al servicio de ciertos amigotes de campanillas, tomando sus adulaciones y embustes por sinceridades, has luchado á su favor en esta comarca con varia fortuna, según que los intrigantes de por acá te han ayudado ó te han combatido. Las últimas campañas han sido terminadas muy á tu gusto, porque no te han faltado auxiliares de fama y de empuje, fuera y dentro de este municipio. No conozco al pormenor la actitud en que hoy se hallan tus aliados forasteros; pero me consta que tu vecino Asaduras, el enredador electoral más sin vergüenza de la comarca, se ha pasado al enemigo con armas y bagajes; y te has dicho, como en parecidas ocasiones: «Si Pedro me ayudara con todas sus fuerzas, mi triunfo era infalible; y triunfando yo, no solamente conseguiría el objeto principal de la batalla, sino que ponía el pie en el pescuezo á ese pícaro desleal.»
—Y ¿qué mal habría en ello?—exclamó aquí con voz airada don Juan, doblando como un espadín la plegadera entre sus dedos convulsos.
—Ninguno, ciertamente—replicó don Pedro con entereza.—El mal está en que las cosas hayan venido á parar ahí; en que tú, hombre honrado, independiente, bueno y generoso, pactaras alianzas con esa canalla, y que entre todos hayáis convertido á Cumbrales en feudo desdichado de dos aventureros.
—¡Pedro!... ¡Pedro!—gritó aquí don Juan de Prezanes, incorporándose lívido en el sillón y haciendo crujir la plegadera.—¡No empecemos ya! ¡De esos á quienes llamas aventureros, el uno siquiera, por amigo mío, merece tu respeto!
—¡Amigo tuyo!... ¡Merecedor de mi respeto! ¡El marqués de la Cuérniga, ayer traficante en reses de matadero, concursado cien veces, marrullero y tramposo, y de la noche á la mañana, y Dios sabe por qué, título de Castilla y diputado á Cortes!...
—¡Pedro!... ¡Pedro!...
—¡Amigo tuyo... porque te escribe y te adula cuando te necesita, como te escribía y te adulaba también el otro personaje de alquimia, el barón de Siete-Suelas, su digno competidor en el distrito, hoy amparado por el pillastre Asaduras!... ¡Amigo tuyo!... ¿En qué lo ha demostrado? ¿Qué favores te ha hecho?
—Cuantos le he pedido, ¡vive Dios!
—Es verdad: obra de su poder y de tu deseo son las crueles venganzas consumadas aquí en infelices campesinos que, al seros desleales en la lucha, acaso les iba en ello el pan de sus familias; favores suyos son también las ratas que habéis metido en la administración municipal, y los esfuerzos que aún se hacen para echar á presidio lo único honrado que en ella nos queda.
—¡Voto á tal—rugió aquí don Juan de Prezanes (y le echó redondo) haciendo crujir la plegadera,—que esto ya pasa la raya de todas las conveniencias!
—Á los hombres como tú, Juan—añadió don Pedro imperturbable,—y á los niños, hay que decirles la verdad desnuda; y tú eres un niño tesonudo y obcecado, porque la sensibilidad te roba el entendimiento, y la pasión te deslumbra. Tú no harías el daño que haces, pues eres bueno y honrado, si no tuvieras quien te azuzara y pusiera las armas en tus manos. Ni siquiera te excusa la ignorancia ó la perversidad de los caciques del otro tiranuelo, que á su vez hacen lo mismo. ¡Lo mismo, Juan! porque en estos desdichados lugares, las venganzas y las tropelías se cometen por riguroso turno; y éste es el favor que debe Cumbrales á sus representantes. Ellos son los toros de la fábula; el distrito, el charco de pelea; y nuestros pobres convecinos, las ranas despachurradas. Y ¿para qué esos sacrificios incesantes? Para provecho y regalo de dos farsantes vividores, caídos aquí como en tierra de conquista. ¿Cuáles son sus títulos para representarnos en Cortes? ¿Quién los ha llamado? ¿Quién los conoce en el distrito sino por la huella desastrosa que dejan á su paso por él? ¡Y quieres que yo te ayude en esta obra de iniquidad! ¡Y eso lo pretendes cuando la nación entera arde en guerras y escisiones, y hay un campo de batalla á las puertas de nuestros pobres hogares! ¡Nunca, Juan, nunca!
Ya comprenderá el lector que con mucho menos que esta andanada, soltada á quemarropa y en mitad del pecho, había sobrado para que echara chispas el hombre más cachazudo, cuanto más el irritable y eléctrico don Juan de Prezanes. El cual, trémulo y desencajado, antes que su amigo dijera la última palabra, ya había convertido en hilachas la plegadera entre sus manos. Sudaba hieles y parecía una pila de rescoldo. No le cabía en la estancia; al revolverse en ella nervioso y desatentado como fiera enjaulada, tumbaba sillas á puntapiés, y con el aire de sus faldones agitados, volaban los papeles sueltos de la mesa. Rugió, golpeóse las caderas con los puños cerrados, mesóse el ralo cabello con las uñas, amagó apóstrofes fulminantes, injurias... hasta blasfemias, y ¡caso inaudito en él! ni á una sola palabra, de la tempestad de frases iracundas que bramaba en su pecho, dieron salida sus labios. Devorábalas á medida que á borbotones acudían á su boca; y aquella plenitud de furia comprimida, la denunciaban sus ojos inyectados de sangre y el temblor de todas sus fibras. Causaba espanto el bueno de don Juan de Prezanes. Felizmente no duró mucho tiempo la peligrosa crisis, porque también obra milagros la voluntad; y la del letrado de Cumbrales fué en aquella ocasión heróica sobremanera.
Cuando, después de este triunfo, logró algún dominio sobre sus nervios desconcertados en la batalla, arrojó por la ventana la plegadera hecha una pelota; se enjugó el sudor con el pañuelo; dió algunas vueltas, relativamente sosegadas, en el gabinete, y, por último, se dejó caer en el sillón, apoyando los codos sobre la mesa y la cabeza entre las manos. Momentos después se encaró con su amigo, que no apartaba los ojos de él, y le dijo con voz enronquecida, pero no destemplada:
—Has venido á esta casa en busca de una reconciliación intentada por mí, y juro á Dios que no he de darte hoy motivos de nuevas desavenencias, como tú no las busques. Pero conste, y muy recio, que si las antiguas quedan en pie, no es por culpa de tu irascible, irreconciliable y rencoroso amigo, sino por la tuya, manso, razonable y dulcísimo Pedro.
—Por mi culpa no, Juan, puesto que no me niego ni me he negado jamás á una estrecha alianza contigo.
—¡Si pensarás que han pecado de turbias tus recientes palabras?
—El que yo me niegue á ser instrumento de cuatro intrigantes, no es resistirme á ayudarte con alma y vida á hacer algo bueno por el pueblo en que nacimos. Mas para esto es indispensable que, en lugar de ir yo á tu terreno, vengas tú al mío.
—¡Y cata ahí el puntillo montañés!—replicó don Juan con nerviosa sonrisa.—¡Ay, Pedro, qué ciego es quien no ve por tela de cedazo!
—Juzga lo que quieras, Juan, de mis intenciones: á mí me basta saber que son honradas; pero entiende que no lucharé jamás á tu lado, sino para exterminar de Cumbrales á esos intrusos tiranuelos; empresa tan fácil como necesaria y benéfica. Cien veces te lo he dicho: unámonos para arrancar la administración de este pueblo de las manos en que anda años hace; entreguémosla á los hombres de bien; hagamos porque no lleguen á pleito las cuestiones del lugar, y fállense en terreno á donde no alcance la mano del Estado ni se dejen sentir influjos de la política; guerra á muerte á los caciques, si alguno queda rezagado entre nosotros; y cuando por este camino llegue Cumbrales á ser dueño absoluto de lo que en justicia le pertenece, yo mismo abriré sus puertas á los merodeadores. La posesión de sí mismos hace cautos á los hombres; y si alguno es tan inocente que aun con los ojos abiertos cae en las redes tendidas, quéjese de su torpeza, pero no de su desamparo. Muy necio tiene que ser el que desconozca que le engaña quien se le brinda con el remedio de todos sus males, como charlatán de feria, para desempeñar un cargo que, ejercido á conciencia, más es cruz de suplicio que ocasión de prosperidades. ¿Crees, Juan, que, pensando así, puedo rechazar tus planes por la pueril satisfacción de que tu aceptes los míos?
—Puedo creer... creo, que te ciega una pasión, como tú crees que otra me ciega á mí. ¡Vaya usted á saber quién de los dos es el más apasionado!
—Aunque así sea y no valgan nada las razones que me has oído, mi ceguedad no daña á nadie.
—Lo cual quiere decir que la mía es muy nociva.
—Te he demostrado que sí.
—¡Mira, Pedro, que no