Jack cerró los ojos, sintiendo que su corazón sangraba por ella.
—No, Victoria, no lo eres. Eres maravillosa. Maldita sea, y pensar que yo podía haber evitado todo esto...
Victoria iba a responder, cuando un timbre impertinente los interrumpió. Era la alarma del reloj digital de ella.
—Son las siete menos cuarto en mi casa –dijo, dirigiéndole una mirada de disculpa–. Tengo que marcharme. Tengo clase a las ocho, va a sonar el despertador en quince minutos y...
—Pero Victoria, no has dormido nada. ¿Vas a ir a clase de todas formas?
—He de hacerlo, o mi abuela sospechará algo. Te recuerdo que anoche incendiamos el pinar. Alguien habrá llamado a los bomberos. Si no estoy en la mesa del desayuno a las siete, mi abuela se va a preocupar muchísimo, pensará que he tenido algo que ver...
Jack tardó un momento en contestar.
—Comprendo –asintió por fin, levantándose y ayudándola a incorporarse–. Vete, pues. Pero dile que no te encuentras bien, o algo. No estás en condiciones de ir al colegio.
Victoria lo miró con cariño y sonrió. Recordó la época en que habría dado cualquier cosa porque él regresara de su viaje para decirle todo aquello que le había confesado ahora... demasiado tarde.
¿O aún no era demasiado tarde? Descubrió que su corazón todavía latía con fuerza cuando miraba a Jack a los ojos. Descubrió la llama que aún ardía detrás de la muralla que ella había intentado levantar entre los dos.
—No quiero marcharme –confesó–. Quiero seguir contigo un rato más.
«Para siempre», pensó, pero no lo dijo. No tenía derecho a decirlo. No, después de haber cedido al fascinante hechizo que Kirtash ejercía sobre ella. No, teniendo en cuenta que todavía, a pesar de todo lo que había pasado, echaba de menos a Christian. Desesperadamente.
Sacudió la cabeza. Todo era muy confuso...
—Pero yo estaré aquí cuando vuelvas –le aseguró el chico, muy serio.
—¿De verdad?
—Estaré aquí –prometió él–. Esperándote. El tiempo que haga falta.
La miró con ternura, y Victoria sintió que se derretía entera. Supo que él tenía intención de besarla, y deseaba de verdad que lo hiciera, pero se apartó, con cierta brusquedad.
—No, Jack. No merezco que me beses. Porque yo... Iba a decir «...porque he besado a Kirtash», pero no fue capaz de seguir hablando. Jack comprendió.
—No te preocupes. Tómate el tiempo que necesites, te esperaré. Y, si cambias de idea... ya sabes dónde encontrarme.
—Jack... –suspiró ella–. Sabes, yo... te quiero muchísimo, pero no entiendo... no entiendo lo que siento. Mereces a alguien que pueda quererte sin dudas, sin condiciones. ¿Me comprendes?
—Perfectamente. Pero ahora vete y descansa, ¿vale? Ya hablaremos más adelante.
Victoria asintió. Dudó un poco antes de ponerse de puntillas para besar a Jack en la mejilla. Después, con una cálida sonrisa y los ojos brillantes, se alejó corriendo hacia la casa.
Jack se quedó allí, de pie, junto al sauce que era el refugio de Victoria, y la vio marcharse. Si Victoria se hubiera vuelto para mirarlo en aquel mismo momento, tal vez habría descubierto la sombría expresión de él, y habría adivinado que había tomado una terrible decisión. Pero no lo hizo. A pesar del dolor y de las dudas, se sentía reconfortada por las cálidas palabras de su amigo, por su abrazo, por su cariño. Y tenía la seguridad de que, aunque estuviese cayendo al abismo, Jack estaría abajo para recogerla.
El despertador sonó a las siete. Victoria acababa de materializarse sobre su cama, y por un momento deseó cerrar los ojos y dormir. Pero sabía que no debía hacerlo. No se lo había dicho a Jack, pero temía soñar con aquella aterradora criatura en la que se había convertido Christian, temía verla otra vez entre sus pesadillas, y no creía que estuviera preparada para ello.
Con un suspiro, se levantó, se puso el uniforme y fue al cuarto de baño. Se miró al espejo. Tenía un aspecto horrible. Se lavó la cara, pero todavía estaba pálida, con los ojos hinchados y con unas terribles ojeras. Tuvo la sensación de que sus ojos parecían todavía más grandes de lo que eran, y se encontró a sí misma comparándose mentalmente con una especie de búho. Se preguntó cómo podía gustarle a Jack. O a Christian. Eran dos chicos extraordinarios, cada uno a su manera, y seguía sin comprender qué habían visto en ella.
Pensar en Jack hizo que le recorriera una cálida sensación por dentro. Kirtash era enigmático y fascinante, pero Jack era tan cariñoso y dulce...
«Y es humano», le recordó una vocecita maliciosa. Victoria suspiró y sacudió la cabeza. Intentó mejorar su aspecto, al menos para no parecer un vampiro mal alimentado. Nunca usaba maquillaje, pero se puso un poco, para tapar las ojeras y disimular la palidez.
Con todo, nada lograría borrar de sus ojos aquella huella de profunda tristeza. Apartó la mirada del espejo y bajó a desayunar.
Su abuela ya estaba allí, leyendo el periódico mientras tomaba el café. Victoria comprendió que, si la miraba a la cara, tendría que dar muchas explicaciones, de manera que trató de pasar tras ella sin que la viera. Ya tomaría algo en la cafetería del colegio.
Pero, a pesar de que no hizo ni el más mínimo ruido, a pesar de que era experta en lograr que la gente no se fijase en ella, con su abuela aquello nunca funcionaba. Era como si tuviera una especie de radar para detectar su presencia.
—Buenos días, Victoria –dijo ella sin volverse. Victoria reprimió un suspiro resignado.
—Buenos días, abuela.
Entró en la cocina para prepararse el desayuno. Ya no le servía de nada disimular.
—¿Oíste lo de anoche? –preguntó su abuela, sin levantar la cabeza del periódico.
—No, abuela –mintió ella, mientras sacaba el nescafé de la alacena; normalmente desayunaba cacao, pero aquel día necesitaba despejarse–. ¿Qué pasó?
—Hubo un incendio atrás, en el pinar. Demasiado cerca de casa. Menos mal que los vecinos avisaron a los bomberos.
—¿En el pinar? –repitió Victoria–. ¡Oh, no, con lo que me gusta! Espero que no se hayan quemado muchos árboles.
—Me extraña que no te enteraras de nada. Pero bueno, no saliste de tu habitación, y no quise molestarte. Por poco tuvimos que desalojar la casa.
A Victoria le tembló la mano y dejó caer el brik de leche.
—¡Por Dios, hija! ¡Mira qué desastre! Llamaré a Nati para que lo limpie...
—No, deja, ya lo hago yo. Lo siento, hoy estoy un poco torpe.
—Sí –su abuela la miró con fijeza–. No tienes buena cara. ¿No has dormido bien?
—He dormido, pero he tenido pesadillas. He soñado... con monstruos, y eso.
—Ya eres mayorcita para tener esa clase de pesadillas, ¿no?
Victoria se encogió de hombros.
—Pues ya ves.
Terminó de recoger la leche y volvió a la preparación del desayuno. Segundo intento.
—¿Y cómo te va con ese chico? –preguntó entonces su abuela, de manera casual.
Los dedos de Victoria se crisparon sobre el azucarero y por poco se le cayó al suelo también.
—¿Qué chico?
—El que te gustaba, ya sabes...
—A mí no me gustaba ningún chico.
Su abuela la miró fijamente,