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III
ALGO DEL ASUNTO
Alzábase la iglesia de Cumbrales sobre un tumor del terreno, ó montículo de roca viva, mal cubierto de menuda y fragante vegetación, que, á modo de manta de pobre, roída y desgarrada á trechos, por los agujeros y desgarraduras dejaba asomar las que pudieran llamarse coyunturas del peñasco. Era éste de suave y bien entendido acceso por todas partes, y ocupaba el centro de una llanura, especie de plaza circundante, cruzada de camberas y senderos que partían el rústico suelo en caprichosas porciones geométricas. De éstas, unas estaban pobladas de árboles, no muy corpulentos, pero de ancha copa; otras, las de mayor relieve, adornadas de espesas cenefas de zarzas y saúco, y todas ellas tapizadas de fino y apretado césped, sobre el cual descollaban, aquí y allá, la menta silvestre, el enano poleo, la malva bienhechora y el desabrido cardo. Hubiera sido este pintoresco espacio algo como lo que hoy se llama un parque á la inglesa, con caminos menos ásperos y pedregosos, y sin las ortigas y jaramagos que hacían ingrato y peligroso al tacto lo que seducía y enamoraba á los ojos.
Ocupaba parte de uno de los lados menores de esta plaza, que tendía á la forma rectangular y se llamaba en Cumbrales Campo de la Iglesia, la taberna, con su corro de bolos á la trasera, encajado entre cuatro paredillas que se saltaban de un brinco, y éstas y el corro encerrados en sendas hileras de añosos álamos que amparaban del sol en verano á los jugadores, y no los privaban de su dulce calor en las breves tardes del invierno. Otro lado, de los mayores, al Mediodía, le formaban, aunque con muchas sobras de terreno, las casas consistoriales y la escuela pública; y los dos restantes, al Saliente y al Norte, huertos y corrales de la barriada principal, que tenía tres salidas á la plaza por este último lado.
Por una de estas callejas, la de en medio, entró Pablo. Anduvo muy buen trecho entre muros y vallados, aquéllos entretejidos de yedra, y éstos erizados de bardales, y llegó á desembocar en un campuco, á modo de plazoleta, cuyos dos frentes estaban ocupados por sendas portaladas que parecían gemelas: tan idénticas eran entre sí. Cada una de estas portaladas daba ingreso á un corral espacioso, en el que se alzaba una casa grande, de larga solana y amplísimo soportal de grueso poste en el centro; cuadras adyacentes, cobertizos inmediatos, huerta al costado, y todo lo de rigor y carácter en estas viviendas de ricos de aldea, tantas veces descritas por esta pluma pecadora.
Pablo se acercó á la portalada de la derecha, cerca de la cual desembocaba la calleja que había seguido; y antes de poner la mano en el contrahecho barril del picaporte, abrióse el postigo y apareció en el hueco una muchacha como unas perlas. Negros eran sus ojos, dulces é insinuantes; la tez morena; el rostro oval y un tanto aguileño; la frente, sin flequillos ni otros pingajos de la moda, tersa y bien delineada, perdíase en lo más alto entre flotantes ondas lustrosas de una cabellera tan negra como los ojos y las pulidas cejas; los labios, húmedos, un poco gruesos y no tan apretados que no dejasen entrever dos filas de dientes blanquísimos y menudos. Sobre los hombros redondos llevaba una pañoleta roja, de largos flecos, prendida sobre el curvo seno con un broche que á la vez aprisionaba un manojito de malvas de olor y pencas de albahaca. Una sencillísima bata de percal de largos pliegues la envolvía el gallardo cuerpo sin oprimirle ni desfigurarle.
Asombróse Pablo al verla, y exclamó, mirándola de hito en hito:
—¡Ana!... ¿qué milagro es éste?
—¿Dónde está el milagro?—respondió Ana mirando á Pablo también y remedando su asombro con un expresivo gesto entre risueño y burlón.
—En andar tú por aquí—repuso el mozo con la sinceridad inocentona que le era peculiar; y añadió con la misma:—¡Si te viera tu padre!...
—¡Pues atúrdete, Pablo!—exclamó Ana con picaresca solemnidad:—de su parte vine.
—¡De su parte?
—Como te lo digo.
—Pero ¿á qué viniste?
—¿Á qué venía otras veces? Á ver á mi padrino, á ver á tu madre, á ver á María... y á verte á tí, simplón,—añadió Ana, tirándole á la cara una hoja de malva, que había tenido entre sus labios, después de quitarle el rabillo con los dientes.
Pablo no hizo más caso de la hoja que de los mosquitos que zumbaban en el aire. Verdad es que tampoco Ana tomó á pechos la indolencia de Pablo.
—No te creo—insistió éste.—Cuando ha habido monos entre tu padre y el mío, jamás han acabado de repente.
—Y ¿quién ha dicho que hayan acabado así esta vez?
—Tú, cuando vienes á vernos de parte de tu padre.
—Es verdad que vengo; pero con su cuenta y razón, hijo.
—Eso es otra cosa.
—¡Vaya si lo es!... Y en prueba de ello, escucha. Esta mañana me dijo mi padre, paseándose á lo largo de la sala: «¡Estos genios, Ana, estos genios!...» y como yo sé, por experiencia, que por ahí comienza él siempre á reconocer las flaquezas del suyo y á buscar la paz... ¿Sabes tú, Pablo, por qué había guerra ahora entre tu padre y el mío?
—No por cierto, Ana.
—Pues tampoco yo. ¡Como estos nublados vienen tan á menudo, tan de repente y tan sin motivo!... Siempre que trata de explicármelos, me dice lo mismo: que tu padre es duro de frase, que le contraría, que le acosa y que, por conclusión, le injuria... ¡á él, que va siempre con el compás en la lengua y el corazón en la mano!... No te diré que en lo primero no yerre; pero puedo jurar que en lo segundo dice la pura verdad. Ello es que el buen señor toma estos lances como cuestión de honra; que los toma cada quince días, y que siendo capaz de dejarse desollar vivo por el bien de todos y cada uno de vosotros, se aisla, se encierra, no come, no duerme, y hasta la sombra de esta casa le estorba como el mayor enemigo... y lo peor del caso es que yo tengo que seguirle el humor. Fortuna que ya todos nos conocemos, porque la maña es tan vieja como tu padre y el mío... ¿En qué estábamos antes, Pablo?
—En que mi padrino te dijo esta mañana...
—Es verdad. Me dijo: «¡Estos genios, Ana, estos genios!...» Hay que advertir que, tres días hace, tuvo carta del marqués de la Cuérniga, el cual señor no suele escribirle sino cuando le necesita; y es también de saberse que después de recibir la carta ha hablado dos veces con Asaduras, señales todas, Pablo, de nuevas borrascas, pero también de que á mi padre le convenía intentar una reconciliación con el tuyo. Ello es que con esta sospecha y las palabras que le oí, apretando, apretando, obliguéle á declarar que estaba dispuesto á hacer las paces de cualquier manera, y que quería verse con tu padre, si éste se prestaba á recibirle. Tomé el asunto á mi cargo, vine aquí, hablé con tu padre, abracé á María y á tu madre, charlé con ellas hasta quedarme sin saliva en la boca... en fin, hombre, viví en una hora lo que había penado en quince días.
—¿Y mi padre?
—Tu padre, diciéndome: «pues por mí no ha de quedar,» tomó el sombrero y se fué á mi casa.
—¿Y en qué paró la entrevista?
—Eso es lo que yo no sé, porque mi padrino no ha vuelto todavía, y hace más de dos horas que está con el tuyo.
—¡Siempre lo habrán puesto peor que estaba!
—Me lo voy temiendo; y por eso me largo á enmendarlo en lo que pueda. ¡Ay, qué genios, Pablo! No, pues yo te aseguro que de hoy en adelante no he de pagar culpas ajenas. ¿Riñen? Que riñan. Vosotros y yo tan amigos como siempre. ¿No es cierto? Á buena cuenta, ya tengo el desahogo que acabo de darme. ¡Ay, Pablo!