José María de Pereda

El sabor de la tierruca


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¡Dos familias que tanto se quieren, vivir en perpetua enemistad por un quítame esas pajas! Malo por lo que á uno le duele, malo por el bien que no se hace, y peor por el escándalo que se da.

      —¡Los genios, Pablo, los genios!

      —Dí el genio, Ana... porque el de tu padre es insufrible por quisquilloso y aprensivo.

      —¡Ingrato! ¡Bien haya lo que te quiere!

      —Y bien sabe Dios cómo se lo pago. Por eso me duelen tanto estas cosas, Ana.

      —¡Pues qué diré yo de mí, Pablo? Tú, al fin, cuando vienen estas borrascas, esparces al aire libre la parte que te toca de ellas, y dentro de tu casa tienes con quién hablar, con quién reir... Yo no tengo nada de eso; ni siquiera el recurso de disculparos, porque se toman las disculpas á parcialidad, y lo pongo peor. Hay que dejar la tormenta que se desahogue por sí ó por obra de una casualidad que á veces tarda un mes en presentarse; y, en tanto, soledad y cárcel... y paciencia; porque, al cabo, él es quien es, y bueno y cariñoso hasta tal extremo, que yo no sé qué le atormenta más en sus arrechuchos, si el dolor de la supuesta ofensa, ó la pesadumbre de vivir sin trato con los que le han ofendido. ¿No te parece, Pablo, que debiéramos conjurarnos todos contra esa mala costumbre?... Que se alborotan ellos... Pues nosotros como si tal cosa: yo á vuestra casa, y vosotros á la mía.

      —Ya se ha intentado ese medio alguna vez.

      —Pero sin arte, Pablo, y sin resolución: al primer bufido de mi padre, no se os ha vuelto á ver por allá.

      —Ni á tí por acá, Ana.

      —Porque me dejáis sola enfrente del enemigo, ¡caramba! Pero ayudadme un poco y veréis cómo le venzo y hasta hago imposibles esas guerras que me acaban... ¡me acaban, Pablo! Por eso quiero que ésta sea la última; y lo será, ó perezco en ella... Con que hazme el favor de no entretenerme, y déjame pasar, que estoy perdiendo un tiempo precioso.

      —Pues rato hace, Ana, que tienes despejado el camino; y por donde te agarro yo, el diablo me lleve.

      Miróle Ana por debajo de las cejas, fruncidas por efecto de una sonrisa burlona en que envolvió toda su hermosa y picaresca faz, y le tiró con otra hoja de malva que había arrancado poco antes del ramillete del pecho.

      —Hijo, ¡qué peste eres también... á tu modo!—dijo al mismo tiempo.

      Y recogió los pliegues delanteros de su falda con ambas manos; y, ágil y esbelta, partió hacia su casa, atravesando el campuco como diz que se deslizan las ninfas sobre las ondas del lago.

      Pablo, sin darse por entendido de este hecho ni de aquel dicho, entró en el corral y cerró la portalada. De modo que cuando Ana llegó á la suya no tuvo en qué satisfacer la curiosidad que le hizo volver la cabeza hacia la portalada de enfrente, y quedaron allí perdidas, por falta de recibo, una mirada y una sonrisa que se hubieran disputado á estocadas los galanes de Lope y Calderón.

      Como su padre andaba aún fuera de casa, Pablo, antes de subir á ella, quiso darse una vuelta por las cuadras, á la sazón punto menos que vacías. Sólo dos parejas de bueyes y algunos ternerillos había al pesebre. El resto del ganado, pocos días antes llegado del puerto, andaba al pasto en el monte al cuidado del pastor del lugar, que lo recogía por la mañana y lo entregaba al anochecer. La disposición de aquellas cuadras era obra del magín de Pablo, y acuerdo suyo también el régimen á que en ellas estaba sometido el ganado. Natural era la satisfacción que el mozo sentía, viéndole tan gordo y lozano, en pasarle la mano por el lomo, en llamar á cada bestia por su nombre, en increpar duramente á la que no comía hasta limpiar el pesebre, y en confundirla con el ejemplo de la que no dejaba en el fondo ni la grana. Pues ¿y los becerrillos? Horas se pasaba con ellos rascándoles el testuz y dándoles palmaditas en la cara. ¡Y cómo se arrimaban ellos á él, y le miraban con sus ojazos bonachones, y se iban adormeciendo poco á poco con el cosquilleo y presentando la cerviz para que también se la rascara; y después las orejas, y luégo el pescuezo, y vuelta al testuz y á la cara! Y cuando se cansaba Pablo, la mimosa bestezuela le golpeaba suavemente con la cabeza, le lamía las manos y tornaba á presentarle la cerviz. Lo cierto es que, fuera del corderillo, no hay otro animal de faz más atractiva ni que más se haga querer.

      Mientras nuestro mozo se entregaba á estos entretenimientos, arriba aguardaban su madre y su hermana, con la mesa puesta y haciendo labor cerca de ella, el resultado de la entrevista de los dos compadres; lance que las tenía sumidas en graves aprensiones, bien reflejadas en el desasosiego de que ambas estaban poseídas.

      Sentábale á maravilla esta inquietud á la joven, cuyo nombre ya conocemos por boca de Ana; pues daba viveza y grande expresión á su fisonomía, de ordinario, aunque bella por lo correcta y frescachona, mansa y serena, como esas noches de verano sin rumores, sin frío ni calor, que se contemplan con gusto, pero en perfecto reposo del espíritu y del cuerpo. Sus ojos negros, más meditabundos que habladores, brillando á la sazón con vivo fuego sobre el rosado cutis, y sus labios húmedos, graciosamente contraídos, pregonaban interiores batallas, señal de que en aquel lago apacible también cabían agitaciones y tempestades. Representaba la edad de Ana, y con la sencillez de ésta vestía, aunque no con tanto donaire, porque éste no es obra de las perfecciones plásticas y esculturales que abundaban en María acaso más que en Ana, sino de un misterioso equilibrio de proporciones y de sensibilidad entre el alma y el cuerpo, don de la naturaleza que no se adquiere por conquista.

      Cuanto puede parecerse una rama al tronco de que procede, se parecía nuestra joven á su madre, señora de aldea, sana y bien conservada, sin afeites ni aliños exagerados; antes bien, peinada y vestida con tal sencillez y modestia, que sólo en lo pulido de su cutis, señal de que éste andaba lejos de las injurias del trabajo al aire libre, revelaba la jerarquía. Verdad es ésta de la sencillez y modestia en el ordinario arreo, propia no sólo de las señoras de labradores ricos montañeses, sino también de las damas de alto copete, si son muy apegadas al terruño natal. Digámoslo en honra de la Montaña y de las montañesas.

      Poco hablaban madre é hija; y eso poco en frases breves entre largos espacios de silencio, para apuntar una sospecha ó fundar una esperanza. El tema era siempre el mismo: lo que tardaba el ausente y lo que podía significar la tardanza.

      Al cabo, se oyeron pasos en la escalera y apareció Pablo en la sala, y poco después, su padre. Representaba éste, y yo sé que los tenía, más de cincuenta años; no era muy alto, pero fornido y sano; de rostro abierto y noble; limpio y frescote y bien afeitada la espesa y recia barba; corto, áspero y muy apretado aún el pelo gris de su cabeza; lento y bien aplomado en el andar; los brazos un tanto arqueados; las manos anchas, musculosas y entreabiertas; la voz sonora, varonil y bien entonada; el traje holgado, de buen género, pero de modesta corte.

      —Vamos á comer, que harto habéis aguardado,—dijo al entrar, mientras su mujer y su hija se levantaban á recibirle. Y no dijo más por entonces, ni en su semblante pudieron leer nada las curiosas miradas de su familia.

      Se sirvió la sopa; sentóse el patriarca á la mesa; bendíjola, según costumbre, después de ocupar cada cual su puesto; y andábase muy cerca ya del clásico estofado, cuando aquél refirió en compendio lo que el curioso lector hallará más adelante con los debidos pormenores.

Ilustración de adorno

       Índice

      PELOS Y SEÑALES

P adornada

      Pedro Mortera y Juan de Prezanes, vástagos de las dos familias más ricas y antiguas de Cumbrales, ligadas siempre por amistoso vínculo,