fin, váyase usted pronto, á ver si arreglando aquello no se vuelve á mentar la dichosa inmoralidad. Ya empalaga. Me gusta más oir hablar del crimen famoso, que al menos interesa por sus lances dramáticos y sus misterios de folletín.
Aguado.
Eso á mí no me divierte. Mientras ustedes desmenuzan el crimen, voy á echar un vistazo á los tresillistas. (Pasa al salón.)
Villalonga.
¡Adelante con el crimen!... En el Casino he oído novedades estupendas.
Augusta.
¿Qué se dice?... ¿A ver?
ESCENA IV
Los mismos. Federico Viera.
Infante, aparte, retirándose del grupo.
¡Qué hermosa está, qué simpática y qué mona es esta maldita, y cómo me fascina y enloquece!... ¡Ah!, paréceme que oigo la voz de Federico en el salón. (Entra en el salón Federico Viera, y habla con Aguado.) Él es, sí. Observaré la cara que pone mi prima cuando él entre. ¿Por qué mis sospechas, sin fundamento formal, sobreviven á todas las razones y se rebelan contra las pruebas en contrario? Acechando rostros y palabras espero sorprender algún indicio, y coger la punta del hilo por donde se saque el ovillo de la realidad. Este bendito Marqués de Cícero me servirá de garita para ponerme de centinela. (Llevándole hacia la consola que está junto á la puerta.) Querido Marqués, el domingo sentí mucho no ir á pasar el día en las Charcas.
Cícero.
Pues acertó usted quedándose, porque el día, que amaneció hermosísimo, se nos puso infernal. Tomás no fué tampoco, ni Malibrán; sólo estuvimos Villalonga y yo; pero Jacinto, viendo el mal cariz, se metió en la casa. Yo, siempre impertérrito, me corrí hacia el puesto con el guarda, porque me daba la corazonada de que habían de venir las perdices. Lo que venía, hijo de mi alma, era el chubasco número uno. Pero yo..., impertérrito con mi capote de monte. El macho que llevamos es un macho que no nos lo merecemos, ni se lo merecen ellas las muy correntonas; ¡venga agua!, y el macho impertérrito, cantando que se las pelaba, chiquití. Por fin, ¿creerá usted que parecieron por allí las muy...?
Infante, aparentando atender al Marqués, y contestándole con cabezadas.
Yo... ¡oh!, yo no creo... (Aparte.) Ya se acerca. Disimulo, y mucho ojo á la cara de esa hipócrita. Que no se me escape ni la inflexión más ligera.
Augusta, para sí, fingiendo prestar atención á lo que le dice Villalonga.
Ahí está ya. Cara mía, ojos míos, haceos de piedra. Que ninguna suspicacia, ninguna curiosidad os sorprendan en un descuido de expresión. Ese pillo de Manolo me está observando... A buena parte viene. El corazón me salta en el pecho; pero la cara, bien prevenida, se mantiene firme; y aquí no pasa nada. Indiferencia afectuosa..., distracción..., no le siento entrar. (Entra Federico.)
Infante, para sí.
No repara en él...
Federico, saludando.
Aunque usted no quiera... Augusta...
Augusta, fingiéndose sorprendida, y sin ninguna emoción visible.
¡Ah!..., parece que entra usted como los ladrones. ¡Cuánto tiempo...! ¿Ha estado usted malo?
Federico.
Un poquillo.
Augusta.
Pues no se le conoce en la cara. Me alegro de verle. ¿Nos trae usted noticias nuevas del crimen?
Infante, para sí.
Pues señor, cualquiera les descubre á éstos. ¿Tocaré yo el violín á toda orquesta? ¿Correré tras un fantasma?
Federico, sentándose.
Traigo noticias... para chuparse los dedos. Esta tarde se dice que la muerta no es quien se creía, sino otra persona. ¿Qué tal? ¡Equivocarse en la identificación! Esta sí que es gorda.
Augusta.
¿Pues quién era?
Federico.
Una señora recién venida de Cuba, y cuyo nombre nadie sabe.
Augusta.
Vamos, eso es ya delirar.
Villalonga.
Ganas de aumentar la confusión. No, sobre la persona de la víctima no puede caber duda. Estas bolas las hacen correr los curiales con la idea de desorientar al público, á fin de que no se fije en los verdaderos asesinos.
Augusta, convencida.
Para mí, el matador es Segundo Cuadrado, ese pillo á quien algunos quieren hacer pasar por santo, porque ayuda á misa y se reza tres ó cuatro rosarios al día. Creo además que es instrumento de personas muy altas.
Federico.
He oído que algunos vecinos vieron entrar en la casa, horas antes del crimen, á un cura.
Augusta.
¡También un cura!
Federico.
Por las trazas debía de ser alguien disfrazado de sacerdote, quizás una mujer.
Monte Cármenes.
La madrastra... Si digo que...
Federico.
¿Por qué no?
Cícero.
Eso no puede ser.
Infante.
Es un disparate.
Monte Cármenes, aburrido.
Ea, señores, es mucho crimen para mí. Volveré cuando hayan ustedes pescado la verdad, y la trinquen bien para que no se escape. (Vase.)
Augusta.
Pues ustedes dirán lo que quieran; pero á mí, la madrastra, esa doña Sara, me parece una buena persona. Manolo, ¿tú qué piensas?
Infante.
Que es un crimen adocenado, y que ni hay madrastra, ni intoxicación, ni alto personaje, ni influencia, sino la vulgarísima tragedia del sirviente que roba, y al verse sorprendido mata; ni más ni menos.
Federico.
Vamos, tú eres sensato, y te atienes á la versión de rúbrica, que nos presenta los hechos como arregladitos á un patrón de conveniencias curiales. Hasta el crimen debe ser correcto, y los asesinos han de tener su poquito de ministerialismo.
Augusta.
Muy bien dicho.
Infante.
No es eso. Pero me parece ridículo mezclar en asuntos tan bajos á personas respetables. Hasta han dicho que el criaducho, ese Segundo, es hijo natural de...
Federico.
¿Quién podrá afirmarlo ni negarlo? Si los misterios de la conciencia individual rara vez se descubren á la mirada humana, también la sociedad tiene escondrijos y profundidades que nunca se ven, así como en el interior de las masas rocosas hay cavernas donde jamás ha entrado un rayo de luz. Pero de repente ocurre un cataclismo, una convulsión del terreno, un derrumbamiento, y la roca se parte, descubriendo el hueco que nadie hasta entonces había visto... En cuestión de enigmas sociales, yo no afirmo nada de lo que la malicia supone; pero tampoco lo niego sistemáticamente.
Augusta.