salgan por ahí con mucho bombo y mucho cascabel pregonando el bien que uno les hace, mientras yo... no sé qué daría porque me formaran una reputación de tacaño y cruel. Nada me molesta tanto como la gratitud, y las manifestaciones de ella... Verdad que hay muchos ingratos, y esto ya es un consuelo... (Pausa.) También me gusta cavilar sobre los términos precisos de este orden de creencias que yo he encontrado en mi propio pensamiento y en mi corazón; obra mía es todo, y la primera necesidad que experimento es recatarla del mundo. Aquí no cabe propaganda, ni yo he de hacerla más que con mi mujer. Sólo á una persona tiernamente amada comunicaré esta creencia honda, que proporciona al alma tan grandes consuelos... Sólo á mi pobrecita Augusta... (Reparando en su esposa sentada junto al lecho.) Augustilla, hija mía, ¿qué haces que no duermes?
Augusta.
Ya estaba acostándome, cuando me pareció notarte inquieto. ¿Te sientes mal?
Orozco.
No, hija de mi alma. Estoy muy bien; he dormido un rato, y no necesito descansar más. Déjame que medite sobre cosas que te iré comunicando en forma tal que puedas comprenderlas.
Augusta, para sí.
Vuelta á lo de anoche... (Alto.) No pienses en eso. Eres bueno, y por ser mejor te estás dando muy malos ratos. Es hasta un rasgo de soberbia el pretender salirse de la imperfección humana.
Orozco.
Desconoces los verdaderos grados del bien. Tu inteligencia es grande; pero no ve la verdad. No me extraña eso. Yo te iniciaré. Eres la persona que más quiero en el mundo, y es preciso que vengas tras de mí, ya que no conmigo. Según mis creencias, la primera de mis obligaciones es proporcionarte todos los placeres lícitos, rodearte de las comodidades y encantos que nuestra fortuna nos permite. Hoy por hoy, no cuadra á mis ideas el cambiar de vida. Me conviene que continúe este lazo que al mundo nos une y aparentar que, lejos de haber en mí perfecciones, soy lo mismo que los demás.
Augusta, para sí, confusa.
¿Estoy segura de entender lo que me dice? (Alto.) Eso me agrada; pues si tuvieras tú vocación de anacoreta, yo no creo tenerla nunca.
Orozco, algo excitado.
No, no es eso. En el mundo, en plena sociedad activa, es donde se debe luchar por el bien. Nada de ascetismo: los que se van á un páramo, no tienen ningún mérito en ser puros. Sigamos aquí... Cabalmente esa es la dificultad: realizar cuanto me piden mis creencias en medio de este tráfago, y en el torbellino de maldades que nos envuelve. Jamás te apartaré del medio social en que vives. La regeneración no puede ser eficaz sino dentro de ese medio. Nada de privaciones materiales, nada de vida de cartujo; eso es de caracteres mediocres.
Augusta, para sí.
Pues lo que ahora dice me parece muy razonable. (Alto.) Todo eso está muy bien; pero vale más que lo dejes para mañana, y que duermas ya y descanses.
Orozco.
¡Si no tengo sueño, ni me hace falta dormir! (Inquieto.) Mejor será que me levante y me pasee por el gabinete.
Augusta, corriendo á él y deteniéndole.
No, no hagas tal. Te lo prohibo.
Orozco.
Bueno, pues yo no puedo consentir que estés desvelada por acompañarme. Ya que no tienes nada en qué pensar, porque tu conciencia no chista, recógete y duérmete. No me levantaré, para que no estés inquieta por mí. Acuéstate, y si no te entra sueño, hablaremos un poco de cama á cama. (Augusta se acuesta.)
Orozco.
¿Sabes en lo que pienso ahora? En la carta que he recibido hoy de Joaquín Viera, el padre de Federico.
Augusta, con viveza.
¿Sí?..., ¿y qué es?
Orozco.
Pues me dice que llegará aquí del 26 al 28, y que viene á tratar conmigo de un asunto de intereses.
Augusta.
Sablazo seguro. Por amor de Dios, Tomás, ponte en guardia.
Orozco.
No caigo en qué podrá ser. Dejémosle venir.
Augusta.
¡Qué trasto ese Joaquín!... No se parece nada á su hijo, que aunque mala cabeza y desordenado, tiene un fondo de caballerosidad que...
Orozco.
Es verdad. El papá es tal, que no tiene el diablo por donde desecharle.
Augusta.
Y abusa de tu bondad siempre que quiere. Mucho cuidado, Tomás; ponle mala cara cuando le recibas. Recuerda que Joaquín, hace dos años, después de explotarte indignamente, dijo de ti horrores.
Orozco.
Debemos perdonar las ofensas.
Augusta.
¿Crees tú que toda ofensa se debe perdonar?
Orozco.
Todas en absoluto, y sin reserva de ninguna clase.
Augusta.
¿Estás dispuesto tú á perdonar toda ofensa que se te haga?
Orozco.
Sin género alguno de duda. Me agravias sólo con dudarlo. Pues qué, ¿no tienes tú en tu alma la misma decisión?
Augusta, vacilante.
No sé. Eso no puede asegurarse sino frente á los hechos. La resistencia moral, como el grado de tensión de una cuerda, no se conoce hasta que se prueba... Pero me parece que hemos hablado bastante, hijito. Ahora, á dormir.
Orozco.
A dormir tú, yo no.
Augusta.
Los dos... (Para sí.) ¡Ay, cuánto me molesta este diálogo!... Quiero estar sola y pensar lo que á mí me dé la gana, sin tener que llevar á cuestas el pensamiento ajeno... Fingiré que duermo para que se calle.
Orozco.
Como si lo viera, Joaquín me presentará algún antiguo y olvidado crédito... ¡Pero si por mi cuenta no hay ninguno que no esté satisfecho...! (Suspirando.) ¡Ay!, esa maldita Humanitaria ha dejado tras sí un rastro vergonzoso. Yo no soy responsable; pero disfruto del capital que se amasó con aquel negocio, en que trabajaron juntos mi padre (que Dios perdone) y este Joaquín Viera, que es de la piel del diablo. No juzgo lo que hicieron. Después Joaquín se arruina, se va al extranjero y se dedica al chantage y á mil trapisondas. ¡Quién sabe si se descolgará ahora con algún enredo...! ¿No crees tú que...? (Observando á su mujer, que no chista.) Vaya... se ha dormido. ¡Pobrecilla!
Augusta, para sí.
Me cree dormida. De este modo me rodeo de soledad, me meto en mí. (Atendiendo sin mirar.) Parece que discute consigo mismo en voz baja. Yo pensaré en silencio. Los dos padecemos con el insomnio; pero ¡por cuán distintos motivos! A mí me desasosiega el pecado, y á él la perfección... No le siento ahora; no sé qué daría porque se durmiese profundamente. También yo... empiezo á notar, así, cierta torpeza, como si las ideas se me cuajaran... (Pausa.) Pero no se calma la inquietud que siento en mi corazón, este temor, esta ira, los celos. Se calmaría quizás si lo contase á alguien. Consuelo del espíritu turbado es la confesión; pero la confesión religiosa no acaba de satisfacerme. A un cura tendría yo que prometerle la enmienda, y esto no puede ser. Le engañaría si la prometiera; sería estafar la absolución, que es lo que hacen la mayor parte de los penitentes, figurándose de buena fe que están arrepentidos y creyendo que no reincidirán. Como no me gusta engañar, empiezo por no engañarme á mí misma. El que á mí me confiese