a mirarla a los ojos. Victoria se vio reflejada en ellos, dos pozos luminosos llenos de infinita belleza y antigua sabiduría, pero no comprendió lo que el unicornio quería decirle.
Entonces se oyó un ruido lejano, algo que sonó como una puerta al abrirse, y Lunnaris volvió la cabeza con una ligereza que habría envidiado cualquier cervatillo y alzó las orejas, alerta.
—No –le pidió Victoria–. No te vayas. Por favor, quédate.
Pero el bosque se iluminó de pronto, y Lunnaris se volvió hacia Victoria para mirarla una vez más, mientras su imagen se difuminaba y desaparecía bajo la luz de la mañana.
—¡Lunnaris! –la llamó Victoria.
—Lunn... –murmuró, dando la espalda a la ventana y tratando de taparse la cabeza con la manta.
—Arriba, dormilona –dijo la voz de su abuela–. ¿Sabes qué hora es? Son más de las doce.
Victoria abrió los ojos, parpadeando bajo la luz del día.
—¿Las doce? –repitió, desorientada–. ¿Por qué... por qué no ha sonado el despertador?
—Porque hoy es sábado y no lo has puesto. ¿O tenías pensado ir a alguna parte? Porque, si es así, me parece que tendrás que cambiar de planes.
—¿Por qué? –preguntó Victoria, despejándose del todo.
Su abuela estaba de pie junto a la ventana y miraba a través del cristal con expresión pensativa.
—Pues porque llueve a cántaros, hija. Mira qué día tan feo ha salido.
Victoria giró la cabeza. Efectivamente, un manto de pesadas nubes grises cubría el cielo, y una densa lluvia caía sobre la mansión.
—Da igual –dijo–. No tenía pensado ir a ninguna parte.
Su abuela se volvió hacia ella y le sonrió, pero de pronto la sonrisa se quedó congelada en su rostro. Se quedó mirando fijamente a Victoria, muy seria, y a la chica le pareció que se ponía pálida.
—¿Abuela? –preguntó, insegura–. ¿Qué pasa? Allegra volvió a la realidad.
—Nada, niña –sonrió, pero a Victoria le pareció una sonrisa forzada–. Me ha parecido que hoy estás... diferente.
—¿Diferente? ¿En qué sentido?
—No me hagas caso, son tonterías mías –concluyó, dando por zanjada la cuestión–. Te doy dos minutos más. Pero no te quedes dormida otra vez, ¿eh? Que ya es muy tarde.
—No te preocupes, no tardaré –respondió Victoria, aún algo perpleja.
Su abuela salió de la habitación y cerró la puerta tras ella. Victoria se dio la vuelta y respiró hondo, intentando ordenar sus pensamientos. Su mano derecha descansaba sobre la almohada, y vio que en su dedo anular todavía relucía, misterioso e inquietante, Shiskatchegg, el Ojo de la Serpiente.
—No ha sido un sueño –murmuró, recordando su encuentro con Christian, la conversación, todo lo que había sucedido...
Y entonces se acordó de Lunnaris. La había visto en sueños. ¿Era ese el segundo regalo que le había prometido Christian? Victoria comprendió que sí. El shek había explorado su mente hasta dar con el recuerdo de su encuentro con Lunnaris, y lo había hecho salir a flote. Victoria se preguntó si de verdad había visto al unicornio en aquellas circunstancias, si aquel encuentro se había producido realmente, y, en caso de que así fuera, por qué lo había olvidado. En cualquier caso, ahora comprendía por qué Christian no había tratado de utilizarla para que lo guiara hasta Lunnaris; si aquellos eran todos sus recuerdos acerca de ella, no iban a ser de mucha utilidad.
Pero había sido hermoso. Lunnaris era una criatura bellísima, pura magia, y Victoria entendía ahora que Shail hubiera estado tan obsesionado con ella. Lo cual hacía todavía más inexplicable que Victoria no la hubiera recordado hasta aquella noche.
Se incorporó un poco; su cama estaba pegada a la pared, bajo la ventana, y ella se apoyó en la repisa, todavía sentada sobre las mantas, para contemplar la lluvia que caía sobre el jardín. Bajo aquella luz gris, el mirador parecía triste y solitario, y Victoria pensó en Christian y lo echó de menos.
Por alguna razón, pensar en Christian le hizo acordarse de Jack, que seguía recuperándose en Limbhad. La noche anterior no había ido a visitarlo, y el muchacho sin duda estaría deseando verla. Victoria sonrió, y notó que una agradable calidez inundaba su corazón al pensar en él. Por primera vez, no se sintió confusa, tal vez por lo que Christian le había dicho al respecto. «Los sentimientos no siguen reglas de ninguna clase», recordó Victoria. Estaba empezando a asumir que estaba enamorada de dos personas a la vez. Suspiró. Bien, lo aceptaba, podía vivir con eso.
El problema era que aquellas dos personas querían matarse el uno al otro. Victoria sabía que no podría evitar aquel enfrentamiento y que, fuera cual fuera el resultado, ella sufriría.
Evitando pensar en eso, miró el reloj; eran ya las doce y diez. Victoria decidió que bajaría a desayunar y luego iría a Limbhad a ver a Jack.
Antes de levantarse, se quedó un momento contemplando pensativa la pequeña esfera de cristal de Shiskatchegg; ahora parecía de color verde profundo, y relucía enigmáticamente. Seguía produciendo una extraña turbación en ella, pero Victoria empezaba a acostumbrarse. Acarició la piedra con la yema del dedo, y esta se volvió de un color parecido al granate. Victoria sonrió y besó el anillo con infinito cariño.
—Para ti, Christian –susurró–. Te quiero.
«Pero», añadió en silencio, «si haces daño a Jack, te mataré».
Aún sonriendo, se levantó, se puso una bata y bajó a desayunar.
Al otro lado del mundo, Christian se estremeció y sonrió a su vez.
Estaba asomado a la terraza de su casa, un ático que dominaba parte de la ciudad de Nueva York. Era un piso pequeño y con pocos muebles, los justos, pero a Christian le bastaba. No pasaba mucho tiempo allí y, de todas formas, tampoco le gustaban las visitas.
Por eso, cuando sintió tras él una presencia embriagadora que olía a lilas, ni siquiera se molestó en volverse.
Gerde se dio cuenta enseguida de que no era bienvenida.
—Kirtash –dijo no obstante, con voz aterciopelada.
—¿Qué quieres? –preguntó él, sin alzar la voz, pero con un tono tan gélido que el hada titubeó.
—Me envía nuestro señor, Ashran. Quiere verte.
El tono de su voz advirtió a Christian de que algo iba terriblemente mal.
—Infórmale de que me presentaré ante él de inmediato –murmuró, sin embargo.
Notó el aura seductora de Gerde todavía más cerca, y por eso no se sorprendió cuando ella le dijo, casi al oído, con voz suave y cantarina:
—Estás metido en un buen lío.
Christian se volvió con la rapidez del relámpago, la cogió por las muñecas y la arrinconó contra la pared.
—No sabes con quién estás hablando –siseó, mirándola a los ojos.
Gerde apartó la mirada con un escalofrío, temerosa del poder del shek. Sin embargo, esbozó una sonrisa sugerente.
—Todavía podemos arreglarlo, Kirtash –le dijo en voz baja; se pegó a él, zalamera, y Christian sintió su turbadora calidez a través de las livianas ropas que llevaba ella–. Ashran sabe lo que has hecho, pero todavía no es demasiado tarde. Mátala y quédate conmigo; sabes que solo ella se interpone entre tú y tu imperio en Idhún. Ve y mátala, y ofrece su cabeza a Ashran. Te perdonará.
Christian entrecerró los ojos. La negra mirada de Gerde estaba cargada de promesas. Pero el shek replicó