Laura Gallego

Memorias de Idhún. Saga


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Digamos que recoge parte de mi percepción shek. Es como una extensión de mí mismo. También es uno de los emblemas de mi pueblo. Mi misión era vital para nosotros, y por eso me entregaron a mí el anillo –la miró a los ojos antes de decir–: Pero ahora yo quiero que lo tengas tú.

      Victoria sintió que le faltaba el aire.

      —¿Qué? –preguntó, convencida de que no había oído bien.

      —Te dije que, aunque estuviera lejos, tendría un ojo puesto en ti. Me refería, en concreto, a este ojo.

      Victoria lo miró, preguntándose si estaría de broma. Pero Christian no bromeaba.

      —Mientras lo lleves puesto –le explicó–, yo estaré contigo, de alguna manera. Sabré si estás bien o te encuentras en peligro. Y si alguna vez te sintieras amenazada, no tienes más que llamarme a través del anillo, y yo acudiré a tu lado, estés donde estés, para defenderte con mi vida, si es necesario.

      Mientras hablaba, Christian se quitó el anillo y lo puso, con suavidad, en uno de los dedos de Victoria. Ella tuvo la sensación de que le venía grande; pero, casi enseguida, se dio cuenta de que no era así: le ajustaba a la perfección.

      —¿Lo ves? –susurró Christian–. Le has caído bien; eso es porque sabe que eres especial para mí.

      Victoria parpadeó varias veces para contener las lágrimas. Se sentía emocionada y tenía un nudo en la garganta, por lo que fue incapaz de hablar. De modo que le echó los brazos al cuello y lo estrechó con todas sus fuerzas. Christian la abrazó a su vez, apoyando su mejilla en la de ella.

      —No te vayas –suplicó la chica–. Por favor, no te vayas. No me importa quién o qué seas, no me importa lo que hayas hecho, ¿me oyes? Solo sé que te necesito a mi lado.

      —¿Es lo que te dice el corazón? –preguntó Christian con suavidad.

      —Sí –susurró Victoria.

      Él sonrió.

      —Si no vuelvo –le dijo al oído–, quiero que, pase lo que pase, permanezcas junto a Jack. Él te protegerá cuando yo no esté. ¿Lo entiendes?

      Victoria sacudió la cabeza.

      —¿Por qué... por qué soy tan importante?

      —Lo eres –Christian la miró a los ojos–. No te imaginas hasta qué punto.

      Se separó de ella.

      —Hasta siempre, criatura –le dijo–. Pase lo que pase estaré contigo, lo sabes. Pero, antes de marcharme, quiero hacerte otro regalo. Mírame.

      Victoria lo hizo, con los ojos llenos de lágrimas. Los ojos azules del shek seguían siendo igual de misteriosos y sugestivos, pero estaban llenos de ternura. Victoria sintió la conciencia de él introducirse en la suya, sondeando su mente, como aquella vez, en Alemania, pero en esta ocasión no tuvo miedo. No quería tener secretos para él, ya no. Quería que supiese que, aunque ella regresara con Jack, aunque daría la vida para proteger la de su amigo, jamás olvidaría a Christian.

      Sintió que le invadía el sueño, y que los párpados le pesaban. Luchó desesperadamente contra aquel súbito sopor, porque no quería separarse de Christian, porque sabía que, si se dormía, cuando despertase él ya no estaría a su lado. Pero la mente del shek era demasiado poderosa, y finalmente Victoria se rindió al sueño y cayó dormida en sus brazos.

      Christian la contempló un instante, con una expresión indescifrable. Después la alzó, con cuidado, y la llevó en brazos hasta la casa.

      Todas las puertas se abrieron ante él. El shek no hizo el más mínimo ruido mientras se deslizaba por los pasillos con su preciada carga. Su instinto lo guió directamente hasta la habitación de Victoria y, una vez allí, la depositó sobre la cama. Se quedó mirándola un momento más, dormida, a la luz de la luna que entraba por la ventana. Le acarició el pelo y vaciló un instante, pero terminó por dar media vuelta y salir de la habitación.

      Bajó las escaleras, silencioso como una sombra.

      Pero en el salón se encontró con una figura que lo esperaba, de pie, serena y segura, junto a una de las ventanas. El joven se detuvo, en tensión, y se volvió hacia ella.

      Christian y Allegra d’Ascoli se observaron un momento, en silencio. La mujer no hizo ningún gesto, ningún movimiento, no dijo una palabra. Solo miró al shek, con un profundo brillo de comprensión en la mirada.

      Christian también pareció comprender. Alzó la mirada hacia la escalera, hacia la habitación donde había dejado a Victoria, dormida. Allegra asintió. Christian esbozó una media sonrisa y salió de la casa.

      Allegra no dijo nada, no se movió. Solo cuando el shek abandonó la mansión, fue a la puerta principal, para volver a cerrarla con llave.

      Después se estremeció, como si hubiera sentido que unos ojos invisibles la observaban. Alzó la mirada, y dijo, con disgusto, pero también con firmeza:

      —Fuera de mi casa.

      Lejos de allí, el agua del cuenco se volvió turbia, y la espía emitió una exclamación de rabia y frustración. Se esforzó por recuperar la imagen de la mansión, pero las aguas siguieron mudas y oscuras como el fondo de una ciénaga.

      Furiosa, arrojó al suelo el contenido del cuenco.

      Después se tranquilizó y pensó que, después de todo, no necesitaba seguir observando a través del agua encantada.

      Ya había visto bastante, y ya sabía todo lo que necesitaba saber.

      Victoria se vio de pronto en un bosque frío y oscuro, y sintió miedo. Miró a su alrededor, buscando a sus amigos: a Jack, a Christian, a Alexander, o incluso a Shail, aunque sabía que él no volvería. Pero estaba sola.

      Avanzó a través de la espesura, pero su ropa se enredaba con las zarzas, las ramas más bajas arañaban su piel, y sus pies descalzos tropezaban con las raíces, una y otra vez. Por fin, Victoria cayó de bruces al suelo, y sus rodillas golpearon la fría y húmeda tierra. Temblando, se acurrucó junto al tronco de un árbol, sin entender todavía qué estaba haciendo allí.

      Entonces, un suave resplandor avanzó hacia ella entre los árboles. Victoria se incorporó, alerta, dispuesta a huir o a pelear si era necesario. Pero aquella luz no parecía agresiva. Había algo en ella que la relajaba y que inundaba su corazón de una sencilla e inexplicable alegría.

      La criatura luminosa salió entonces de la espesura y caminó hacia ella.

      Victoria se quedó sin aliento.

      Era un unicornio, inmaculadamente blanco, de crines plateadas como rayos de luna. Se movía con una gracia sobrenatural, e inclinaba el cuello delicadamente hacia delante, mirando a Victoria a los ojos mientras avanzaba hacia ella. La chica no podía moverse. Los ojos del unicornio reflejaban una extraña luz sobrenatural y le transmitían tantas cosas...

      La criatura se detuvo ante ella. Su largo cuerno en espiral era hermoso, pero parecía un arma temible; y, sin embargo, Victoria no tuvo miedo. Le parecía que se reencontraba con un viejo amigo. Tuvo ganas de acariciar su sedosa y resplandeciente piel, de peinar con los dedos sus crines argénteas, pero solo pudo sostener la mirada de aquellos ojos oscuros que reflejaban su propia imagen.

      Y entonces la conoció.

      —Lunnaris –susurró.

      Ella ladeó la cabeza y bajó los párpados en un mudo asentimiento. Tragando saliva, Victoria se acercó más a la criatura y pasó los brazos por su largo y esbelto cuello. El unicornio no se movió.

      —¿Por qué he tardado tanto en encontrarte? –le preguntó Victoria–. Te he buscado en cinco continentes, Lunnaris; te he llamado en sueños; he gritado tu nombre a las estrellas. Pero tú no respondías.

      El unicornio no dijo nada, pero bajó la cabeza y frotó la quijada contra ella, tratando de consolarla.

      —Shail