una chapucería. Yo no he hecho otra cosa que responderte.
—¡Hiriéndome en lo más vivo!
—Así se receta contra las malas costumbres, Juan; y esa en que estás encenagado por una aberración de tu buen sentido, es causa perenne de grandes desdichas para cuantos te rodean. Mi deber es decirte la verdad, y te la digo.
Por algo decía don Juan de Prezanes que no se dispone de la paciencia dos veces seguidas. Yo soy de su parecer, y además creo que á los hombres del temperamento del abogado de Cumbrales, no les conviene tragar la ira cuando esta mala pasión forcejea en sus pechos y busca las válvulas de escape; porque no hay ejemplo de que esta metralla haya llegado á digerirse en ningún estómago, por recio que sea; y puesto que es de necesidad el desahogo, preferible es que éste ocurra á tiempo y sazón, á que acontezca fuera de toda oportunidad, como en el presente caso. El irascible jurisconsulto, que había conseguido dominar la furia de su temperamento irritado cuando su compadre le puso á bajar de un burro, perdió los estribos y dió en los mayores extremos de insensatez, por una bagatela; por aquello de las «malas costumbres.»
Oyólo el desdichado, clavando las uñas en el tablero de la mesa y los ojos chispeantes en los impávidos de su compadre, que bien pudiera no haber pegado tan fuerte.
—¡Malas costumbres!... ¡encenagado en ellas!—repetía don Juan con voz cavernosa, y los pelos de punta y la faz desencajada.—¡Y, sin embargo, yo soy el díscolo, y el procaz, y el quisquilloso, y el descomedido!... ¡y tú el varón justo y prudente y sabio... el caballero sin tacha! ¡Ira de Dios! ¡Malas costumbres! ¡Encenagado en ellas!—tornó á repetir, entre roncos bramidos, mientras se incorporaba derribando el sillón y se hacía pedazos en el suelo una salbadera de vidrio.—¡Y eso me lo vienes á decir á mi casa, cuando te brindo en ella con la paz!... Y ¿quién eres tú? ¿qué títulos, qué poderes son los que tienes para atreverte á tanto, hipócrita, mal amigo! Si lo que te propongo no te agrada, confórmate con no aceptarlo; ¡pero no me injuries, no me hieras! ¿Ó tienen razón los que me dicen que eres de la cepa de los tiranos?... ¡Sí, vive Dios! Cuando late en el pecho un corazón honrado y se sienten en él los dolores ajenos, no se dan las puñaladas, no se ultraja á nadie á sangre fría, como tú me has herido y ultrajado hoy... y ayer, y siempre... ¡bárbaro! ¡Y quieres paz y buscas la armonía! ¿Cómo han de ser duraderas entre nosotros, si los más nobles impulsos de mi corazón se estrellan siempre contra tu intolerancia brutal! Porque me odias, porque me detestas. Y me odias y me detestas, porque soy mejor que tú, porque valgo más que tú; y valgo más que tú, ¡porque en una sola fibra de mi corazón hay más nobleza que en todo tu sér, henchido de soberbia, de vanidad y de hipocresía!
Ni una palabra dura respondió don Pedro Mortera á esta primera explosión de ira de su compadre; pero éste nunca se colocaba en tales alturas sin despeñarse después, ciego y loco, entre torbellinos de improperios y desvergüenzas. ¡Qué cosas dijo á su impasible amigo! Porque una vez enredado en aquella infernal batalla, ya no reñía sólo por el punto en cuestión: en la mente volcánica del jurisconsulto fueron eslabonándose recuerdos de supuestos agravios, hasta los más remotos del tiempo de su niñez; y caldeados al fuego de su ira diabólica, arrojábalos en palabras, como lava de un cráter y en testimonio de una vida de abnegaciones y martirios.
Trazas llevaba de no cesar la erupción en todo el día, cuando se presentó Ana despavorida y presurosa porque había oído las voces desde el corral. ¡Empresa peliaguda fué para la joven hacerse oir de su padre, desconcertado, lloroso y balbuciente! Pero lo consiguió al fin. Dueña de aquella brecha, minó con el arte de su larga y triste experiencia, y supo llegar hasta el corazón del pobre hombre, que acabó de rendir todos sus bríos á los halagos de su hija.
Entonces volvió don Pedro á ofrecerle sus brazos.
—Si te ofendieron—le dijo—algunas de mis palabras, sin tal intento salidas de mis labios, harto te han vengado las que después me has dirigido. De todas suertes, yo te las perdono con todo mi corazón. Jamás de él te he arrojado, en él vives; lee en el tuyo, Juan, y acábense de una vez para siempre estas reyertas que nos matan.
Don Juan de Prezanes, desfogadas ya sus iras, estaba más para sentir que para hablar; y tal vez á esta excusa se agarró su genio quisquilloso para no dar el brazo á torcer todavía, aunque Dios sabe si en el fondo del alma lo deseaba.
Así lo comprendió Ana; y mientras su padre se sentaba desfallecido y pálido, hizo una seña á su padrino, y díjole al mismo tiempo en voz alta:
—Este asunto corre ya de mi cuenta; y bien sabe mi padre que yo nunca dejo las cosas á medio hacer.
Con esto, se volvió á consolar al atribulado, y salió don Pedro Mortera, harto más pesaroso que complacido.
VI
DON VALENTÍN
La casa á que llegó don Baldomero después de separarse de Pablo, estaba situada en lo más desabrigado, al vendaval de la barriada de la Iglesia. Era grande y vieja, sin portalada; con una accesoria, que en mejores tiempos había cumplido altos destinos, á un costado; al opuesto un nogal medio podrido, y en la trasera un huerto lóbrego.
¡Qué tristes son en una aldea esos viejos testimonios de fenecidas prosperidades campestres! Tristes, porque al contemplarlos los ojos del sentimiento, más que las piezas herrumbrosas y dislocadas que tienen delante, ven la máquina activa que ya no existe. ¡Cuánto más alegre la miserable choza entre laureles y zarzas, con el becerrillo atado al tosco pesebre y una pollada picoteando en las goteras del corral, que el silencioso palación de abolengo, con las cuadras enjutas y encanecidas por desuso, y el pajar en esqueleto! La primera es la vida risueña, que no está reñida con la pobreza; el segundo es la muerte, ó, cuando menos, la decrepitud con todos sus achaques, tristezas y desalientos.
Tal aspecto ofrecía la casa de que vamos hablando.
Abrió don Baldomero el entornado portón del estragal, y tomó escalera arriba por una de peldaños que yesca parecían por lo carcomidos y esponjosos. Ya en el piso, entró en un salón de negro tillo de viejísimo castaño abarquillado y con jibas; el techo era de viguetería pintada de barro amarillo, y de las no muy blancas paredes pendían un retrato de Espartero, en lugar preferente, y en los secundarios una Virgen de las Caldas y un plano de Jerusalén; todas estas estampas en marcos con chapa de caoba, deslucida por el polvo de los años y la incuria de sus dueños.
Á lo largo de aquel salón, gesticulando y hablando solo al mismo tiempo, paseábase un hombre no muy alto, seco, moreno verdoso y algo encorvado; pero ágil todavía, á pesar de sus muchos años. Comenzando á describirle por la cúspide, pues no había un punto en todo él de desperdicio para el dibujante, digo que la tenía coronada por un sombrero de copa alta, con funda de hule negro; seguía al sombrero una cara pequeñita y rugosa, cuyos detalles más notables eran los ojos verdes y chispeantes, como los del gato; las cejas blancas y erizadas; la nariz un poco remangada y gruesa, y debajo, á plomo de las ventanillas, sobre una boca desdentada, dos mechas cerdosas, separadas entre sí, formando lo que se llama, vulgar y gráficamente, bigote de pábilos. Las quijadas y la barbilla sustentábanse en las duras láminas de un corbatín militar de terciopelo raído, dentro de las que se movía el flácido pescuezo, como el del grillo entre su coraza. Vestía el singular personaje pantalón de color de hoja seca, corto y angosto de perneras y con pretina de trampa; chaleco azul, cerrado, con una fila de botones de metal amarillo, hasta la garganta, y, por último, casaquín, de cuello derecho, con narices en los arranques de las aletas traseras,