te haces cargo de nada... Pero escucha.
Exministro.
Permíteme, bruto...
Teresa Trujillo, que sale de la sala japonesa y busca á su hijo.
¿En dónde está mi artillero? ¡Ah! (Cogiéndole del brazo.) Ven acá, hijo de mi alma. Vámonos, sácame de aquí.
Orozco.
¿Pero se va usted? No lo consiento.
Teresa.
¡Ay, Tomás, tiene usted su casa infestada de Cuadradismo! Aquí no puede estar una persona que se interesa por la justicia.
Orozco.
Pues yo creí que usted había convertido á mi mujer á la sana doctrina Saraísta.
Teresa, picada.
¡Quiá!, siempre ha de llevarme la contraria. Si siguiéramos disputando, acabaríamos por reñir, como este par de tontos. (Por el Exministro y Villalonga.)
Infante, que sale con el Marqués de Cícero de la sala japonesa.
¿Qué rebullicio es este? Lo de siempre, discutiendo sobre cuál ha hecho más tonterías.
Monte Cármenes.
Diciéndoles que hay crisis, puede que se pongan de acuerdo.
Infante, interviniendo en la disputa.
Señores, cese la discordia. El Ministerio está de cuerpo presente.
Los disputadores no se aplacan; Infante y Monte Cármenes se ingieren en la discusión, y Orozco, Cícero, Teresa Trujillo, su esposo y su hijo les contemplan sonriendo. En la sala de la izquierda se quedan solos Augusta y Federico.
Augusta, en pie, airada.
Al fin se ha ido Manolo, el centinela de vista, y podemos hablar un instante. Tengo que decirte que te estás portando indignamente.
Federico.
Yo, ¿por qué? (Va á la puerta, atisba y retrocede.) También yo deseaba que estuviéramos solos, para poder decirte...
Augusta.
No quiero saber nada. ¡Seis días sin verme!
Federico.
Por culpa tuya.
Augusta.
No; tuya, mil veces tuya... No sé qué tienes en esos ojos... La traición, la mentira y el cinismo. (Muy agitada.) Ya me estoy acostumbrando á la idea de que te vas de mí, atraído por personas indignas, que no quiero ni debo nombrar.
Federico.
No digas disparates. ¿Te espero mañana?
Augusta.
No, repito que no. (Mirando al salón con recelo.) No vuelvo más; no me mereces.
Federico.
Que no te merezco, ya lo sé; ¡pero tiene uno tantas cosas que no merece! ¡Dios es tan bueno!... ¿Irás?
Augusta.
No quiero. Bien claro te lo digo.
Federico.
¡Y yo que tenía que contarte tantas cosas!
Augusta, con viva curiosidad.
¿Qué cosas? Cuéntamelas ahora.
Federico.
Ahora no puede ser. Te espero allá, ¿sí ó no?
Augusta.
He dicho que no voy. (Aturdida.) Lo pensaré... No, no, y mil veces no. Si fuera, iría para injuriarte, para decirte que te me estás haciendo aborrecible.
Federico.
Pues para eso. Vas, y allí, muy tranquilamente, nos tiraremos los trastos á la cabeza.
Augusta.
Cállate... Pueden oir... (Con miedo.) Te escribiré dos letras... No, no te escribo ni media letra; no me da la gana.
Federico.
Pero...
Augusta.
Basta... Cállate... Salgamos. (Aparece en la puerta del salón.)
Orozco, á su mujer.
Si tú no calmas á estos energúmenos, no sé qué va á pasar aquí. Siéntate al piano, que la música á las fieras domestica.
Oficial de Artillería, á Augusta.
Es gracioso: los cuatro son ministeriales, y vea usted cómo están. Música, música. (Augusta se sienta al piano y preludia.)
Aguado, aparte.
Música tenemos. Tocará seguramente esas cosas que á mí me aburren. De buena gana me plantaría en la calle. ¡Beethoven, Chopín! Os cambio por una de aquellas habaneritas... Pero si lo digo, me llamarán vulgo. Fingiré que estoy en éxtasis.
Infante, corriendo hacia el piano.
Augusta, por amor de Dios, la sonata 14, el clair de lune...
Exministro.
Música, arte. Parta un rayo á la política.
Villalonga.
Tiene la palabra el Sr. de Beethoven.
Todos ríen, se alegran, y algunos se sientan para disfrutar de la buena música.
Augusta, para sí, tocando.
¡Para tocatas estoy yo! Dios tenga piedad de mí.
ESCENA VIII
Alcoba en casa de Orozco. Dos camas, una á cada lado de la estancia.
Orozco, sentado, meditabundo. Augusta, que entra, vestida aún de sociedad.
Orozco, para sí.
Ya deseaba que se fueran. Me siento esta noche más fatigado que nunca.
Augusta, para sí.
Gracias á Dios que me he quedado sola. ¡Tener que sonreír y tocar el piano para que los demás se diviertan!...
Orozco, alto.
La música me pone triste esta noche. ¿A qué lo atribuyes tú?
Augusta, absorta, no contesta sino después de una pausa.
Perdona: estaba distraída.
Orozco.
Te digo que la música me ha puesto triste...
Augusta, alarmada.
¿Tú triste?... ¿Por qué?... ¡Ah!, la pícara imaginación. Es que de algún tiempo á esta parte cavilas demasiado, y te fijas más de lo conveniente en asuntos que por tu posición debieras mirar con calma. Ahí tienes por qué te desvelas tan á menudo. Cuando no se duerme bien, querido, toda la máquina anda mal, y el espíritu más valiente se desmaya.
Orozco.
De veras que duermo mal, y no sé á qué atribuirlo. Ello debe de ser contagioso, porque tú también, al menos anoche, estuviste muy despabilada.
Augusta.
Es que cuando te siento despierto, yo no puedo dormir... No creas, á mí no me importa. Resisto