Laura Gallego

Memorias de Idhún. Saga


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–confesó Victoria–. No lo entenderían.

      Christian asintió, sin una palabra. Se volvió hacia ella, la miró a los ojos, le acarició la mejilla con suavidad, con dulzura. Victoria se estremeció entera.

      —Me gusta que hagas eso –susurró.

      —Lo sé –se limitó a decir él.

      —Aunque luego vuelva a casa –dijo Victoria–, aunque recupere la cordura y me dé cuenta de que no debería estar aquí... aunque decida regresar a Limbhad y volver a luchar contra ti... ahora... son mis sentimientos los que mandan.

      —Lo sé –repitió Christian, con suavidad–. Entonces, olvida ahora quién soy y lo que he hecho, y déjate llevar por tu corazón.

      Se inclinó para besarla, y Victoria se arrimó más a él, sintiendo, una vez más, que el corazón le iba a estallar. Cerró los ojos y disfrutó de la sensación, y deseó que aquel momento no acabara nunca.

      Pero acabó.

      Victoria sintió la tensión de Christian, sintió su ira contenida, apenas un instante antes de que se separara de ella con brusquedad. Y, cuando abrió los ojos y miró un poco más allá, hacia el sendero que llevaba a la casa, el universo entero pareció congelarse.

      Porque allí estaba Jack, mirándolos.

      Jack no pensó ni por un momento que fuera culpa de Victoria. A pesar de que los había sorprendido en una actitud tan tierna como la de cualquier pareja de enamorados, en realidad lo único que veía era que Kirtash estaba con Victoria, la había seducido, la había engañado, y aquello no podía ser para bien. Tuvo miedo de que él hiciera daño a Victoria de alguna manera, que hiciera daño a la persona que más le importaba en el mundo. Su instinto se disparó, y su instinto le decía que Victoria estaba en peligro.

      Y eso lo volvió loco.

      Y, a pesar de ir completamente desarmado, se lanzó sobre su enemigo con un grito salvaje, para matarlo antes de que le hiciera daño a su amiga, para acabar con él antes de que Victoria saliese perjudicada.

      Todo fue muy rápido. Victoria vio cómo Jack chocaba contra Christian y ambos rodaban por el suelo.

      —¡Te mataré! –aulló Jack.

      Victoria se quedó parada, sin saber qué hacer. Los había visto luchar anteriormente, con espadas, ejecutando movimientos ágiles y elegantes. Pero ahora peleaban a puñetazos, a patadas, como podían.

      Christian se revolvió como una anguila y logró quitarse a Jack de encima. De alguna manera, había conseguido extraer un puñal de alguna parte, y ahora lo blandía en alto. En sus ojos acerados brillaba el destello de la muerte, y Victoria supo que, en esta ocasión, no dudaría en utilizar la daga.

      Pero Jack estaba desatado, y algo en su interior estalló como un volcán.

      Conocía la sensación. Solo la había experimentado dos o tres veces en su vida, pero no la había olvidado. Cuando se dio cuenta de lo que le estaba sucediendo, quiso volver atrás, pero ya era tarde. Había algo dentro de él que exigía ser liberado, y Jack gritó, sin poder evitarlo.

      Y su cuerpo generó a su alrededor una especie de anillo de fuego, que se expandió por el aire como una oleada mortífera.

      Jack vio entonces algo que lo perseguiría durante mucho tiempo en sus peores pesadillas. Vio el rostro aterrado de Victoria que, paralizada de miedo, tenía los ojos fijos en la llamarada incendiaria que Jack había enviado directamente hacia ella. El chico solo pudo gritar su nombre:

      —¡¡VICTORIA!!

      Todo fue muy confuso. Victoria sintió que Christian se lanzaba sobre ella para protegerla del fuego con su propio cuerpo, y los dos cayeron al suelo. El fuego pasó por encima de ambos, golpeó los árboles más cercanos y los hizo estallar en llamas.

      La muchacha intentó incorporarse, aturdida. Christian ya se había puesto en pie de un salto, con la agilidad que era propia de él y, a pesar de que estaba de espaldas a Victoria, ella percibió que hervía de ira. Se sintió inquieta; jamás lo había visto así, pero creía intuir qué era lo que lo había puesto tan furioso.

      Jack, muy desconcertado, se había quedado de pie, un poco más lejos. Toda su ira parecía haberse esfumado; se sentía débil de pronto, y le temblaban tanto las piernas que cayó de rodillas sobre la hierba. No sabía qué le había pasado, ni por qué. Y, en el fondo, no le importaba.

      Porque Victoria estaba bien, a salvo, y eso era lo único en lo que podía pensar.

      En eso, y en que Kirtash había salvado la vida de su amiga... una vida que él, que tanto la quería, había puesto en peligro, tratando de protegerla. Resultaba demasiado irónico... y desconcertante. Por eso miró a Kirtash, aturdido, sin captar la cólera que ardía en los ojos de su enemigo. Estaba demasiado confuso como para percibir el peligro que lo amenazaba.

      Victoria, en cambio, sí supo qué era lo que iba a pasar, y agarró a Christian del brazo para intentar detenerlo. Pero él se liberó del contacto con impaciencia, como si se hubiese olvidado de que ella estaba allí, y corrió hacia Jack. El muchacho se levantó, vacilante. Christian se detuvo a un par de metros de él y lo observó, como si lo viera por primera vez, con una mueca de odio infinito.

      —¡Tú! –gritó–. ¡Debería haberlo imaginado!

      Victoria corrió hacia ellos, tratando de evitar lo inevitable, y logró llegar junto a Jack. Pero, a pesar de todo, no estaba preparada para lo que ocurrió a continuación.

      El cuerpo de Christian, que aún temblaba de cólera, se convulsionó un momento y empezó a transformarse.

      No fue una transformación gradual, sino que, por un momento, dos imágenes se superpusieron en un mismo lugar, y se fundieron hasta que solo quedó una. Y la que quedó no era la figura de un joven de diecisiete años, sino la de una criatura fantástica, una gigantesca serpiente que se alzaba ante Jack, con su cuerpo anillado vibrando de ira, y unas inmensas alas membranosas extendidas sobre ellos, cubriendo el cielo nocturno.

      Jack lo miró, con horror. Él y Victoria retrocedieron unos pasos, pero Victoria tropezó y, al caer, arrastró a Jack consigo. Los dos quedaron sentados sobre la hierba, paralizados de miedo, sin ser capaces de apartar la vista de la enorme serpiente. Era una visión aterradora y sobrecogedora porque, pese a todo, aquella criatura era fascinante y magnífica, y poseía una belleza misteriosa y letal. Los sheks habían nacido de las entrañas de la tierra cuando Idhún era aún muy joven, y eran los hijos predilectos del dios oscuro, prácticamente semidioses, quizá por encima de los mismos dragones.

      —¿Christian? –susurró ella, sin poder creerlo.

      —Kirtash –dijo Jack, sombrío.

      La serpiente alzó la cabeza, desplegó las alas todavía más y lanzó una especie de chillido de libertad, como si hubiera estado encerrada durante mucho tiempo en un lugar incómodo y pequeño y ahora disfrutase de nuevo del espacio que necesitaba.

      Después, fijó sus ojos irisados en Jack. Y Victoria descubrió en aquellos ojos el brillo de la mirada de Kirtash, Christian, y comprendió con horror quién era... o qué era exactamente... el ser del que creía haberse enamorado.

      El shek no pareció reparar en ella. Destilaba odio e ira por todas sus escamas, y Victoria sabía, de alguna forma, que era Jack, su presencia, tal vez su mera existencia, lo que lo había alterado de aquella manera. Jack se había quedado quieto, incapaz de moverse ni de apartar la vista de la magnética mirada de la criatura. O no tenía fuerzas para moverse, o bien el shek lo había hipnotizado, de alguna manera.

      Victoria supo que su amigo iba a morir, y no pudo soportarlo. Se echó sobre él y lo protegió con su propio cuerpo. Después, cerró los ojos, esperando la muerte.

      Jack fue vagamente consciente de su presencia. Se sentía extraño, como si estuviese viviendo una pesadilla de la que fuera a despertar en cualquier momento. Aquella serpiente