José María de Pereda

El sabor de la tierruca


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eso sí que no... digo, paréceme á mí. Andaría usted cerca de la verdad, si todas esas cosas me entusiasmaran á ratos, ó en los libros, ó vistas desde mi casa, muy arrellanado en el sillón; pero usted sabe muy bien que no hay faena de labranza ni entretenimiento honrado aquí, en que yo no tome parte como lo pueda remediar, y que tengo cinco dedos en cada mano como el labrador más guapo de Cumbrales; y ha de saber desde ahora, si antes no lo ha presumido, que quisiera perder el poco respeto que tengo á la levita de la casta, para hacer muchas cosas que hoy no hago por el qué dirán las gentes. Si esto es afán de holganza, holgazán soy sin propósito de enmienda; pero sea lo que fuere, esto es lo que me gusta, y para ello me creo nacido; con lo cual vuelvo al tema de antes: que no me estorban los sabios. Ni ellos sirven para la vida del campo, ni yo para la del estudio; porque Dios no ha querido que todos sirvamos para todo. Cada cual á su oficio, pues no le hay que, siendo honrado, no sea útil; y útiles y honrados podemos ser, ellos en el mundo con la pluma y la palabra, y yo en Cumbrales con mis tierras y ganados... y en Cumbrales me quedo; porque mi padre, que nunca quiso hacerme sabio á la fuerza, piensa como yo, tiene amor á sus haciendas, y no le pesa que otro se encargue de administrarlas bien cuando él no pueda atenderlas... Y aquí tiene usted todo lo que hay acerca del particular.

      Calló el joven, dicho esto; y cuando ya no había al alcance de su mano derecha flores ni yerbas que arrancar, cambió de postura en el asiento; recorrió vega y horizontes con la vista, y comenzó á golpear con las rodillas, estiradas las piernas, las manos y el sombrero que metió entre ellas. No había hablado para porfiar ni para convencer, sino para decir lo que sentía, y le tenía sin cuidado lo que pudiera replicarle don Baldomero.

      El cual, después de rascarse la cabeza por debajo del sombrero, que quedó ladeado, lanzó de un soplido la colilla que saboreaba rato hacía entre sus labios, tendióse sobre la nuca después de envolverla en sus manos entrelazadas, y exclamó:

      —¡Música celestial!

      Pablo se encogió de hombros, y continuó devorando con los ojos cielo, montes y llanuras.

      —Y nada más que música—continuó el otro;—porque si admito que te animan propósitos de trabajo y no de holganza, y te cambio el apodo de poeta por el de guapo chico, lejos de probarme, en cuanto has dicho, que el saber vale para algo, has demostrado lo contrario con lo que has hecho.

      —Pues no sé explicarme mejor,—dijo Pablo.

      —No lo haces del todo mal para los años que tienes—replicó don Baldomero.—La dificultad está en la cosa misma, que por sí es indefendible. Y si no, dime, ¿qué demonios de tajada saca el mundo con que un sabio le diga, después de estarse despistojando veinte años, encorvado detrás de un telescopio: «Yo veo en el cielo una estrellita más que ustedes?...» Pues á mí me sobran más de la mitad de las que hay en él á la vista... y á tí también, Pablo. Que va á aparecer un cometa el mes que viene... Pues ya le veremos cuando aparezca; y si no hemos de verle, ¿de qué sirve el anuncio? Que el sol pesa tantos millones de quintales... Pues dele usted memorias. Que si Aristóteles dijo ó Platón sostuvo, ó que si el pensamiento antes ó si la palabra después, ó viceversa; y allá van pareceres, y disputas... y linternazos... ¿No es esto sandio, y ridículo y estúpido? Pues vengamos á lo práctico, á lo que se llama ciencias de primera necesidad: la física, la química, la mecánica... ¡afán, como te dije al principio, de meternos en todo lo que no nos importa! Que se acostumbre el hombre á vivir con lo que tiene á sus alcances, y verás cómo no se le da una higa por toda esa batahola de conquistas científicas con que tanto se pavonea el presente siglo.

      —¿De manera que usted está por el tapa-rabo?—dijo Pablo.

      —Lo que estoy es cada día más satisfecho de no conocer el tormento de la curiosidad; y bien sabes que predico con la fe de la experiencia. Mi padre, que todo lo funda en la ley del progreso porque estuvo en Luchana con Espartero, tuvo el mal acuerdo de gastar su paga de retirado y las rentas de su hacienda, en darme la carrera de abogado, porque tenía gran empeño en hacerme hombre de pluma y de palabra, para luchar por la causa de la libertad en el campo de las ideas, después de haber vencido él á la tiranía en el de batalla; pues no hay quien le saque de que entre el Duque y él, solitos, vencieron al «perjuro.» En vano le dije lo mismo que te he dicho á tí, y hasta le rogué que no me sacara de estos andurriales para meterme en aventuras que no cuadraban con mi carácter. Tuve que obedecerle; y á empujones y de mala gana, llegué á tener el título de abogado: como si me hubieran dado una copla de á dos cuartos. Si las causas eran feas, no me encargaba de ellas por repugnancia; si eran dudosas, porque no quería calentarme los cascos buscando una razón que no me importaba dos cominos; y si el derecho estaba claro, proponía un arreglo entre las partes para ahorrarnos tiempo, desvelos, honorarios y disgustos. Con este sistema me desacredité en un año; borréme de la matrícula por falta de negocios, y diéronme, á ruegos de mi padre, la secretaría de este Ayuntamiento. Tampoco debí de hacerlo muy bien en este cargo, porque á los diez y ocho meses me le quitaron, so pretexto, no mal fundado, de que no había en los libros municipales una sola acta escrita desde que estas cosas corrían de mi cuenta. ¡Si vieras, Pablo, qué feliz soy desde entonces, es decir, desde que, libre de todo cuidado, como el ollón patrimonial, y visto y fumo con lo poco que le sobra en su bolsa verde al héroe de Luchana! Y como éste se ha convencido de que yo no nací para otra cosa, y le acompaño sin serle muy gravoso, déjame vivir así, «ni envidioso ni envidiado,» como dicen que dijo un fraile poeta.

      —Corriente; pero usted se halla bien así porque ese es su genio, y otros, porque le tienen distinto, no podrían con la vida que usted trae.

      —Pues eso es, Pablo amigo, lo que yo no comprendo; es decir, que el no hacer nada ni pensar en nada ni apurarse por nada, pueda ser incómodo á ninguna persona que tenga sentido común. Ahí tenemos ahora, á dos pasos de nosotros, las partidas carlistas: gentes hay en este pueblo que aseguran haber oído los tiros á la parte de allá del monte, y acaso tengan razón. Que vienen, que no vienen; que pasarán ó que no pasarán por aquí; que son muchos, que son pocos; que cobardes, que valientes; que buenos, que malos; que si triunfan, que si corren; y todo se vuelve indagar y preguntar; y aquí temores, y allá esperanzas, y acullá porfías, y en todas partes la curiosidad y el ansia. ¿Y para qué, señor? Españoles somos todos, y á quien Dios se la diere, San Pedro se la bendiga. Que gane Juan ó que gane Diego, de mí no se ha de acordar nadie para sentarme á la mesa. Pues dejemos rodar la bola; y cuando pare, ella, por la cuenta que le tiene, nos dirá en dónde. ¿Á quién aprovecha la saliva que se gasta en disputas y el sueño que roban miedos y desazones? ¡Pues dígote mi padre! ¡Qué vida la suya, Dios eterno, desde que se armó de nuevo la guerra civil! ¡Qué invocar al Duque y á los manes de Riego y del Empecinado! ¡Qué bruñir el espadón de Luchana, y soñar con tajos y mandobles al perjuro, y renegar de los años que le amarran al hogar cuando la patria peligra y el faccioso bravea! ¡Y qué de ponerme á mí de mal hijo y de mal patriota porque me río de sus afanes y me duermo tan tranquilo al son de los cañonazos! Ahora le ha dado por revolver el pueblo para ponerle en armas, por si el caso llega. Hoy anda hecho una pólvora con las bolas que han corrido. ¡El demonio es el entusiasmo de la curiosidad!

      En esto se oyó la campana mayor de la iglesia.

      —Al mediodía tocan ya,—dijo Pablo levantándose.

      —Pues cata á mi padre volcando la puchera,—respondió don Baldomero, sacudiendo su pereza y poniéndose de pie.

      Y ambos, jugueteando Pablo con el sombrero y dándose aire con él, y don Baldomero con el suyo echado sobre una oreja y las dos manos hundidas hasta cerca de los codos en los rasgados bolsillos del pantalón, tomaron el sendero cuesta arriba. Á la mitad de ella se dividía éste en dos, formando una Y.

      En el vértice del ángulo dijo Pablo, que iba delante, volviendo un poco la cara hacia don Baldomero:

      —Que aproveche.

      —Lo mismo digo,—respondió el otro.

      Y Pablo tomó por el lado derecho, y don Baldomero por el izquierdo, porque sus respectivas casas estaban en opuestos extremos de un mismo barrio del lugar.