Laura Gallego

Memorias de Idhún. Saga


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en la noche, como una antorcha, para luego recuperar el aspecto de un acero normal, que solo delataba su condición especial por el leve centelleo rojizo que le arrancaba la luz de la luna.

      La silueta bajó de un salto hasta la playa, con envidiable ligereza. La luna iluminó los rasgos de Kirtash.

      Los dos se miraron. A Jack le pareció que el semblante del shek, habitualmente impenetrable, parecía más sombrío aquella noche. Con todo, seguía sin mostrar abiertamente el odio que sentía hacia él. Aunque, de alguna manera, Jack lo percibía.

      — Te estaba esperando –dijo Kirtash.

      VIII

      EL PUNTO DÉBIL DE KIRTASH

      V

      ICTORIA se acomodó en el autobús y cerró los ojos, agotada. Se había sentado, como de costumbre, al fondo, junto a la ventana. A su lado se sentaba una chica de otra clase, que parloteaba a voz en grito con las dos que ocupaban los asientos de atrás. Victoria, disgustada, rebuscó en su mochila en busca del discman y se puso los auriculares para no escucharlas. Se dio cuenta de que el único disco que llevaba era el de Chris Tara... Christian, o Kirtash, o quien quiera que fuera aquel enigmático ser que despertaba en ella emociones tan intensas y contradictorias. Tragó saliva. No estaba preparada para volver a escuchar su voz, no tan pronto, así que encendió la radio, buscó su emisora favorita y trató de relajarse.

      Estaban ya llegando al colegio cuando la locutora anunció:

      —... Y, sí, lo que todos estábamos esperando va a ser pronto una realidad. Chris Tara, el chico misterioso que ha revolucionado el panorama musical este año, está preparando un nuevo disco.

      A Victoria le latió un poco más deprisa el corazón. Quiso apagar la radio, pero no se atrevió.

      —De momento, lo único que tenemos es un single, Why you?, una preciosa balada en la que nos muestra su lado más romántico...

      La chica siguió hablando mientras sonaban los primeros compases de Why you?, pero Victoria ya no la escuchaba. La voz de Christian fluyó a través de los auriculares, la envolvió, la acarició, la meció y le susurró palabras tan dulces que Victoria apenas pudo contener las lágrimas. Aquella era una canción de amor, no cabía duda, y eso era extraño, porque Chris Tara no componía canciones de amor. Cantaba acerca de mundos distantes, acerca de la soledad, de ser diferente, de las ansias de volar, de la incomprensión... pero nunca del amor.

      Sin embargo, Why you? era, indudablemente, una balada, una canción de amor, aunque dicha palabra no apareciese ni una sola vez en la letra.

      «No encuentro necesario buscarle un nombre», había dicho Christian.

      Pero había hablado de un sentimiento, un sentimiento por el que se hacían grandes locuras. Como traicionar a los tuyos.

      Victoria se estremeció.

      «Pero él es una serpiente», se obligó a recordarse a sí misma. «No es humano. No puede sentir nada por mí».

      Y, sin embargo, era su voz la que le estaba susurrando aquellas palabras, su voz la que se preguntaba, una y otra vez, por qué, por qué, por qué estaba sintiendo aquellas cosas por una criatura tan lejana y distante como la más fría estrella. No era una ilusión. La canción de Christian la conmovía hasta la más honda fibra de su ser. Y supo, de alguna manera, que ella era la chica a la que él había dirigido aquellos versos.

      Enterró el rostro entre las manos, muy confusa. Cuando terminó la canción de Chris Tara, la radio empezó a escupir las notas de otro tema que, en comparación, sonaba chirriante, tosco y desagradable. Molesta, Victoria apagó el aparato.

      El autobús se había detenido frente al colegio, y las chicas ya salían al exterior. Victoria cargó con su mochila y bajó las escaleras.

      Pero, cuando se disponía a cruzar la puerta del colegio, algo parecido a un viento frío la hizo estremecerse, y se volvió, insegura.

      No había nada. Todo estaba tranquilo, todo normal. Y, sin embargo, Victoria tenía un presentimiento, un horrible presentimiento.

      Alguien a quien ella quería estaba en grave peligro. Alguien muy importante para ella podía morir.

      Dos nombres acudieron de inmediato a su mente, sin que pudiera estar segura de cuál de los dos había aparecido antes. Jack. Christian.

      Titubeó. ¿Y si no era más que una paranoia? Jack estaba a salvo en Limbhad, y Christian... ¿había algo que pudiera amenazarlo a él, un shek, una de las criaturas más poderosas de Idhún?

      Entonces sonó el timbre que anunciaba el comienzo de las clases, y Victoria vaciló. Tenía que ir deprisa, corriendo, a salvarlos... ¿a salvar a quién? ¿A Jack?

      ¿A Christian?

      ¿A los dos?

      —Voy a matarte –dijo Jack, ceñudo. Kirtash no dijo nada.

      Jack atacó primero. Lanzó una estocada, buscando el cuerpo de su enemigo, pero este se movió a un lado e interpuso el acero de Haiass entre su cuerpo y el arma de Jack.

      Las dos espadas chocaron, y algo invisible pareció convulsionarse un momento. Jack se detuvo, perplejo. En los ojos de Kirtash apareció un brillo de interés.

      —Empiezas a saber utilizar esa espada –comentó.

      —No seas tan arrogante –gruñó Jack–. Vas a morir.

      Descargó la espada contra él, con todas sus fuerzas.

      Kirtash detuvo la estocada, y, de nuevo, saltaron chispas. Jack insistió. Una y otra vez.

      Domivat rutilaba como si fuera un corazón luminoso bombeando sangre. Jack sabía que era su propia energía lo que estaba transmitiendo a la espada, y casi pudo percibir el odio que destilaba el acero, reflejo de los sentimientos que él mismo albergaba en su corazón. El fuego de Domivat trataba de fundir el hielo de Haiass, pero la espada de Kirtash seguía siendo inquebrantable. El odio del shek se manifestaba a través de aquella frialdad tan absolutamente inhumana, y el filo de Haiass era ahora del mismo color de los ojos de hielo de Kirtash.

      Las dos espadas se hablaban en cada golpe, trataban de encontrarse y de destruirse mutuamente, pero ninguna de las dos resultaba vencedora en aquella lucha. Por fin, Jack asestó un mandoble con toda la fuerza de su ser, y el choque fue tan violento que ambos tuvieron que retroceder.

      Se miraron, a una prudente distancia.

      —Todavía no lo sabes –comprendió Kirtash.

      —¿Qué es lo que he de saber?

      —Por qué hay que proteger a Victoria.

      —La protejo porque la quiero, ¿me oyes? –gritó Jack–. Y tú... tú... maldito engendro... le has hecho daño, la has engañado. Solo por eso mereces morir.

      —¿Solo por eso? –repitió el shek–. ¿De veras crees que ese es el único motivo por el que has venido a buscarme?

      —¿Qué es lo que quieres de ella? –exigió saber Jack–.

      ¿Por qué no la dejas en paz?

      —Quiero mantenerla con vida, Jack –replicó Kirtash con frialdad–. Y no viene mal que yo ande cerca, porque, por lo visto, tú eres incapaz de cuidar de ella.

      —¡Qué! –estalló Jack–. ¿Cómo te atreves a decir eso?

      ¿Precisamente tú, que eres lo más... perverso y retorcido que he visto nunca?

      Kirtash sonrió, sin parecer ofendido en absoluto.

      —Ya entiendo. Estás celoso.

      Jack no pudo soportarlo. Volvió a arrojarse sobre él. Kirtash detuvo el golpe y le dirigió una fría mirada; pero, tras el hielo, sus ojos relampagueaban de ira y desprecio.

      —Tienes una extraña forma de demostrar tu amor –comentó–. Has vuelto a