Dios, que no lo sepa mamá.
Augusta.
¿Pero viene esta noche?
Oficial.
Sí, en cuanto despache los periódicos.
Villalonga.
Eso se llama empaparse en la opinión.
Augusta.
Justamente... Villalonga, ya me ha contado Tomás que está usted furioso contra la temperatura suave. ¡Cuánto nos hemos reído!
Villalonga.
Amiga mía, vivo bajo la influencia de un sino fatal. Usted es mi mala estrella.
Augusta.
¡Yo! (Riendo.)
Villalonga.
Sí, y tenemos que reñir de veras... Ríase de mi superstición; pero lo cierto es que siempre que la veo á usted y le hablo, buen tiempo.
Augusta.
Ya sabía yo eso. El Padre Eterno me ha dado vara alta para dirigir las estaciones. ¿No lo había usted notado? Y para castigar á los deseosos del mal ajeno, he dispuesto que no hiele, para que se fastidie usted y no pueda ser senador vitalicio. Tampoco mi marido lo será, por la misma razón.
Villalonga.
Pues acabe usted de una vez, y dé las órdenes para que caiga un rayo y nos parta á los dos.
Augusta.
Todo se andará. (A Monte Cármenes.) ¿Qué tal? ¿Vamos bien?
Monte Cármenes.
Perfectamente bien, y sobre tantas dichas, la de verla á usted tan guapa. ¿Y Tomás?
Augusta.
En el billar, fumando. Me dijo que le espera á usted para echar unas carambolas. Señores fumadores, señores carambolistas, mi marido y Pepe Calderón están solos allá. Ea, señor Catón pasado por agua, usted que es una de nuestras primeras chimeneas, al billar.
Trujillo.
Yo también; tengo que hablar con Tomás.
Augusta, á Monte Cármenes.
Usted, Conde, el primer taco de Madrid, allá también. Distráiganme á Tomás, que no está bien de salud. (Al Exministro.) Cuidado con el oficialete, que se jacta de darle á usted codillo cuantas veces quiera.
Exministro.
Lo veremos esta noche. Señor oficial, todo el que sea tresillista que me siga. (Dirígense á la sala de juego.)
Aguado, Monte Cármenes y Trujillo padre pasan por la sala de juego para entrar en el billar, á punto que sale Cisneros. Óyese el chasquido de las bolas de marfil.
Cisneros.
¡Malditos carambolistas, cómo le marean á uno!... ¿Y los fumadores? ¡Qué atmósfera, qué aburrimiento! Busquemos quien me haga la partida. (A Malibrán, que ha vuelto á aproximarse al grupo principal.) ¡Eh!..., diplomático de chanfaina, ¿la echamos ó no la echamos?
Malibrán.
Amigo D. Carlos, lo siento mucho; pero tengo que retirarme pronto. Trabajamos ahora por las noches en el Ministerio... un asunto urgentísimo.
Augusta.
Sí, corra; corra allá, no se vaya á alterar el equilibrio europeo... Me parece á mí que entre él y ese pillo Bismarck están tramando algo. ¡Buen par!
Malibrán.
¡Ay qué mala, qué burlona!
Villalonga.
Esos trabajos nocturnos en Estado, me figuro lo que son: unas juerguecitas muy disolutas en donde yo me sé.
Augusta.
Claro, y á eso llaman el arbitraje de España en la cuestión entre Nicaragua y... qué sé yo qué. Todo lo arreglan éstos con cañitas de manzanilla.
Malibrán.
¿Y por qué no?
Cisneros, cogiendo por el brazo á Malibrán y llevándosele.
Ande usted, perdido.
Malibrán.
Don Carlos, á sus órdenes. Pero hasta las once y media nada más. Sin broma, tenemos que trabajar en el Ministerio. Busque usted quien nos haga el pie.
Augusta, dirigiéndose á la sala japonesa, seguida de Villalonga y Cícero.
¿Qué es eso de las francachelas de Malibrán?
Villalonga.
El se lo contará á usted. No es corto de genio. Pertenece á la escuela moderna de la sinceridad.
Malibrán, aparte, en el salón, mientras Cisneros trata de reclutar otro tresillista.
¡Esta condenada... hasta se permite ponerme en solfa... á mí! No se rinde, no. ¿Si acertará Infante, que la tiene por la virtud más incorruptible y la fortaleza más inexpugnable?... Eso lo veremos... ¡Y ahora tengo que aguantar las latas de este buen señor, y dejarme ganar cinco ó seis duros, adorando la peana por el santo! Lo peor es que en toda esta quincena, en los almuercitos del papá, nunca he podido cogerla sola. ¡Siempre allí el tontín de Infante, ó Federico Viera! Y la única vez que faltaban convidados, hizo el vejete castellano la gracia de no quedarse dormido, como de costumbre. A este tío quisiera yo darle un disgusto, por ejemplo, probándole que el Greco que ha adquirido ahora no es tal Greco, sino un Mayno de los peores, y el que supone Valdés Leal un Antolínez el Malo.
Cisneros.
Ea... ya tenemos tercero, el amigo Pez. (Pasan á la sala de la derecha y juegan. Trujillo, padre é hijo, y el Exministro hacen otra partida en la mesa próxima.)
ESCENA III
Los mismos. Manolo Infante entra en el salón y lo recorre, observando con precaución. Atisba por la puerta de la izquierda.
Infante.
Está en la sala japonesa con Cícero, Villalonga y no sé quién más. Malibrán ha comido aquí hoy. ¿Se habrá marchado ya? Probablemente; es de los invitados esta noche por la Peri... (Mirando por la puerta que da á la sala de juego.) ¡Ah!, no; está haciéndole la partida á Cisneros, y dejándose ganar. ¡Cómo le adula fingiendo creer que son de grandes maestros las tablas viejas y podridas que el otro compra en el Rastro, y soportando sus tresillos!... Por allí suena la voz de Villalonga diciendo graciosos disparates... Y Orozco ¿dónde andará? Oigo el chasquido de las bolas... Huyamos por esta noche de los carambolistas. A Federico no le veo ni le oigo; pero no ha de tardar. Observaremos...
Monte Cármenes, que sale del billar y atraviesa la sala de juego y el salón.
Dios le guarde.
Infante.
A la orden, mi Conde.
Monte Cármenes.
¿Qué ha habido esta tarde?
Infante.
Nada; una sesión aburridísima. El consabido chubasco de preguntas rurales, hasta las cinco, y en la orden del día la insufrible lata de petróleos en bruto. ¿No fué usted?
Monte Cármenes.
No. Me revienta el tema de estos días en aquellos pasillos. Tanto hablar de inmoralidad le revuelve á uno los humores. Y luego