Benito Perez Galdos

Realidad: Novela en cinco Jornadas


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      Orozco, Calderón y Aguado aparecen en la sala de la derecha. En una de las mesas de ésta, continúan jugando al tresillo Cisneros, Malibrán y Pez. En otra juegan el Exministro y los Trujillos, padre é hijo.

      Orozco, á Aguado.

      No es exacto, repito, y buen tonto sería yo si tal hiciese.

      Aguado.

      Pues á mí me han dicho que, á no ser por usted, el Correccional de jóvenes delincuentes no se habría construído nunca.

      Orozco.

      Habladurías. He contribuído á esta obra benéfica en la misma medida que los demás iniciadores, y desempeño el cargo de tesorero de la Junta.

      Aguado.

      Ahí es donde cae usted, amigo mío. ¡Si todo se sabe! La Junta no recauda lo bastante para continuar con método las obras. Llega un sábado y faltan fondos para pagar los jornales de la semana. Pero no hay que apurarse: el buen Orozco tira del talonario, y...

      Orozco, risueño y calmoso.

      Pues estaría yo lucido. No, esas generosidades caen ya dentro del fuero de la tontería, y francamente, yo aspiro á que se tenga mejor idea de mí. El atribuirle á uno méritos que no posee, y que, por lo disparatados, no deben lisonjear á nadie, constituye una especie de calumnia, sí, señor, una calumnia de benevolencia, que si no se cuenta entre los pecados, no debe contarse tampoco entre las virtudes.

      Aguado.

      ¿De modo que, según ese criterio, yo soy un calumniador... al revés? Pues me corregiré, pierda usted cuidado; diré que es usted un pillo, un hombre sin conciencia; diré más: diré que el tesorerito este se da sus mañas para distraer cantidades del fondo del Correccional y aplicarlas á sus vicios.

      Orozco.

      Basta; no tanto. (Con jovialidad.) Pues mire usted: si se dijera eso, alguien lo creería más fácilmente que lo otro, siendo ambas cosas falsas.

      Aguado.

      No crea usted que la opinión pública se deja extraviar tan fácilmente por los difamadores. Ya ve usted las atrocidades que han dicho de mí. Que si me traje media isla de Cuba en los bolsillos; que si vendía los blancos como antes se vendían los morenos; mil tonterías. Pues si al principio se formó contra mí una atmósfera tan densa que se podía mascar, no tardé en disiparla con mi desprecio, y al fin la opinión me hizo justicia.

      Calderón.

      ¿Qué duda tiene? (Con ironía.) La reputación de usted es como el sol, que disipa las nieblas, y resplandeciendo en el cénit de la fama...

      Orozco.

      No te metas á hacer figuras, Pepe, que armas unos líos... Por supuesto, yo desconfío siempre de la voz pública, así cuando vitupera como cuando alaba, y creo que rarísima vez acierta.

      Aguado.

      Pues aguantar el chubasco, señor mío. De usted se dicen horrores: que costea solo ó casi solo las obras del Correccional para chicos; que le comen un codo las Hermanitas de la Paciencia; que viste todo el Hospicio dos veces al año, y qué sé yo...

      Orozco.

      Más vale que les dé por ahí. Yo también pienso echarme á panegirista de los amigos; diré que el señor de Aguado fundará un asilo para cesantes de Ultramar.

      Aguado.

      ¿Yo? Que los parta un rayo. Eso sí que no lo creerá bicho viviente. Para que me asilen estoy yo, no para asilar á nadie. Desnudo fuí y desnudo vine.

      Cisneros, terminando una jugada.

      Ea..., entregarse... No puede usted conmigo.

      Malibrán, paga, disimulando cortésmente su mal humor.

      Ahí va..., D. Carlos, he tenido el honor de que me gane usted seis duros.

      Cisneros.

      El honor de jugar conmigo se paga caro.

      Malibrán.

      Pero con gusto. (Aparte.) Maldita sea tu estampa, pícaro viejo. (Alto.) D. Carlos, dispénseme y deme de alta: tengo que marcharme. Calderón me sustituirá en el papel de víctima. (Se levanta; Calderón ocupa su sitio.)

      Calderón.

      No, lo que es á mí no me trastea D. Carlos. Prepárese usted, que le voy á abrasar vivo.

      Cisneros, barajando.

      Este Calderón es de cuidado; pero no puede conmigo. ¿Tienes dinero? Si no lo tienes, dile al benéfico Orozco que te llene los bolsillos, porque ahora la entregas. (Juegan.)

      Malibrán, á Orozco.

      ¡Ah, qué cabeza...! ¿Pues no me iba sin decirle á usted lo que más presente tenía?... Aquel muchacho que usted me recomendó... ¿No se acuerda? Ya le hemos metido en un viceconsulado de Asia.

      Orozco.

      Bien... Pues francamente, yo tampoco me acordaba. Ha hecho usted una buena obra: Ese joven es hijo de una pobre viuda...

      Malibrán.

      No tiene que agradecerme su colocación... Yo lo he hecho por usted.

      Orozco.

      ¡Por mí!... Si apenas le conozco. Me lo recomendó... (Haciendo memoria.) Pues no me acuerdo, ni hace al caso. Ello es que hay tanta miseria en este mundo, que se llega á perder la cuenta de los desfavorecidos de la suerte que pordiosean en una ú otra forma.

      Aguado.

      Es verdad; el desequilibrio entre las necesidades y las posiciones es tal, que el sablazo ha venido á ser continuo y denso, como una granizada; y no cae sólo sobre la cabeza del rico, sino también sobre los que vivimos con modesto pasar. Sablazos en la calle y en la casa, por la mañana y por la tarde, en pleno día y á la melancólica hora del crepúsculo; sablazos de dinero, de recomendaciones, de influencias. Aseguro á usted que comemos de milagro.

      Orozco, distraído.

      De milagro...

      Aguado.

      Admiro la paciencia de usted y su longanimidad. (Siguen hablando, Malibrán pasa al salón y se encuentra con Villalonga, que ha salido de la sala japonesa.)

      Villalonga.

      ¿Te vas ya?

      Malibrán.

      Sí, voy á despedirme de la ingrata.

      Villalonga.

      ¿Y cómo va eso?

      Malibrán.

      Desastrosamente. No he adelantado ni un solo palmo de terreno. Me confirmo cada día más en la certeza de lo que hablábamos anoche.

      Villalonga.

      ¿Crees que hay moros por la costa?

      Malibrán.

      Como creo en Dios. Y esa morisma hace tiempo que piratea. Nada, Augusta tiene su enredito. Y ten por cierto que tiro de la manta y se lo descubro.

      Villalonga, con sorna.

      Sí; véngate. A estas virtudes enfatuadas hay que arrancarles la aureola. ¡Cuidado si será tonta esa mujer! No quererte á ti, tan buena figura, tan sacadito de cuello, entendidito en pintura, familiarizado con la política extranjera, y muy fuerte en todo lo que sea triples alianzas. Por supuesto, yo creo que te idolatra y lo disimula; también ella tiene sus puntas de diplomática.

      Malibrán.

      No te burles. Y que está enamorada