de Sur; y, según el almanaque montañés, así debía seguir el tiempo hasta las de Navidad; lo cual vendría de perlas para secar el maíz y las castañas y asegurar una excelente pación á los ganados al derrotarse las mieses. Y el pronóstico se iba cumpliendo hasta entonces. Estaba, pues, el día como de Sur en calma: bochornoso y pesado. No es de extrañar que á aquellas horas gustara la sombra como en el mes de agosto.
Tomábanla con notoria complacencia, sentados en el banco de la Cajigona, dos sujetos: mozo el uno, en la flor de la juventud, sombreado el rostro lozano por un bigotillo negro y brillante, con el pelo de su cabeza, á la sazón descubierta, también negro y recio y corto; la frente angosta y no mal delineada; la boca fresca y no grande; los dientes blanquísimos y apretados; los ojos un tanto asombradizos y curiosos, como de persona impresionable que se estima en poco. Correspondía á la cabeza el cuerpo gallardo, y había soltura y gracia en todos sus ademanes y movimientos. Vestía un traje holgado, no cortado seguramente por el sastre de la aldea; y como el calor le molestaba, había deshecho el leve nudo de la corbata y soltado el botón del cuello de la camisa, por cuya abertura se entreveía su rollizo y blanco pescuezo, sin barruntos de nuez ni asomo de costurones.
El otro personaje no se le parecía en nada. Estaba marchito y ajado, más que por la edad, por la incuria y el desaseo, que se echaban de ver en su barba mal afeitada, en su ropa sucia, en sus uñas negras, en su camisa deshilada y en sus dedos chamuscados por el cigarro. No era su rostro desagradable; pero se reflejaba en él un espíritu dormilón y perezoso.
Este tal, quedándose con la apagada colilla del cigarro entre los labios, llegó á decir al joven, que recorría con los ojos cielo, montes y campiña:
—¿Con que al fin, ahorcaste los libros?
—Sospecho que sí,—respondió el mozo, recostándose en el campestre respaldo sobre el lado izquierdo, y poniéndose á arrancar maquinalmente con la diestra, yerbas y flores.
—Has obrado como un verdadero sabio,—añadió el otro.
—¿Por qué?
—Porque nada hay que estorbe tanto como el saber.
—¡Caramba! me parece mucho decir eso.
—Pues es la verdad pura. No concibo el ansia de saber, por mera curiosidad.
—¡Oh! pues yo sí.
—¡Mucho!... ¡y has arrojado los libros por la ventana!
—No tanto, señor don Baldomero.
—¡Cosa que más se le parezca!...
—Dejar los estudios, no es tomarlos en aborrecimiento.
—Tampoco en estimación, amigo Pablo.
—Pero como dice usted que el saber estorba...
—Y lo repito; y aun te añado que el deseo de saber no es otra cosa, en mi concepto, que un afán que hay en las gentes de meterse en lo que no les importa.
Asombróse el joven; miró al nombrado don Baldomero, y atrevióse á responderle, no muy seguro de tener razón, pero sí de decir lo que sentía:
—No creo yo, ni creeré nunca, que el saber sea un estorbo: antes admiro y reverencio á los hombres que saben; pero me conozco ¿está usted? y porque me conozco, sé que no he nacido para sabio ni para mucho menos.
—Luego te estorban los libros.
—No, señor: me estorban los que me daban en la Universidad; me estorba la Universidad misma, porque cada hombre nace con sus inclinaciones, y las mías no van hacia ese lado. Por lo demás, yo he estudiado mucho, créame usted, don Baldomero, ¡muchísimo! Me he pasado noches en claro y semanas en vilo, porque, al cabo, tiene uno amor propio; y, gracias á estas faenas, no he perdido el tiempo, es decir, he ganado todos los cursos; pero esto no es estudiar ni aprender, ni siquiera aprovechar el tiempo.
—Ergo la borrica tiene sabañones.
—Ni asomo de ellos, señor don Baldomero... digo, créolo yo así; y verá usted por qué. Yo tenía condiscípulos que parecían cortados para aquella carrera: sueltos de palabra, finos de entendimiento... ¡me embobaba escuchándolos, y me aturdía viéndolos bullir y revolverse y cautivar los ánimos! Serán grandes jurisconsultos; brillarán en el foro; escribirán libros; irán á las Cortes... y hasta serán ministros, sí, señor, porque lo valen y lo merecen; pero estas prendas las da Dios, y á mí no me alcanzó ninguna de ellas en el reparto; y no alcanzándome, me gusta que las luzca el que las tiene; y, aunque las admiro, no las envidio, por lo mismo que me conozco... Mire usted, hombre, no es vanidad; pero creo que no se me altera el pulso si me hallo cara á cara con el lobo en un callejo del monte; y entro en cátedra, y tiemblo delante del profesor; colgado de la última rama con una mano, y con el hacha en la otra, desmocho una cajiga, si es preciso, sin que me asuste la altura ni el trabajo me fatigue; y entre mis compañeros de clase soy torpe, encogido y flojo; en las calles tropiezo con los transeuntes y los coches, y el ruido y el movimiento me marean, y las casas enfiladas me entristecen, en el teatro me duermo y en la posada me ahogo; y en la posada, y en la calle, y en el teatro, y en la cátedra, yo no pienso en otra cosa que en Cumbrales, y en cuanto hay en Cumbrales, y en esta cajiga, y en este banco, y en esta sombra, y en esta fuente...
—Justo: en la vita bona.
—¡Le digo á usted que no! Lo que sucede es que esta cajiga, y este banco, y esta fuente y cuanto los ojos ven desde aquí y pueden abarcar desde lo alto del campanario, lo tengo yo metido en el alma, con la rara condición de que cuanto más me alejo de ello, más hermoso lo veo... En fin, hombre, hasta oigo las campanas de la iglesia, y huelo el hinojo de estas regatadas. ¿Quiere usted más?
—¡Coplas, coplas, hojarasca... poesía huera!
—¡Si parece mentira lo que se ve desde lejos, mirando hacia la tierruca con los ojos del corazón! Si es en abril y mayo, jurara que veo á mis convecinos arando en la vega, ó moliendo los terrones con los cuños del rastro, ó cubriendo los surcos después de la siembra; si es en junio, cuando ya verdeguea el maíz sobre el fondo negro de la heredad, que oigo los cantares de las salladoras, y que las veo en largas filas, con el sombrero de paja, la saya de color y en mangas de camisa. ¡Pues dígote en agosto! Los maíces con pendones ya, y entre maizal y maizal, los segadores tendiendo la yerba del prado, con sus colodras á la cintura, y las obreras deshaciendo el lombío con el mango de la rastrilla, ó atropando con ella la yerba oreada, y amontonándola en hacinas... y luégo entrar el carro con sus horcas y dobles teleras; y horconada va y horconada viene; la moza de arriba, acalda que te acalda, y otras, desde abajo, peina que te peina la carga con la rastrilla; y la carga, sube que sube y crece que crece, hasta que debajo de ella no se ven ni el carro ni los bueyes; y eche usted las tres cordadas, y arrímese al testuz de las bestias, ahijada en mano, y lléveme á pulso aquella balumba por cuestas y callejones sin entornarla; y empayémela usted con aquella porfía entre el que descarga la yerba y el hormiguero de gente que la toma al boquerón del pajar, y la lleva hacia dentro y la acalda, sin que pelo quede de una horconada al boquerón cuando otra nueva viene del carro; porque ignominia fuera para los que empayan, no dar abasto al descargador. Pues que avanza octubre y se coge el maíz; y deme usted las deshojas, y tómate la siega del retoño, y el derrotar las mieses... ¡como si lo tuviera delante, don Baldomero; lo mismo que si lo tocara con las manos, veo yo todo esto y mucho más en cuanto me alejo de aquí! Lo veo, lo palpo... y lo huelo; porque no me negará usted que, en punto á olores, éstos del campo de Cumbrales parece que vienen de la gloria.
—¡Echa, hijo, echa, que ya te vas enmendando! Túvete antes por poeta, y ahora me pareces loco, si es que ambas cosas no andan siempre en una pieza.
—¡Poeta y loco por lo que le cuento á usted?
—¿Y qué es lo que me cuentas, ¡oh Pablo amigo! sino lo que se lee en coplas y romances de gentes desocupadas y soñadoras?
—Será que no me he explicado yo bien. ¡Si uno supiera decir todo lo que siente y del modo que lo siente!