salvo quedan, señor don Valentín; que naide está obligado á imposibles que rayan en locuras; y locura fuera, y hasta tentar á Dios, lo que usté pretende. Dejándolos venir, cuestión será de quitarles el hambre y abrirles el pajar para que se tiendan y maten el cansancio; pero cerrarles el paso es abrirnos todos la sepultura en los escombros del lugar. Con que tonto será quien al escoger se engañe.
—¡Que así se exprese la primera autoridad del pueblo!... ¡el representante del gobierno constituído!
—La primera autoridad del pueblo ha cumplido con la ley dando los hombres que se le han pedido. Allá está la flor y nata de Cumbrales: parte de ella no volverá. Al rey serví en su día; y si hoy tengo el hijo en casa, buen por qué me cuesta. ¿Qué más quieren? ¿qué más debo? ¿Mando, por si acaso, en alguna plaza fuerte? ¿Son quiénes cuatro viejos y un puñado de mozos que los amparan por deber natural, y sin más armas que el horcón y las trentes, para hacer cara á quien tiene la guerra por oficio?
—Cuando la libertad peligra, señor alcalde, no se cuentan los enemigos... ¡Numancia!... ¡Zaragoza!
—Mire usté, don Valentín, no entiendo mayormente de historias; pero en lo tocante á tener ó no cada uno el alma en su lugar, que venga el moro ú que vuelva el francés... y hablaremos. Hoy por hoy, en saldo y finiquito, hermanos somos todos; la mesma lengua hablamos; á un mesmo Dios tememos...
—Juan, no están tus entendederas en armonía con la gravedad de los acontecimientos ni con el valor de mis advertencias patrióticas; pero habiéndote en el único lenguaje que penetras, te diré que al son que me toquen he de bailar; como os portéis conmigo ahora, he de portarme con vosotros mañana. No tardará en presentarse una ocasión en que el parecer de uno solo valga más que la conformidad de todos los restantes del pueblo. Ese parecer puede ser el mío: acuérdate del año pasado. Asaduras fué el causante del conflicto, que, al cabo, se conjuró; pero yo no soy Asaduras, ni estoy, como él, supeditado á nadie que me obligue á desdecirme cuando una vez empeño mi palabra.
—¿Lo dice usté por el caso de la derrota?
—Por eso mismo.
—¡Bah! señor don Valentín, usté no tiene punto de comparanza con Asaduras, y no se meterá usté donde él se metió sin qué ni para qué. Además, usté no es labrador ni ganadero.
—Pero lo son mis aparceros y colonos.
—No es igual; pero aunque lo fuera, ya nos entenderíamos, que usté no es hombre que intente el daño del vecino sólo por el aquél de hacerle.
—¡Verás qué chasco te llevas, Juan!
—Que no me le llevo, señor don Valentín. ¡Si le conoceré yo á usté! Además, en lo tocante á lo solicitado por usté, todo lo respondido por mí es pura chanza y fantesía de palabra... Si esa libertad llega á verse aquí en trance de muerte, ya sabremos sacarla avante. Para eso nos bastamos usté y yo, y á todo tirar, Asaduras y Resquemín. Uno en este portillo, dos en el de más allá y el otro en el campanario... ¡pin! ¡pan! ¡pun! cuatro tiros hacia aquí, cuatro hacia allí, boca abajo el faicioso... y se acabó la guerra.
Como si le hubiera picado un tábano, salió corralada afuera don Valentín al oir estas palabras de Juanguirle. Celebró éste con fuertes risotadas el efecto de su chanza, y continuó raspando el asta del dalle.
En esto salió del cuarto del portal, pieza de carácter en las casas montañesas, un mozo como un trinquete: recién peinado, bien vestido, aunque no de gala, y con los zapatos, sobre medias de color, ajustados al empeine con cordones verdes. No tenía tacha el mancebo, en lo tocante á lo físico: buena estatura, hermosa cabeza y artística corrección en las demás partes de su cuerpo; pero en el modo de llevar el sombrero, en lo artificioso del peinado y en la forzada rigidez de sus miembros al moverse dentro del vestido del cual parecía esclavo más que dueño, muestras daba de ser, con exceso, presumido y fachendoso.
—No hay como tú, Nisco—díjole Juanguirle.—Hoy domingo, mañana fiesta: ¡buena vida es ésta!
—Gana de hablar es, padre, cuando sabe usté que á la hora presente tengo bien cumplida mi obligación. La ceba dejo en el pesebre, y las camas listas para cuando venga del monte el ganao. De leña picá, está el rincón de bote en bote.
—No lo dije por tanto, hombre; sino que, como te veo tan dao al zapato nuevo y al pelo reluciente de un tiempo acá, en días de entre semana...
—Voy con Pablo al cierro del monte.
—Por eso creía yo que sobraba la fantesía del vestir. ¡Para los tábanos que han de mirarte allá!...
—Pero entro antes en su casa... y ya ve usté...
—Antes y después, Nisco. Lléveme el diablo si no vives más en ella que en la tuya. Pero, en fin, si aprendes de lo que no sabes y ensalza el valer de la persona... ¡Mira qué alhaja, hombre!
Dijo, y al mismo tiempo puso el dalle en manos del mancebo. Éste echó sobre el asta varias visuales, hizo también como que segaba, y, por último, arrimó el trasto á la pared, con la guadaña en lo alto. Marcó un punto con el callo sin mover el asta, y haciendo centro con el extremo inferior de ésta, describió un arco hacia la derecha. La punta del dalle pasó entonces por la marca hecha con el callo.
—¡En lo justo, Nisco, en lo justo! Bien visto lo tengo.
—Ni menos ni más,—respondió solemnemente Nisco, entregando el dalle á su padre con todos los honores debidos al mérito de la obra.
—Ahora—añadió el alcalde,—voy á picarle, y luégo á segar un garrote de verde; y si no me le siega el dalle de por sí solo, te digo que no vale mi sudor dos anfileres.
Con lo cual se marchó Nisco á casa de Pablo; y momentos después, medio tendido en el suelo, sobre las melenas de uncir los bueyes; apoyado el tronco sobre el codo del brazo izquierdo; el extremo del asta sobre la rodilla levantada, y el filo del dalle deslizándose, al suave empuje de la mano izquierda, por encima del yunque clavado en tierra, canturriaba una copla el bueno de Juanguirle, al compás del tic, tic de su martillo, sin acordarse más del cargo que ejercía en el pueblo ni de la visita de don Valentín, que del día en que le llevaron á bautizar.
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