era el mismo que la recorría cuando percibía que Christian, o Kirtash, andaba cerca. Estaba demasiado aterrorizada como para analizar la situación con claridad, pero sí sabía que su corazón estaba sangrando porque había perdido a Christian, o a lo que ella creía que era Christian, para siempre.
«Victoria», susurró una voz en su mente. Ella tembló de miedo. Era la voz de Christian, la habría reconocido en cualquier parte. Pero tenía un timbre inhumano, un tono helado e indiferente que la aterrorizaba.
«Victoria», repitió él. «Apártate».
La muchacha se atrevió a abrir los ojos y a echar un vistazo.
El shek seguía ahí, alzándose ante ella, terrible y amenazador. Pero había replegado un poco las alas, y la vibración de su cuerpo era menos intensa.
«Apártate, Victoria», repitió la criatura en su mente.
«No quiere matarme», comprendió, de pronto. Se volvió hacia el shek, cautelosa.
—¿Eres... Christian?
«Soy Kirtash», repuso él.
—Entonces, esta es... tu verdadera naturaleza.
«¿Sorprendida? Y ahora quita de ahí, Victoria. Tengo trabajo que hacer».
Victoria inspiró hondo, tragó saliva y negó con la cabeza.
—No. No lo permitiré. Si quieres matar a Jack, antes tendrás que matarme a mí.
Aquellas palabras hicieron reaccionar a Jack, despertándolo de su extraño trance. Seguía sin poder moverse, pero fue, por fin, consciente de la situación. Hizo un esfuerzo sobrehumano para moverse y apartar a Victoria, para ponerla a salvo, pero no fue capaz. Su cuerpo seguía paralizado. Intentó hablar; eso sí lo consiguió:
—No, Victoria –susurró–. Haz lo que dice, yo... me enfrentaré a él...
—Jack, no puedes moverte. No sé qué has hecho, pero te has quedado sin fuerzas, y...
—Victoria, por favor –suplicó él; la idea de perderla era mucho más insoportable que la certeza de que iba a morir a manos de aquella criatura–, no dejes que te coja; márchate, vete, huye lejos.
Ella lo miró intensamente y le apartó de la frente un mechón del flequillo, como solía hacer.
—¿Sin ti? Nunca, Jack.
El chico se estremeció. Definitivamente, aquello no podía ser real.
«Conmovedor», dijo Kirtash, pero no parecía en absoluto conmovido. «Intentaré explicártelo, Victoria: él debe morir para que tú vivas».
—¿Qué? –Victoria se volvió hacia él–. ¿Qué has querido decir?
«Si Jack muere, Victoria, tú estarás a salvo. Te dije que te protegería, y es lo que voy a hacer, si me dejas».
—¿Matando a Jack? ¿Es esa manera de protegerme? –Victoria había levantado la voz, y tenía los ojos llenos de lágrimas–. ¡Tú... maldito embustero! Era esto lo que querías desde el principio, ¿verdad? ¡Llegar hasta él para matarlo! ¡Me has utilizado! ¡Bastardo!
«Puedes pensar eso si te hace sentir mejor», dijo el shek, y Victoria cerró los ojos, rota de dolor, recordando cómo hacía apenas unos días, Christian había pronunciado unas palabras semejantes. Pero, ¿cómo podía ser él mismo? Victoria entendía ahora que alguien pudiera asesinar de la manera en que Kirtash lo hacía, entendía sus misteriosos poderes telepáticos, entendía por qué podía matar con la mirada, entendía por qué nada podía sobrevivirle. No tenía más que contemplar a la criatura que se alzaba ante ella para comprenderlo.
Pero ahora, menos que nunca... entendía cómo podía haberla besado con tanta ternura, cómo había tanta sinceridad en sus palabras, cómo era capaz de mirarla de aquella manera tan intensa. ¿Podía hablar de sentimientos... alguien como Kirtash, el shek, la serpiente alada?
¿Había algo de humano en él, o era solo una ilusión?
Pero Victoria no tenía tiempo de averiguarlo. En cualquier caso, había cometido un terrible error, y no permitiría que Jack muriese por su culpa.
—No quiero la vida que tú me ofreces si ha de ser a cambio de la de Jack –replicó, temblando–, así que puedes dejarnos marchar a los dos... o matarnos a ambos. Tú mismo.
Sabía cuál iba a ser la respuesta, y Jack la sabía también. Con un esfuerzo sobrehumano, logró incorporarse y trató de apartar a Victoria, pero ella no se lo permitió.
—Victoria –suplicó Jack–. Maldita sea, márchate. No quiero que...
—No voy a marcharme sin ti; es mi última palabra. Jack intentó replicar; pero ella lo abrazó con todas sus fuerzas y le susurró al oído: «Por favor, perdóname», antes de cerrar los ojos.
Hubo un largo, tenso silencio.
—No estás preparada para entenderlo –dijo Kirtash con suavidad.
Victoria abrió los ojos, sorprendida. Aquella frase no había sonado en su mente, sino en sus oídos. Se volvió.
Y vio a un joven de cabello castaño claro y ojos azules, que la miraba, sombrío. El shek, la serpiente alada, había desaparecido.
—¿Chris... Kirtash? –murmuró, confusa.
Él no dijo nada. Dirigió una mirada a Jack, y el muchacho la sostuvo, desafiante. Después, se volvió de nuevo hacia Victoria.
—No podrás protegerlo siempre, y lo sabes.
Victoria quiso llorar, quiso chillar, quiso insultarle, golpearle, abrazarle... pero se quedó mirándolo, confusa, todavía temblando en brazos de Jack.
Kirtash le dedicó una de sus medias sonrisas, una media sonrisa irónica y amarga, dio media vuelta y se perdió en la oscuridad de la noche. Y, a su pesar, Victoria sintió como si algo en su interior se marchara con él, y no fuera a regresar jamás.
«No podrás protegerlo siempre, y lo sabes».
Jack y Victoria se quedaron un momento quietos, en tensión. Pero Kirtash no regresó.
Jack se sintió de pronto liberado de la misteriosa parálisis que le había impedido moverse. Respiró hondo y miró a Victoria.
Entonces los dos, todavía temblando y con los ojos llenos de lágrimas, se abrazaron con fuerza.
VII
«... EL TIEMPO QUE HAGA FALTA»
¿D
E Kirtash? –gritó Alexander–. ¿Se ha vuelto loca? ¿Dónde está? –preguntó, furioso, volviéndose hacia todas partes–. ¡Quiero hablar con ella!
Se topó con Jack, que se había plantado ante la puerta, y le impedía salir.
—Está bajo el sauce. Pero déjala en paz. Ya ha sufrido bastante.
—Déjame pasar, Jack –ordenó Alexander, colérico.
Sus ojos brillaban peligrosamente, su expresión era sombría y amenazadora y su voz sonaba mucho más ronca de lo que era habitual en él. Jack sabía lo que eso significaba; la mayor parte del tiempo, su amigo lograba controlar a la bestia, pero para ello debía controlar primero sus emociones. Y la rabia, la ira o el odio eran algunas de esas emociones que liberaban a la criatura que habitaba en él.
Cualquiera se habría sentido aterrorizado ante su mera presencia, pero Jack permaneció de pie ante él, sereno y seguro de sí mismo, mirándolo a los ojos, sin preocuparse por el destello salvaje que los iluminaba. Alexander pareció relajarse un poco.
—¿Tienes idea de lo que ha hecho? –preguntó, de mal talante.
—Sí: me ha salvado la vida –dijo Jack con suavidad, pero aún mirándolo a los ojos, firme y resuelto.
Alexander