Sarai Walker

Bienvenidos a Dietland


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ella iba a una revisión médica—. No tardaré mucho —me aseguró mientras salía por la puerta.

      La chica se me adelantó y observé que se sentaba en mi mesa. Eso me cabreó un poco, pero intenté no mostrarlo y me dirigí a la barra para asistir a la ayudante de Carmen. Cuando dejé el maletín del portátil sentí que la tensión se liberaba de mis hombros mientras me apartaba del ordenador y de sus interminables peticiones de ayuda. En la cocina me vi rodeada de harina, mantequilla y huevos, las cosas de las que se componía la vida, ni una sola línea de texto a la vista. Inhalé el aire azucarado y lo saboreé, después sentí una punzada de hambre. Mi barrita de muesli de Waist Watchers (90) era como serrín mezclado con pegamento, que era como no comer nada.

      Había pasado un tiempo desde la última vez que había ayudado en la cafetería, pero pronto recordé cómo se hacían las cosas. Preparé tazas de té y corté porciones de pastel de zanahoria. Coloqué los delicados cupcakes en cajas de cartulina rosa, lamiéndome los dedos con restos de glaseado cuando nadie estaba mirando. Era un alivio estar trabajando en algo que no conllevara angustia vital, que me permitiera hablar con personas en tres dimensiones que me pedían cosas sencillas, como un café y un bollo, no cómo quitar la celulitis o que descifrara el comportamiento de un chico emocionalmente atrofiado.

      Mientras trabajaba eché un vistazo a la chica, que estaba sentada en mi mesa con un neceser de maquillaje frente a ella. Sacó un espejito plateado y un perfilador de labios de la bolsa. La observé a través de la campana translúcida de un soporte para tartas mientras se delineaba la boca y fruncía los labios.

      Me llegó un pedido así que me distraje, me di la vuelta y me ocupé con la cafetera y tres tazas de expreso. Cuando volví a la barra vi que la chica estaba tras la mujer que me había pedido los cafés. Mi compañera había entrado en la cocina, así que tendría que atenderla yo. Tendría que hablar con ella.

      La chica dio un paso adelante cuando fue su turno y nos quedamos mirando a la cara.

      —Dame la mano —me dijo.

      Sorprendida, hice lo que me pedía. Le quitó la funda al perfilador y me giró la mano, con la palma mirando hacia arriba. Empezó a escribir. Yo no podía ver lo que estaba poniendo, pero sentí la punta del lápiz oprimiendo mi piel. Cuando acabó retiré mi mano.

      —Dietland —leí en voz alta.

      —Dietland —repitió la chica.

      Me quedé mirando las letras escritas en mi palma. ¿Me querría insinuar que me pusiese a hacer dieta? Tanto misterio para esto: solo quería reírse de mí.

      Dado que yo no decía nada, puesto que en ese momento estaba demasiado avergonzada para hablar, la chica recogió sus pertenencias y se fue de la cafetería. Justo cuando mi compañera de trabajo reapareció. Me limpié la mano en el delantal y avisé de que me iba a la cocina. El agua del fregadero se volvió rosácea mientras intentaba lavarme las manos.

      Cuando salí, vi que la chica se había dejado el perfilador en la mesa. Fui a cogerlo. Era de Chanel y el color se llamaba Pretty Plum.

      ***

      Después de mi encuentro con la chica necesitaba prepararme para la reunión con Kitty. Solo era una vez al mes, como mi menstruación, y la recibía con el mismo nivel de entusiasmo.

      En el viaje en metro de Brooklyn a Manhattan, volví a trazar con un dedo la palabra «dietland» en mi palma. ¿Qué significaba? Pensé que la chica se estaba riendo de mí, pero no me parecía una persona cruel. Lo que tenía claro es que era un poco rara. Si me volvía a molestar tendría que ir a la policía, pero mucho me temía que en una ciudad llena de asesinos y terroristas no les iba a importar nada que una chica con medias de colores me estuviera siguiendo.

      Salí del metro en la estación de Times Square, parándome en lo alto de las escaleras para recuperar el aliento por el calor. Entré con mi tarjeta de empleada en la Torre Austen, un edificio similar al tronco de un árbol, brillante y plateado. Austen Media era un imperio, publicaba libros y revistas, llevaba varias páginas web y tenía en propiedad dos canales de televisión dedicados a estilos de vida. Si alguien hubiera estrellado un avión contra la torre y la hubiera derribado, las mujeres norteamericanas hubieran tenido muchas menos opciones de entretenimiento.

      Antes de trabajar con Kitty había estado en una editorial pequeña y no muy prestigiosa, que también era propiedad de Austen, pero estaba situada en otro edificio más feo y veinte manzanas al sur. Hacíamos novelas que trataban de mujeres profesionales que buscaban el amor. Las cubiertas eran de colores pastel, como las paredes del cuarto de un bebé. Yo no tenía nada que ver con el contenido pero ayudaba en la producción, localizando manuscritos, hablando con las editoras, ayudando a los libros a salir al mundo. Después de la universidad, lo que quería era escribir ensayos y artículos para revistas, pero no pude encontrar un trabajo de eso, así que me conformé con la editorial. Me encantaban las palabras y me ofrecían la oportunidad de estar rodeada de ellas todo el día, aunque estuvieran escritas por otras personas. Era un buen sitio para empezar. Ya había metido un pie en la industria.

      Mis compañeras de la editorial eran mujeres de mediana edad que llevaban zapatillas deportivas con falda y medias. Pronto me sentí cómoda en su mundo de táperes y visitas a las tiendas para encontrar zapatos de rebajas después del curro, así que no me molesté en seguir buscando el trabajo de escritora con el que soñaba. Un día, después de más de cuatro años en la editorial, mi jefa me llamó a la oficina para darme las malas noticias. Íbamos a cerrar.

      —Siento no haberte dicho nada antes, pero probablemente ya hayas oído los rumores. —Había un jarrón lleno de hortensias en su mesa; pompones azules en agua marrón, dejando caer los arrugados pétalos sobre su agenda.

      —En fin —respondí. Nadie me había comentado nada.

      —No solo somos nosotros. Están haciendo limpieza. Es todo el edificio.

      El resto del edificio se componía de un club de lectura por correo y algunas revistillas, una acerca de gatos y otra de muñecas coleccionables. Nadie se había fijado en nosotras durante años, los remanentes del imperio Austen, escondidas en un anexo de la calle Veinticuatro. Al final, Stanley Austen había bajado la mirada desde lo alto de su torre plateada y nos había divisado en una minúscula esquina de su reino. Después vino el destierro.

      Cuando la editorial cerró, me quedé sin empleo excepto por algunos turnos sueltos en la cafetería de Carmen, pero al final una mujer llamada Helen Rosenblatt del departamento de Recursos Humanos de Austen me llamó para que fuera a su despacho. Tal como me indicaron, me dirigí a la Torre Austen y cogí el ascensor hasta la planta veintisiete. Helen era una mujer de mediana edad con un peinado alborotado y una sonrisa en la que predominaban las encías. La seguí a su oficina, dándome cuenta de que la falda se le había metido entre las nalgas.

      Helen dijo que mi jefa de la editorial le había hablado de mí. «Somos viejas amigas», explicó Helen, y me pregunté qué le habría contado. Helen quería hablar de Daisy Chain, la revista para adolescentes. Yo la había leído cuando estaba en el instituto. Incluso mi madre y sus amigas la leían cuando tuvieron esa edad. Llevaba publicándose desde los cincuenta y era una parte tan importante de la cultura americana que el primer ejemplar se exhibía en el Smithsonian, junto con Seventeen y Mademoiselle. Suponía que los ejemplares antiguos de Daisy Chain en el museo no se parecían en nada a los actuales, como el que estaba en la mesa de Helen con una portada en la que se leía: PERDER LA VIRGINIDAD... NO ES PARA TANTO.

      Helen me dijo que Kitty Montgomery era la nueva editora de Daisy Chain. Las otras revistas para jóvenes de Austen habían cerrado, así que Kitty estaba llevando todo el peso del demográfico adolescente.

      —Le está yendo muy bien —dijo Helen—. El señor Austen está tan contento que la ha invitado a su casa de veraneo dos veces.

      Helen me explicó que en su columna mensual, a Kitty le gustaba compartir fotos e historias trágicas de su adolescencia, cuando era una joven plana y larguirucha en las afueras de Nueva Jersey. Mientras Helen atendía una llamada de teléfono, hojeé algunas