Laura Gallego

Memorias de Idhún. Saga


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y sentarme a ver cómo te consumes poco a poco. Sin remordimientos. Creo que hasta disfrutaría con el espectáculo.

      Por los ojos de Gerde cruzó un relámpago de ira. Se apartó de Christian; este no dejó de notar, sin embargo, que su mirada se volvió, instintivamente, en la dirección en la que, varias calles más allá, se extendía Central Park, el pulmón verde de la ciudad, el único oasis donde Gerde podría refugiarse en muchos kilómetros a la redonda. La voz del hada, sin embargo, no traicionó su despecho cuando dijo:

      —¿No la matarías... ni siquiera para salvar tu propia vida?

      —Lo que yo haga o deje de hacer es asunto mío, Gerde –replicó él, pero su voz se había suavizado un tanto.

      El hada negó con la cabeza.

      —No, Kirtash. Ella ya no es asunto tuyo. Ya te lo he dicho: Ashran lo sabe. Sabe lo que le has estado ocultando todo este tiempo.

      Christian no la miró, pero su voz tenía un tono peligroso cuando dijo:

      —¿Qué es lo que pretendes? ¿Quieres que te mate por espiarme, eso es lo que quieres?

      —Sé que no dudarías en hacerlo. Pero Ashran sabrá por qué has acabado conmigo. Y eso empeorará las cosas.

      Hubo un largo silencio.

      —Vete –dijo Christian finalmente.

      Gerde sonrió, sin una palabra. Aquel halo cautivador que la envolvía había ido perdiendo fuerza en los últimos minutos, aplastado por el ambiente asfixiante de la ciudad, que debilitaba su poder; por lo que el hada no tardó en obedecer la orden del shek, y desapareció del ático, dejando en el aire un leve perfume a lilas.

      Christian se dio la vuelta y entró en la casa. El fuego ardía en la chimenea, y se detuvo para contemplarlo.

      Aquella chimenea había sido un capricho, dado que el ático no disponía de ella, y el joven la había hecho construir expresamente. Le gustaba sentarse a observar el fuego, que producía una extraña fascinación en él. Todos los sheks odiaban y temían el fuego, y quizá por eso a Christian le gustaba la chimenea, le gustaba ver el fuego prisionero en ella, esclavo de su voluntad.

      Se sentó sobre el sofá, y las llamas iluminaron su rostro. Ladeó la cabeza, pensativo. Estuvo tentado de ir a buscar a Victoria, de contárselo todo, pero eso supondría dar la espalda a todo lo que conocía y, por otro lado, también él tenía su orgullo. No, era consciente de lo que había hecho, sabía perfectamente cuáles eran las consecuencias de traicionar a Ashran, y debía asumir su responsabilidad.

      Se levantó. Acercó la palma de la mano al fuego, con suavidad. Hubo un breve destello de luz, y las llamas se apagaron. Con expresión sombría, Christian se dio la vuelta y salió de nuevo a la terraza. Dejó que la brisa revolviese su cabello castaño antes de desaparecer de allí para acudir al encuentro de Ashran, el Nigromante.

      Una suave música inundaba los pasillos de la Casa en la Frontera. Era una voz cantando una balada, y el sonido de una guitarra acompañándola. Victoria se dejó guiar por la música, y esta la llevó derecha a la habitación de Jack.

      Se asomó con timidez, y descubrió que era él el que cantaba. Se había sentado sobre la cama, con la espalda apoyada en la pared, y tocaba su guitarra suavemente, con mimo, como si la acariciara. No se dio cuenta de que Victoria acababa de llegar, y ella no quiso interrumpirlo. Se quedó en la puerta, en silencio, escuchando.

      La canción era una antigua balada, tal vez de los ochenta; Victoria no conocía el título ni el autor, pero sí estaba segura de que ya la había escuchado en alguna otra ocasión. De todas formas, interpretada por Jack tenía otro significado, mucho más profundo. Cerró los ojos y se dejó llevar por su voz, hasta que la canción acabó, el último acorde se difuminó en el aire y sobrevino de nuevo el silencio.

      Entonces Jack alzó la mirada y vio a Victoria allí, en la puerta. Los dos sonrieron con cierta timidez.

      —Es preciosa –dijo ella.

      Jack desvió la mirada, azorado.

      —No es mía –confesó–. No sé componer canciones. Pero a veces... –titubeó–, me gusta tocar la guitarra. Y cantar. Aunque normalmente lo hago cuando no hay nadie escuchando.

      —Lo siento –se disculpó Victoria–. Quizá debería haberte avisado de que estaba aquí. Aunque me ha gustado mucho escucharte –Jack sonrió–. ¿Puedo pasar?

      —Por favor.

      Victoria se acercó y se sentó junto a él. Los dos evitaron mirarse. No sabían qué decir, y a Victoria aquella situación le pareció muy extraña.

      —¿Cómo te encuentras? –le preguntó por fin–. ¿Cómo va la herida?

      —Casi está curada.

      —No puede ser. ¿Tan pronto?

      —Me curo muy rápido. Ya sabes que yo... –vaciló, y Victoria se dio cuenta de que había algo que lo preocupaba.

      —¿Qué?

      —Ya sabes que yo no soy normal –concluyó él en voz baja.

      Victoria respiró hondo, apoyó la cabeza en su hombro y le cogió la mano. Sabía que aquello era algo que había obsesionado a Jack desde la muerte de sus padres. Parecía que su largo viaje por Europa le había hecho olvidar un poco aquellas dudas, pero estas habían regresado inevitablemente, y con más fuerza, tras su reincorporación a la Resistencia. Después de dos años, había vuelto a provocar fuego de manera espontánea y, además, se había enfrentado a Kirtash... y lo había vencido.

      —No lo veo tan grave –lo tranquilizó ella–. Mira a los que vivimos en esta casa. ¿Alguno de nosotros es normal, acaso?

      El rostro de Jack se iluminó con una amplia sonrisa.

      —Supongo que no –dijo.

      —A mí... me gustas así, como eres –confesó Victoria, con sencillez.

      Jack la miró, con infinito cariño. Le estrechó la mano con fuerza...

      ... pero entonces una mueca de dolor cruzó por su rostro, y se apartó con brusquedad.

      —¿Qué? –preguntó ella, asustada.

      Jack no contestó, pero se miró la mano, confuso. Tenía en la palma algo parecido a una quemadura, y miró la mano de Victoria, para ver qué la había provocado.

      Los dos lo entendieron a la vez. Shiskatchegg.

      —¿Qué es eso? –preguntó Jack, en voz baja, conteniendo la ira a duras penas.

      Victoria tragó saliva.

      —Es el anillo de Christ... de Kirtash –dijo en voz baja, desviando la mirada–. Lo siento mucho; a mí no me hace daño, no entiendo por qué a ti sí...

      —Será por el poco aprecio que siento hacia su propietario –gruñó Jack–. ¿Me puedes explicar por qué llevas eso puesto?

      Victoria respiró hondo, una, dos, tres veces. Después alzó la cabeza y miró fijamente a Jack.

      —Lo llevo puesto porque me lo regaló. Es una muestra de cariño –añadió, desafiante.

      —¡Cariño! –repitió Jack–. ¡Victoria, tú lo viste igual que yo, sabes lo que es! ¿De verdad crees que puede sentir algún tipo de cariño? ¿Por ti?

      Victoria entrecerró los ojos, y Jack se dio cuenta de que la había herido. Se maldijo a sí mismo por ser tan bocazas. La atrajo hacia sí y la abrazó con fuerza.

      —Eh –susurró–. Lo siento, Victoria. No quería decir eso. Es simplemente que no entiendo...

      Sacudió la cabeza, confuso.

      Victoria hundió la cara en su hombro y respiró hondo. No podía culparlo. Sabía lo mucho que él la quería, y en aquellas circunstancias era demasiado