—¿Lo que siento por ella? –repitió–. No querría saberlo, te lo aseguro. Está muy fría conmigo. Dos años ha sido demasiado tiempo. Está claro que solo me quiere como amigo, y si ahora voy y le digo todo lo que me pasa por dentro cuando pienso en ella... saldrá corriendo.
—¿Por qué estás tan seguro?
—Porque ella está enamorada de otra persona, Alexander.
—Pues hace dos años estaba enamorada de ti. Jack se volvió hacia él, extrañado.
—La noche en que me marché de Limbhad –explicó Alexander–, Victoria me dejó salir. ¿Y sabes por qué? Le dije que la bestia que había en mí te mataría. Tú estabas delante cuando se lo dije.
—Sí, lo recuerdo.
—Entonces olí su miedo, su pánico, su desesperación. No había tenido tanto miedo de mí hasta entonces, hasta el momento en que pronuncié aquellas palabras. Si me dejó marchar fue para protegerte a ti, Jack. Solo a ti.
Jack cerró los ojos, mareado. Recordaba perfectamente aquel momento. Apenas unas horas después, él mismo se había marchado de Limbhad, en pos de su amigo, dejando atrás a Victoria.
—Y tú te fuiste y la dejaste sola –concluyó Alexander, como si hubiese adivinado sus pensamientos.
—Eso, hazme sentir más culpable todavía –murmuró el chico; suspiró y añadió, pesaroso–: En aquel momento la perdí para siempre, ¿verdad?
—Yo no estaría tan seguro. Creo que sigues siendo muy especial para ella.
Jack respiró hondo, pero no dijo nada. Era mejor no hacerse ilusiones.
Volvió la mirada hacia la balaustrada de la terraza, donde había visto a Victoria por última vez, y la imaginó allí de nuevo, vestida de blanco, tocando la flauta. Casi pudo volver a oír su melodía, y se preguntó cómo había podido pasar dos años enteros sin ella.
—¿Sabes para qué servía esa terraza? –preguntó entonces Alexander; como Jack negó con la cabeza, el joven explicó–: Hubo una época en la que los dragones pasaron de Idhún a la Tierra, y de vez en cuando venían a Limbhad. La terraza de la casa se construyó para que pudieran posarse sin problemas.
—Como una pista de aterrizaje –murmuró Jack, pero Alexander no lo entendió; el chico se volvió entonces hacia él, recordando una cosa–. ¿Cómo encontraste al dragón, Alexander? Me refiero al dragón que estamos buscando.
—No recuerdo muchos detalles –replicó él, pensativo–. Traté de olvidarlo todo, por si me capturaban... No quería que Kirtash leyese en mi mente nada referente al dragón. No quería darle pistas.
—¿Por eso nunca hablas de ello? Alexander asintió.
—Pero, no sé por qué, ya no me parece tan importante.
Jack aguardó. Alexander volvió a recostarse sobre la hierba y empezó a hablar.
—Solo recuerdo que me dirigí al sur, a Awinor, el reino de los dragones. Fuimos muchos los que partimos en aquella búsqueda, porque había que salvar a un dragón, al menos a uno solo, para que la profecía pudiera cumplirse.
»Pero no quedaban dragones. Por alguna razón, la luz de los seis astros entrelazados en el firmamento resultaba mortífera para ellos. Simplemente... estallaban en llamas. Y caían desde el cielo como meteoros. Pronto, Awinor entero ardió también. Y la tierra de los dragones murió con ellos.
Jack sintió una especie de nudo en el estómago, pero quería conocer el final de la historia, y no lo interrumpió.
—Cuando yo llegué a Awinor –prosiguió Alexander–, aquello ya no era más que un páramo yermo cubierto de ceniza. Había restos de dragones por todas partes. Era espantoso.
»Pero seguí buscando y, no sé cómo ni por qué razón, encontré un nido. En circunstancias normales, no se me habría ocurrido entrar, puesto que los dragones guardan celosamente sus huevos, pero estaba desesperado, el tiempo se agotaba y, en el fondo, sabía que ya no quedaba ningún dragón que pudiera castigarme por mi atrevimiento.
»Los huevos estaban todos abiertos. Las crías habían muerto todas. Algunas ni siquiera habían llegado a salir del todo del cascarón.
»Pero al fondo vi un huevo intacto, y algo que rascaba dentro. Esperé... y, cuando la cáscara se quebró, salió del interior una cría de dragón. Estaba débil y temblorosa, pero vivía. Y era un dragón dorado.
—¿Qué tiene de especial un dragón dorado?
—Son una rareza, Jack. Normalmente los dragones no tienen colores metálicos. Pero a veces nace un dragón con escamas de tonos dorados, o plateados, uno entre diez mil, tal vez... no me preguntes por qué, pero son especiales. Los dragones creen que las crías que nacen con esos colores están destinadas a hacer grandes cosas. Y por eso supe, de alguna manera, que aquel dragón viviría, y que era el dragón de la profecía.
»Y el resto, ya lo sabes. Lo llevé a la Torre de Kazlunn. Sobrevivió al viaje. Y –añadió, tras un breve silencio– espero que haya sobrevivido a la Tierra.
Jack asintió y se quedó un momento callado, pensando. Luego preguntó:
—¿Le pusiste nombre? Alexander sonrió con nostalgia.
—Bueno, nunca se lo he contado a nadie –confesó–, porque se supone que era algo entre él y yo. Lo llamé... no te rías... lo llamé Yandrak.
Jack se rió. «Yandrak» significaba «Último Dragón» en idhunaico.
—Nunca he tenido demasiada imaginación –se excusó Alexander.
—Es un nombre apropiado –opinó Jack–. Es lo que es. ¿Donde crees que estará Yandrak ahora? ¿Qué crees que estará haciendo?
—Tal vez –sonrió Alexander–, tal vez esté contemplando las estrellas, como nosotros.
—¿Las estrellas de Idhún, o las de la Tierra?
—Las estrellas, sin más.
Victoria volvió a Limbhad dos días más tarde. Jack pensó que ella parecía más feliz que en su último encuentro, en la terraza. Pero, por alguna razón, lo evitaba y no lo miraba a los ojos, y Jack no sabía qué pensar. Seguía creyendo que Victoria sentía algo por otra persona, pero... ¿por qué se comportaba así con él? Ambos hechos no parecían tener relación. «Tengo que hablar con ella», se dijo el chico.
La ocasión se presentó muy pronto. Una de las primeras cosas que hizo Victoria fue sanar las heridas de Jack, y para ello se lo llevó a su refugio, debajo del sauce, donde su magia funcionaba mejor. Jack la contempló en silencio mientras la magia de su amiga recorría su cuerpo. Era una sensación dulce, cálida y muy agradable. El chico deseó que aquel momento no acabara nunca. Pero sus heridas se estaban cerrando y, cuando la curación finalizara, regresarían a la casa, y la oportunidad habría pasado.
De modo que, cuando ella terminó, y antes de que dijera nada, Jack preguntó:
—Victoria, ¿estás enfadada conmigo?
—¿Qué? –Victoria lo miró, confusa–. No, Jack, no estoy enfadada contigo.
—¿Por qué te comportas así, entonces? ¿Por qué no puedes mirarme a la cara ni estar en la misma habitación que yo?
Victoria le dio la espalda con brusquedad. Pero Jack ya había visto sus ojos llenos de lágrimas. Se sentó junto a ella y le pasó un brazo por los hombros.
—Lo siento, no quería ser brusco. Por favor, dime qué te pasa. No me gusta verte así. Si es culpa mía...
—No es culpa tuya –suspiró ella.
Se recostó contra él y cerró los ojos. Dejó que Jack la reconfortara con su abrazo.
—He