que yo había dicho.
—No puedo hacer nada. Todos esos grupos de padres y madres dicen que nos boicotearán si utilizamos la palabra vagina. Es mejor evitarla. Por supuesto, acabo de caer, eso solo hace más difícil poder escribir artículos sobre tampones. —Kitty se echó hacia atrás en la silla, parecía abrumada—. Eufemismos, eso es lo que necesitamos. —Miró hacia el pasillo, donde estaba Eladio—. ¡Piensa en eufemismos para vagina! —le gritó.
—¿Chocho?
—No, nada sexual. Términos médicos. Haz una lista y se la mandas a la del artículo sobre tampones. Dile que no puede escribir vagina. Mándasela también a Plum, por si la quiere usar.
Era difícil pensar que todo eso era trabajo de verdad, por el cual nos pagaban. Después tendría que contárselo a Carmen. Kitty se giró hacia mí.
—Bueno, ya está hecho —concluyó, aunque yo no había acabado con mi lista mental—. Entre tú y yo, ya sé que hay partes de la revista que son un poco absurdas, pero mis lectoras son chicas reales con problemas reales. De verdad creo que podemos ayudarlas. Me gusta pensar que el trabajo que tú y yo hacemos es una anécdota para todas las cosas malas que pasan en el mundo. Perdona, quería decir antídoto.
Cuando dijo eso, me imaginé una picadura de serpiente en el tobillo de una chica, con los colmillos penetrando en la carne.
Kitty siempre hablaba de las chicas como si fueran gente real, mientras que para mí eran como una colonia de hormigas irritantes y molestas.
—Siempre digo: «Plum es nuestra conexión con las chicas», tu trabajo es tan importante como el de cualquiera de nosotras, aunque no salga en la revista.
Continuó elaborando esa idea durante otros treinta segundos. Salía de su boca como el caramelo hilado.
—Hay otra cosa más de la que tenemos que hablar y después te dejo ir. Para el próximo número todo el personal está probando productos de belleza como cuchillas, desodorante, brillo de labios, lacas y todo eso. Les contaremos a las chicas lo que funciona mejor. Quiero que tú también lo hagas.
—No hace falta que me incluyas.
—Oh, no, por supuesto que sí. Solo porque trabajes en casa no significa que no seas una de nosotras. ¿Sabes?, la otra noche me sucedió una cosa de lo más curiosa. Estaba probando un gel para el depilado. Me senté en el borde de la bañera con la pierna extendida y el pie apoyado en el lavabo. Te lo imaginas, ¿no? —Kitty medía un metro ochenta y me imaginé su pierna blanca extendida desde la bañera hasta el lavabo, como un puente de mármol blanco—. Me estaba pasando la cuchilla por la pierna y no me di cuenta de que me había hecho una pequeña herida en el gemelo. Así que estaba depilándome y una pequeña gota de sangre cayó de mi pierna y se estrelló contra el suelo de losa blanca. Mi baño es totalmente blanco y esa pequeña gota de sangre es como el único toque de color que hay. Y me quedo mirándola y era tan, no te rías, tan bonita. Me quedé allí mirando la sangre. Pensé: «Es mi sangre». Las mujeres vemos nuestra sangre todos los meses, pero no era asqueroso, ¿sabes? Así que volví a pasar la cuchilla por la herida y cayeron más gotas de sangre al suelo y algunas se deslizaron por mi pierna. Si mi novio no hubiese llamado a la puerta hubiera seguido haciéndolo toda la noche.
Kitty siguió hablando del contraste del rojo de la sangre contra su suelo blanco, y mientras ella parloteaba, yo solo podía pensar: Querida Kitty, me gusta cortarme los pechos con una cuchilla… Me gusta dibujar el contorno de mis pezones y observar la sangre empaparme el sujetador… Sé que es raro, pero lo hago porque me siento bien. Duele, pero también me gusta.
Kitty se fue y me volví a sentar en el sofá con forma de labios, esperando a la editora de belleza. Después de un rato me sentí mareada y con náuseas, igual que me había sentido en el despacho de Kitty, así que fui al baño, adivinando el camino a través de los pasillos cubiertos con las portadas de los ejemplares de la revista, en las que se veía a modelos con los ojos vidriosos, como los trofeos de un cazador. Mantuve los ojos fijos en la moqueta hasta que llegué al baño, donde había varias chicas mirándose en los espejos y usando los lavabos. Me encerré en uno de los cubículos color salmón y respiré profunda y lentamente. Las náuseas se estaban incrementando y sentí algo en mi interior que daba vueltas, como un calcetín solitario en una secadora. Empecé a tener arcadas y a atragantarme y me incliné sobre la taza, pero no salió nada. Las chicas de los lavabos dejaron de hablar y me sentí avergonzada de los ruidos que estaba haciendo.
Cuando se me pasó el mareo, me quedé sentada en el suelo, sin energía para poder levantarme, mirando al vacío asalmonado. Las chicas siguieron con su conversación, interrumpida por el sonido del agua vaciándose por los sumideros del lavabo. La charla se detuvo.
La puerta del baño se abrió y se cerró.
Dejé descansar mi cabeza contra la pared del cubículo, respirando profundamente el aire agrio del baño, lo que me hizo querer vomitar de nuevo. Metí la mano por debajo de los tres elásticos que me apretaban la cintura; la falda, las medias y las bragas.
La puerta del baño se abrió y se cerró.
—¿Estás bien? —me dijo una voz desde el otro lado.
Me sonaba familiar. Bajo la puerta pude ver unas piernas con medias verdes como la cáscara de una sandía y unas botas militares que no llevaban los cordones abrochados.
¿Podría ser?
—Te he dejado algo en la cocina —me dijo, y después se fue.
Cuando escuché que la puerta se cerraba me esforcé por enderezarme y fui a lavarme las manos, todavía sin aliento después del shock de haberme encontrado a la chica en la Torre Austen. Me pregunté si estaría esperándome en la cocina de los empleados, pero cuando fui allí no había nadie. Miré alrededor, sin saber si la chica se había ido, pero después reparé en la mesa de regalos promocionales.
Lo que no se usaba para la revista se dejaba en una mesa de la cocina y cualquiera podía coger lo que le interesara. Escarbé en el montón: un bolso con un asa de bambú rota, un montón de pendientes baratos, pintalabios... Nada de eso parecía ser para mí. En el suelo, al lado de la mesa, había una caja de cartón llena de libros con unas cuantas novelas románticas juveniles y la biografía no autorizada de una estrella del pop, y entonces lo vi.
Aventuras en Dietland.
Era un libro escrito por Verena Baptist. Su nombre no me resultó familiar hasta que leí la contraportada. Cuando me di cuenta de quién era cerré los ojos. Puede que estuviera en la Torre Austen, sin nada más que cemento y acero para sujetarme, pero en mi mente viajé en el tiempo hasta Harper Lane, la casa de mi infancia. Sentí una punzada, como cada vez que recuerdas algo. ¿Cómo lo sabía? La chica no podía haberlo sabido.
Abrí el libro para ver si había escrito algo o me había dejado una nota para hacerme saber que esa era la pista correcta en la busca del tesoro, pero no había nada. Metí el libro en mi bolso y me dirigía hacia la puerta cuando de repente se abrió.
—Te he estado buscando por todas partes.
La ayudante de la editora de belleza me tendió una bolsa llena de los productos que se suponía que tenía que probar.
—¿Sabes si aquí trabaja una chica que lleva botas militares y medias de colores? —le pregunté, cogiendo la bolsa—. Utiliza mucho delineador de ojos. ¿Quizás una becaria?
La ayudante se encogió de hombros.
Salí de la cocina y me dirigí a los ascensores. Una vez que estuve en el metro hacia mi casa, abrí Aventuras en Dietland. Mientras leía las palabras de Verena por primera vez: «Antes de que yo naciera, mamá era una joven delgada», el tren abandonó la estación y se adentró en el túnel, alejándome de la Torre Austen.
En ese momento, ya había empezado.
Después de catorce horas en el coche, conduciendo de Boise a Los Ángeles