porque de este modo me parece que interpreto mejor la realidad, que es la gran inventora, la artista siempre fecunda y original siempre. Suelo rechazar todo lo que me presentan ajustado á patrón, todo lo que solemos llamar razonable para ocultar la simpleza que encierra. ¡Ay!, los que se empeñan en amanerar la vida no lo pueden conseguir. Ella no se deja, ¿qué se ha de dejar? Este Manolo, empapado en esa tontería del ministerialismo, no quiere ver más que la corteza oficial ó pública de las cosas. Es la mejor manera de acertar una vez y engañarse noventa y nueve. Nadie me quita de la cabeza que en ese crimen hay algo extraordinario y anormal. Sería ridículo y hasta deshonroso para la humanidad que los delitos fuesen siempre á gusto de los jueces. Admito lo del personaje influyente que protege al asesino; me inclino á creer que el móvil fué amor y no robo, y en cuanto á la madrastra, esa doña...
Villalonga.
Cuidado con defender á la madrastra, que aquí está Teresa Trujillo, y según parece, va á negar el saludo á los que no opinen como ella.
Augusta.
Es furibunda madras... trista; dificilillo es de pronunciar, pero no hay más remedio que admitir la palabreja.
ESCENA V
Los mismos. Teresa Trujillo, de edad madura, vivaracha, el pelo pintado de rubio.
Augusta.
Las trae acabaditas de coger.
Teresa.
Vengo á buscarlas. (Saludando á todos.) Manolito, buenas noches. Jacinto, Federico, Marqués..., de fijo ustedes saben algo nuevo. Hoy me he leído una arroba de prensa. ¡Qué buena viene! Por supuesto, al que sostenga que no fué la madrastra, le diré que ha tomado dinero de los Cuadradistas.
Augusta.
Pues yo la defiendo, y de mí no creerá usted que me he vendido.
Teresa.
Pero estás influida por éstos, que en su afán de sacar del pantano al juez, hacen la causa del Cuadradismo, sosteniendo que el criado mojó. ¡Qué infamia! ¡Pobre Segundo, un muchacho honrado y decente, devoto de la Virgen!... Yo no puedo ver esto con paciencia. Te juro que si á esa bribona no la llevan al palo... va á haber aquí un cataclismo.
Infante.
¡Qué la han de llevar, señora, si doña Sara es una santa, devotísima de San José!
Teresa.
Quite allá el muy tonto... Usted es de los que trabajan porque triunfe la farsa. Ya se ve: defiende al gobierno, que tiene interés en echar tierra... Una horca en la Puerta del Sol, para ir colgando en ella ministros y pájaros gordos, es lo que hace falta.
Augusta.
¡Hija, por Dios!...
Teresa.
Ó la guillotina. Aquí no hay justicia ni vergüenza. Es cosa probada que los que andan en el ajo le han asegurado la vida á ese bendito Segundo para que declare en forma que no comprometa á doña Sara. Esto es un espanto. Yo puedo asegurar á ustedes una cosa, y es que unas amigas mías la vieron un día en la Palma comprando cintas para sombreros...
Villalonga.
¿Y qué?
Teresa.
Si no me ha dejado usted concluir. Iba con ella un hombre de barba rubia.
Infante.
¿Y qué?
Teresa.
¡Y qué!... ¡Y qué! (Exaltándose.) Ese sujeto es el hombre con barba postiza que los vecinos vieron bajar, momentos antes del crimen.
Federico.
¡Si el que bajó iba vestido de cura!
Infante.
De anchas caderas, bajito él, pecho abultado... Era la propia doña Sara disfrazada de sacerdote.
Teresa.
No echemos la cosa á barato, amiguitos, que esto es muy serio.
Augusta.
Pongámonos en lo razonable.
Teresa.
Eso es, en lo razonable.
Federico, á Augusta, vivamente.
¿Pero no decía usted que es enemiga de lo razonable, porque lo razonable es el amaneramiento de los hechos?
Augusta.
Sí; pero hay que distinguir...
Federico.
No, no crea usted que voy á condenar sus ideas. Convengo en que la realidad es fecunda y original, en que la verdad artificiosa que resulta de las conveniencias políticas y sociales nos engaña. Pero no nos lancemos por sistema á lo novelesco, ni por huir de un amaneramiento caigamos en otro, amiga mía. Usted tiene viva imaginación, y lo dramático y extraordinario la seduce, la fascina. La vida, por desgracia, ofrece bastantes peripecias, lances y sorpresas terribles, y es tontería echarnos á buscar el interés febricitante, cuando quizás lo tenemos latente á nuestro lado, aguardando una ocasión cualquiera para saltarnos á la cara.
Augusta.
En eso estamos conformes. Pero yo no busco el interés febricitante. Es que, sin darme cuenta de ello, todo lo vulgar me parece falso: tan alta idea tengo de la realidad... como artista; ni más ni menos.
Villalonga, aplaudiendo.
Admirable paradoja. ¡Qué maravilloso talento!
Todos aplauden.
Augusta, soltando la risa.
Gracias, amado pueblo.
Federico.
Tiene usted toda la sal de Dios.
Augusta, para sí.
¡Qué zalamerito viene esta noche! ¡Ah!, grandísimo pillo, tú me la pagarás. No sabes tú la culebra que tengo enroscada aquí. Deja que yo te coja...
Teresa.
No entiendo de estas zarandajas. Yo sigo siempre el criterio del pueblo. ¿Es esto lo que llaman ustedes vulgo? Pues sea: no me negarán que el pueblo tiene un instinto...
Villalonga.
Sí; pero es profundamente sugestivo y fascinable. Los milagros ¿qué son más que fenómenos de hipnotismo? Todas las religiones, incluso la cristiana, se fundan en eso.
Teresa, amoscándose.
¡Eh!, cuidado: no me toquen á la religión. De las falsas hablen ustedes lo que gusten; pero de la verdadera...
Infante.
Y usted, ¿cómo siendo tan absolutista...?
Teresa, irritada.
Sí, señor, muy absolutista, muy católica, apostólica, romana, y al mismo tiempo muy popular, muy populachera. ¿Qué, no lo entiende usted, angelito?
Monte Cármenes, asomándose á la puerta.
¿No ha concluído todavía el crimen?
Augusta.
Sí, sí; basta ya. Tilín, tilín; se suspende esta discusión. Orden del día...
Entra Monte Cármenes. La conversación se generaliza y se deslíe, subdividiéndose.
ESCENA VI