabeza y miró a Jack; por primera vez desde que lo conocía, el rostro del asesino era una máscara de odio. Por primera vez, incluso, Jack creyó detectar en sus ojos... ¿respeto?
—Empiezas a despertar –dijo el shek.
—¿Qué...? ¿De qué estás hablando?
—Ya nada puede salvarte. Ni siquiera Victoria.
Jack se puso en guardia, pero Kirtash sacudió la cabeza, turbado, retrocedió y...
... desapareció entre las sombras.
—¡Espera! –lo llamó Jack, aún confundido–. ¡No puedes marcharte! Tienes que decirme...
Calló, al darse cuenta de que estaba solo.
—... quién soy –terminó, en voz baja.
No tuvo mucho tiempo para pensar en ello, porque entonces fue consciente de la herida que le había infligido Kirtash, y sintió frío, un frío espantoso, que lo hizo caer de rodillas sobre la arena, tiritando. Se sujetó el costado y se esforzó por levantarse, pero no pudo. Estaba demasiado débil y confuso.
¿Había derrotado a Kirtash? ¿Había quebrado a Haiass, su espada, símbolo del poder del shek? Alzó la cabeza para mirar el fragmento del arma, que había quedado abandonado sobre la arena, apagado, muerto. Sintió que se mareaba, sintió que iba a caer...
Pero algo lo sostuvo.
—Jack –susurró la voz de Victoria en su oído, profundamente preocupada–. Jack, ¿estás bien?
Jack se esforzó por abrir los ojos. Estaba en brazos de Victoria, que lo miraba con ansiedad. Trató de sonreír. Era un hermoso sueño.
—He... vencido –murmuró–. Pero no he podido matarlo. Lo siento, Victoria, yo... te he vuelto a fallar.
Los ojos de ella se llenaron de lágrimas, y lo estrechó entre sus brazos. Jack apoyó la cabeza en su hombro y cerró los ojos, tiritando de frío, como si se hundiese, cada vez más, en un profundo glaciar del que no hubiese escapatoria.
Pero la había. Más allá del túnel de hielo había una luz cálida, y Jack se arrastró hacia ella y, mientras lo hacía, una corriente de energía vivificante recorrió su cuerpo y desterró el frío, poco a poco.
Por fin, Jack abrió los ojos. Lo primero que encontró fue la mirada de Victoria.
—¿Te encuentras mejor?
—¿Me has... curado? –preguntó Jack, algo mareado. Ella asintió. Jack miró a su alrededor. Seguían en aquella playa, en algún lugar del mundo, pero el horizonte comenzaba a clarear. Victoria estaba de rodillas sobre la arena, aún con el uniforme puesto, y la cabeza de Jack reposaba sobre su regazo. Los dedos de ella acariciaban su pelo rubio. Jack se dejó llevar por aquella sensación.
—Haiass, ¿verdad? –preguntó entonces ella, devolviéndolo a la realidad.
—Sí –Jack sacudió la cabeza y se incorporó del todo–. Pero esa espada ya no volverá a hacer más daño, Victoria. La he roto. Mira.
Señaló lo que quedaba de la espada de Kirtash.
—Él se llevó la otra parte –prosiguió Jack–, pero no creo que pueda arreglarla. ¿Verdad?
Victoria se había quedado mirándolo fijamente, estupefacta.
—Jack –dijo en voz baja–. ¿Has quebrado la espada de Kirtash? ¿Has derrotado a un shek?
Jack