no –jadeó Christian.
—Sí –sonrió el Nigromante.
Clavó las uñas en su piel, con más fuerza. Obedeciendo a su voluntad, aquello que recorría a Christian por dentro se introdujo en los rincones más recónditos de su ser, revolviendo instintos y pautas que se habían aletargado tiempo atrás, aplacados por la luminosa mirada de Victoria. Y la parte más inhumana y mortífera de su ser se alzó de nuevo, estrangulando los sentimientos y las emociones que habían guiado a Christian en los últimos tiempos.
Era doloroso, muy doloroso. Christian apretó los dientes para no gritar.
Ashran lo soltó. El joven cayó temblando al suelo, a sus pies.
—Dime quién eres –ordenó su señor.
Christian tragó saliva. Sabía lo que estaba sucediendo. Ashran estaba intentando sepultar sus sentimientos humanos bajo la capa de hielo e indiferencia que le otorgaba su ascendencia shek, que le permitía matar sin remordimientos y que le hacía estar por encima de los simples humanos, por encima de las emociones, de la vida y de la muerte. Se rebeló contra ello. Si el Nigromante se salía con la suya, Christian iría directo a matar a Victoria... y lo haría sin dudarlo ni un solo momento. Tal vez dedicaría un breve pensamiento a lamentar la desaparición de algo hermoso, pues los sheks eran especialmente sensibles a la belleza.
Pero nada más.
Tenía que impedirlo. Recordó a Victoria, el nombre que ella le había dado y que simbolizaba todo lo que ella había visto de bueno y bello en él.
—Christian –pudo decir, con un jadeo–. Me llamo Christian.
Ashran frunció el ceño, y aquello que lo estaba martirizando por dentro volvió a atacarlo con más saña. Christian lanzó un agónico grito de dolor y se retorció a los pies de su señor.
—... buen tiempo en toda España para todo el fin de semana, que durará hasta...
Victoria levantó la mirada del libro que estaba leyendo, extrañada, y miró la pantalla del televisor. El mapa de España mostraba un enorme sol sobre la comunidad de Madrid. Perpleja, pero sin moverse del sillón, echó un vistazo a través de la ventana, hacia los negros nubarrones que cubrían su casa, hacia la pesada lluvia que no había dejado de caer en toda la mañana.
—¿Qué les pasa a los del tiempo? –dijo–. ¿No tienen ojos en la cara, o qué?
Allegra no contestó. Estaba de pie junto a la ventana, contemplando la lluvia, con expresión profundamente preocupada. Victoria se dio cuenta entonces de que estaban ellas dos solas en casa... y habían estado solas toda la mañana.
—Abuela, ¿dónde están Nati y Héctor?
—Les he dicho que se fueran, hija.
Victoria iba a preguntar algo más cuando, de pronto, algo atravesó su alma y su mente como una daga de hielo. Se quedó sin aliento y trató de respirar. El libro cayó al suelo.
Allegra se volvió hacia ella como movida por un resorte.
—¿Victoria?
Victoria jadeó, con los ojos muy abiertos. Las manos le temblaban con violencia cuando se las llevó a la cabeza, se echó hacia atrás y lanzó un gemido de dolor.
Su abuela llegó corriendo junto a ella y la abrazó con fuerza.
—¿Qué es, niña? ¿Qué tienes? –preguntó con ansiedad, sacudiéndola por los hombros.
Victoria movió la cabeza, desesperada. No era un dolor físico, era mucho más sutil, pero, aun así, resultaba espantoso. Sentía algo parecido a una agónica llamada en algún rincón de su mente, sabía que alguien que le importaba muchísimo estaba sufriendo lo indecible, y aquella certeza era insoportable, como si una garra de hielo le oprimiese las entrañas, como si el alma le pesase como un bloque de plomo.
—Christian –musitó, desolada; Shiskatchegg le oprimía en el dedo, intentando decirle algo pero, aunque no lo hubiera hecho, sabía, de alguna manera, que era él–. Oh, no, Christian.
—¿Qué le pasa, Victoria? ¿Qué ves?
La muchacha se volvió hacia su abuela, con semblante inexpresivo. Estaba demasiado trastornada como para darse cuenta de que ella no parecía extrañada por su conducta ni por sus palabras, sino que la miraba muy seria, con un brillo de profunda inquietud en sus ojos pardos.
—Lo está pasando mal y... oh, no... –se sujetó la cabeza con las manos y gimió cuando percibió que, en un mundo distante, Christian sufría de nuevo su tormento.
No pudo más. Se levantó, con lágrimas en los ojos, pero su abuela la retuvo por el brazo.
—¡Tengo que ir a rescatarlo!
—No vas a ir a ninguna parte, Victoria.
—¡No lo entiendes! –chilló ella, revolviéndose con furia–. ¡Me necesita!
—Está muy lejos de ti, no podrás alcanzarlo, ¿no te das cuenta?
—¡¡No!! –gritó Victoria, desesperada.
—No vas a salir de aquí, Victoria. Es peligroso. Si están torturando a Christian, es que ellos ya saben quién eres. Pronto vendrán por ti.
Victoria se volvió hacia su abuela. En otras circunstancias se habría dado cuenta de lo que implicaban aquellas palabras, pero estaba demasiado furiosa y desesperada como para atender a razones.
—¡No me importa! –chilló–. ¡SUÉLTAME!
Hubo un destello de luz y algo brilló en la frente de Victoria como una estrella, algo que cegó a Allegra por un instante y la hizo soltar el brazo de la chica.
Victoria no fue consciente de ello. Libre ya para marcharse, dio media vuelta y subió corriendo las escaleras. Su abuela corrió tras ella, pero, cuando llegó a su habitación, se encontró con la puerta cerrada, y tardó unos segundos preciosos en abrirla. Para cuando logró entrar en la estancia, esta estaba vacía: Victoria se había marchado.
Allegra respiró hondo. Sabía perfectamente a dónde había ido Victoria. Hacía mucho que estaba al tanto de sus escapadas nocturnas, y sabía que ella estaría a salvo en el lugar al que se había marchado. Pero la misión de Allegra consistía en crear otro espacio seguro para la muchacha, y hasta aquel momento lo había conseguido...
Hasta aquel momento. Porque sabía que algo invisible llevaba ya tiempo acechando la casa, que no tardaría en atacar... y ella debía estar preparada para cuando eso sucediera.
Sus ojos relucieron, coléricos, y por un momento aparecieron completamente negros, dos inmensas pupilas como pozos sin fondo; sin embargo, pronto adquirieron su aspecto habitual, ojos pardos, severos pero sabios. Sobreponiéndose al acceso de ira, Allegra d’Ascoli salió de la habitación y se dispuso a organizar las defensas mágicas de la mansión.
—Gerde –dijo entonces Ashran con interés.
En medio de su tormento, Christian consiguió abrir los ojos. Vio al hada allí, en la puerta, contemplando la escena con una mezcla de curiosidad, miedo y fascinación. El Nigromante se acercó a ella, la cogió del brazo y la obligó a acercarse y a mirar al shek, indefenso, a sus pies.
—¿Ves lo que tengo que hacerle a mi hijo, Gerde, por no serme leal? –le susurró al oído–. ¿Qué crees que te haría a ti si me fallases?
Gerde temblaba con violencia, pero no fue capaz de hablar.
—¿Por qué no me has traído el cadáver de la muchacha? –preguntó Ashran.
—Está... protegida por una magia antigua y poderosa, mi señor. Una magia que, no obstante, conozco muy bien, porque es semejante a la mía.
Los ojos de Ashran centellearon un breve instante.
—Mira, Gerde –dijo, señalando a Christian–: Este es mi hijo, Kirtash, tu señor, príncipe