Laura Gallego

Memorias de Idhún. Saga


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sus ojos brillaron de una manera extraña por detrás de los cristales de las gafas, pero Victoria no la estaba mirando, y no se dio cuenta.

      —¿Daño? –La chica se quedó quieta, planteándoselo por primera vez–. ¿Físico, quieres decir? No, claro que no. De hecho, parece obsesionado con protegerme de todo. Pero...

      —Te ha roto el corazón, ¿no? ¿Y por qué te ha dejado?

      —No me ha dejado en realidad. He sido yo quien ha decidido dejarlo a él.

      —Entonces, has sido tú quien le ha roto el corazón a él.

      —¿Qué? –soltó Victoria, estupefacta; no se le había ocurrido verlo así–. ¡Pero si él no tiene corazón! No es un chico normal, es...

      —... ¿un monstruo?

      Victoria se estremeció, y miró a su abuela, desconcertada. Ya era bastante insólito que ambas estuvieran hablando de chicos, pero que ella se acercara remotamente a la verdad... resultaba inquietante. No podía ser que supiera...

      Recordó lo que Christian le había contado acerca de aquella mansión y su «aura benéfica», y miró a su abuela, inquieta. Pero ella siguió hablando, con total tranquilidad:

      —Verás, Victoria, cuando nos enamoramos, las primeras veces, idealizamos a la otra persona, pensamos que es perfecto. Cuando más nos convencemos de ello, más dura es la caída. Seguro que no es tan mal chico.

      Victoria respiró, aliviada. Aquello ya tenía más sentido.

      —¿Cómo lo sabes?

      —Porque todavía te gusta. Si no, no sentirías tantos remordimientos por haberlo dejado.

      —¿Y tú qué sabes? –replicó ella, de mal humor, de pronto–. No siento remordimientos. Ya te he dicho que he descubierto cómo es en realidad y...

      «... ¡y no estamos hablando de un chico normal!», quiso gritar.

      —¿Has hablado con él después de eso?

      —¡Claro que no! –replicó Victoria, horrorizada.

      —Ah, ya entiendo. Entonces es que hay otro, ¿no? Victoria cerró los ojos, mareada.

      —Vamos a ver, ¿por qué de repente te interesa tanto mi vida sentimental?

      —Porque hasta ahora nunca habías tenido una vida sentimental, hija. Siento curiosidad. Y estoy contenta. Ya era hora de que empezaras a pensar en chicos. Comenzaba a preocuparme.

      Victoria abrió la boca, pasmada.

      —Qué maruja eres, abuela.

      —Vamos, cuéntame, cuéntame –la apremió su abuela–. ¿Cómo es ese chico que te gusta ahora?

      —¿Jack? –dijo ella irreflexivamente; enseguida lamentó no haberse mordido la lengua, pero en fin, ahora la cosa ya no tenía remedio–. Pues es... podríamos decir que es mi mejor amigo. Tenemos mucha confianza, es muy cariñoso, muy dulce y... parece ser que le gusto.

      —¿Y él te gusta a ti?

      —Sí –confesó ella en voz baja–. Mucho. Lo que pasa es que...

      —Todavía te gusta el otro, ¿no? El «chico malo», por llamarlo de alguna manera.

      —Sí –dijo Victoria, y se echó a llorar. Sintió que su abuela la abrazaba.

      —Ay, niña, dulce juventud...

      —Soy rara, ¿verdad, abuela?

      —No, hija, tienes catorce años. Es una enfermedad que todos hemos pasado alguna vez. Y eso me recuerda que la semana que viene es tu cumpleaños. ¿Qué quieres que te regale?

      Inconscientemente, Victoria oprimió el colgante que siempre llevaba puesto, un colgante de plata con una lágrima de cristal, y pensó en Shail, quien se lo había regalado dos años atrás, cuando cumplió los trece. Shail había muerto aquella misma noche, y desde entonces, para Victoria el día de su cumpleaños era una fecha muy triste.

      —No quiero nada, abuela –dijo en voz baja.

      «Solo quiero recuperar lo que perdí hace dos años... pero no va a volver».

      —Gracias por la charla, pero tengo que darme prisa, o perderé el autobús.

      Se separó de su abuela y se levantó de la silla. Ella la miró por encima de las gafas.

      —¿No quieres quedarte en casa y descansar? Te escribiré una nota, diré que estás enferma.

      Victoria la miró estupefacta.

      —Abuela, eres tú la que está rara hoy –comentó–. Gracias, pero prefiero ir a clase, en serio.

      No se encontraba con fuerzas para seguir hablando de Jack y de Christian... o Kirtash... o lo que fuera.

      «Entonces, has sido tú quien le ha roto el corazón a él», había dicho su abuela.

      Pero ella no sabía de quién estaba hablando. ¿Podía una serpiente tener corazón?

      Su abuela la siguió hasta la puerta y se quedó allí, en la escalinata, mirando cómo ella subía al autobús escolar.

      «No quiero nada, abuela», había dicho Victoria.

      Pero ella había visto en sus ojos que un deseo imposible llameaba en su corazón. Una leve brisa sacudió el cabello gris de Allegra d’Ascoli, que sonrió.

      Jack había esperado a que Alexander se fuera a dormir, y entonces había ido en silencio a la sala de armas, para recoger a Domivat, su espada legendaria. Tras un instante de duda, había decidido llevarse también una daga y prendérsela en el cinto, por si acaso.

      Después, había subido a la biblioteca y había llamado al Alma. La conciencia de Limbhad no había tardado en mostrarse en la esfera que rotaba sobre la enorme mesa tallada.

      «Alma», pidió Jack. «Llévame hasta Kirtash».

      El Alma pareció desconcertada. No podía hacer lo que le pedía, porque se necesitaba algo de magia, y Jack no podía proporcionársela.

      «Por favor», suplicó Jack. «Sácala de donde sea, saca la magia de la espada, saca la energía de mí, pero tienes que llevarme hasta él. Tengo algo que hacer... y sé que Victoria no estaría de acuerdo».

      El Alma lo intentó. Jack sintió los tentáculos de su conciencia envolviéndolo, tratando de arrastrarlo... pero el chico permaneció firmemente clavado en la biblioteca de Limbhad.

      —¿Qué es lo que hace falta? –preguntó, desesperado–. Si uso el báculo de Victoria, ¿podrás llevarme?

      El Alma lo dudaba, y Jack sabía por qué. El báculo solo funcionaba con los semimagos, y él no lo era. Ni mago completo, ni semimago, como Victoria.

      —Victoria dijo una vez que la magia era energía canalizada –recordó Jack–. Todos tenemos energía, Alma, saca esa energía de mí.

      No es bastante, fue el mensaje. Jack apretó los dientes.

      —Me da lo mismo. Haz lo que puedas, ¿vale?

      El Alma tenía sus reparos, pero lo hizo. Jack sintió su conciencia entrando en su ser y extrayendo sus fuerzas, poco a poco. Jack sintió que se debilitaba, pero también que se hacía más ligero, menos consistente. Y, entonces, de pronto, fue como si el Alma hubiese destapado un profundo pozo que hasta entonces hubiera estado oculto. La energía brotó de Jack, a borbotones, resplandeciente, inagotable, y el chico salió disparado...

      «Por ti, Victoria», pensó, antes de que su cuerpo desapareciera de la biblioteca de Limbhad.

      Se materializó en una playa, y miró a su alrededor, desconcertado. Era una pequeña cala desierta, entre acantilados, y la luna menguante se reflejaba sobre unas aguas sosegadas que lamían la arena con suavidad.

      Jack