entre los dos amigos, provocadas por las vidriosidades del jurisconsulto.
Pasó así mucho tiempo, y al cabo de él volvieron á Cumbrales Ana y María hechas dos señoritas primorosas. Desde entonces el genio abierto y animoso de la primera fué el bálsamo que calmó, ya que no llegara á curar, los desabrimientos y esquiveces de su padre, y el mejor lazo de unión entre las dos familias, tan á menudo aflojado por las intemperancias nerviosas de don Juan de Prezanes. Pablo, cuando se hallaba en el pueblo, contribuía en gran parte á aquellas reconciliaciones; pues con su sencilla bondad sabía llegar al alma de su padrino sin lastimarle, en lo cual consiste el secreto resorte con que se rigen y gobiernan esos temperamentos desdichados.
Y ahora tenga el lector la bondad de pasar al capítulo siguiente, en el cual acabará de conocer, tratándolos de cerca, á estos dos personajes, y sabrá lo que ocurrió en la entrevista que, en compendio, refirió en la mesa don Pedro Mortera.
V
ENTRE COMPADRES
Alto, enjuto, largo de brazos, afilados los dedos, pequeña la cabeza, el pelo escaso y rubio, los ojos azules y sombreados por largas cejas, nariz puntiaguda, labios delgados y pálidos, y sobre el superior un bigote cerdoso, entrecano y sin guías, por estar escrupulosamente recortado encima de aquel contorno de la boca. Tal era, en lo físico, don Juan de Prezanes. Pulquérrimo en el vestir, jamás se hallaba una mancha en su traje, siempre negro y fino, escotado el chaleco, blanquísima y tersa la pechera de la camisa, de cuello derecho y cerrado bajo la barbilla, y de largos faldones la desceñida levita; traje que se ponía al levantarse de la cama y no se quitaba hasta el momento de acostarse.
En tal guisa se paseaba, cuando fué su amigo á verle, desde su gabinete (dormitorio y despacho á la vez, como lo demostraban una cama y avíos de limpieza en el fondo de la alcoba, y afuera una regular librería, mesa de escribir, sillones, etc.) hasta el extremo opuesto del contiguo salón, espacioso, limpio y decorosamente amueblado.
No esperaba á su amigo, y se inmutó al verle allí. Don Pedro, como si nada hubiese pasado entre los dos, díjole con su aire campechano:
—Te agradezco en el alma tu deseo de verme, y aquí estoy para servirte, Juan.
Éste, sin dejar de pasearse, respondió con voz poco segura:
—Acto es, Pedro, que me obliga y te honra; pero la verdad ante todo: yo no te he llamado á mi casa; te pedí una entrevista donde tú quisieras.
—¿Te pesa que haya venido?
Detúvose en su paseo el hombre que era un manojo de nervios, miró á su amigo y compadre con ojos que lanzaban chispas, y dijo, ronco y tembloroso, dándose una manotada sobre el angosto pecho:
—¡Te juro que no!
—Pues entonces, sobran los reparos, Juan, y, si un poco me apuras, toda explicación entre nosotros; porque donde habla el corazón, calle la boca.
Y en esto, don Pedro, con los brazos entreabiertos, cortaba el camino y seguía con la vista á su amigo, que había vuelto á sus agitados paseos.
—Entiendo tu deseo y ardo en el mismo—repuso éste desviándose y esquivando las miradas y los brazos de su compadre;—pero no es tiempo todavía.
—Pues si el corazón lo pide y Dios lo manda, ¿qué te detiene?—respondió don Pedro, dejando caer los brazos, desalentado y triste. Luégo añadió con honda amargura:—¡Parece mentira, Juan, que cosas tan leves nos conduzcan á situaciones tan graves!
—Nada es leve para el amor propio ofendido... Somos de esa hechura, y no por culpa nuestra.
—Pero tenemos una razón para domar las demasías del carácter.
—Prueba es de ello que te he propuesto una reconciliación... y por cierto que no se te ha ocurrido á tí otro tanto.
—De mi casa huíste sin haberte ofendido nadie en ella; te encerraste en la tuya y te negaste á toda comunicación con nosotros, que te queremos... que os queremos más que á la propia sangre.
—Toda la vida hemos andado así, Pedro.
—Pues esa triste experiencia me ha enseñado que el mejor remedio contra tus arrechuchos es dejar que se te pasen. Por pasado dí el último cuando me llamaste, y á tu lado vine con los brazos abiertos. ¿Por qué me niegas los tuyos?
—Porque los reservo para después que hablemos y nos entendamos.
—¿Dudas de la lealtad de mi corazón?
—Dudara antes de la del mío, Pedro; mas entra en mis intentos que esta avenencia que hoy deseo y te propongo, se afirme en algo más que en el olvido de las pequeñeces pasadas... Ven, y sentémonos.
Entraron los dos compadres en el gabinete; sentáronse frente á frente con la mesa entre ambos, y dijo así don Juan, manoseando al mismo tiempo una plegadera de boj que halló á sus alcances:
—Sin ciertas diferencias que nos dividen y nos separan á cada momento, tú y yo, en perfecta y cabal armonía, pudiéramos hacer grandes beneficios á Cumbrales.
—Ese es el tema de mi eterno pleito contigo, Juan.
—Sí; pero no se trata ahora de puntillos del carácter, de la cual dolencia todos padecemos algo, Pedro amigo, aunque no lo creamos así, sino de puntos de mayor alcance y entidad; puntos en los que pudiéramos ir tú y yo muy acordes aun dentro de nuestras continuas desavenencias, verdaderas nubes de verano.
—Sospecho á dónde vas á parar con ese preámbulo; y si las sospechas no mienten, el asunto es ya viejo entre los dos. De todas maneras, déjate de rodeos y dime en crudo qué es lo que pretendes de mí.
—Viejo es, en efecto, entre nosotros dos el asunto de que voy á hablarte, y del cual no te he hablado años hace por respetos que te son notorios; pero de poco tiempo acá, ofrece el caso aspectos de gravedad que antes no ofrecía, y esto me obliga á quebrantar mis propósitos. Á la vista está que de día en día crece el encono entre los bandos en que están divididos este pueblo y los limítrofes.
—Lo que á la vista salta, Juan, es que se detestan y se persiguen á muerte los capitanes de esos bandos. Los pobres soldados no hacen otra cosa que lo que se les manda ó les exige el deber... ó la triste necesidad.
—Lo mismo da lo uno que lo otro.
—Precisamente es todo lo contrario, puesto que el día en que los jefes dejen de ser enemigos, volverán los subalternos á ser hermanos.
—Á ese fin quiero yo ir á parar, Pedro.
—¿Por qué camino, Juan?
—Por el más breve y llano. Ayúdame con todas tus fuerzas en la batalla electoral que se prepara, y el triunfo es nuestro en todo el distrito.
—¿Y después?
—¡Después!... ¿Quién ignora lo que sucede después de un triunfo en tales condiciones?
—Tú lo ignoras, Juan, pese á tu larga experiencia.
—Gracias por la lisonja.
—Pues es el mejor piropo que puedo echarte en este momento. Si te dijera yo que el verdadero botín de esas batallas era el cebo que te llevaba á ellas, no creyera, como creo, que en esto, cual en otras muchas cosas, la