Sarai Walker

Bienvenidos a Dietland


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hecha un desastre. Se caía a trozos. Jamás hubieras imaginado que una estrella de cine vivía aquí.

      Myrna Jade había sido olvidada, sus películas estaban fuera de circulación, hasta que un historiador escribió un libro acerca de ella en los años setenta que se convirtió en una película muy popular en los ochenta, Myrna-manía, lo llamó Delia.

      —Ahora mi casa está en El mapa de las estrellas y la gente pasa a cualquier hora del día o de la noche. La mayoría europeos. Sé que es una molestia, nena. Créeme, lo sé. Pero no hay nada que se pueda hacer así que no les prestes atención.

      No estaba segura de creer a Delia. ¿Quién iba a pensar que una estrella de cine viviría en una pequeña casa de piedra y no en un castillo? Me pregunté si estaba intentando hacerme sentir mejor. Me fui a mi cuarto el resto de la tarde y cuando llegó la hora de irse a dormir, me puse el pijama y me asomé a la ventana. Un flash. Clic. Otros dos. Clic, clic. Flores eléctricas contra el cielo nocturno.

      ***

      Las mujeres que vinieron antes de mí tenían una figura definida. Mi abuela, la madre de mi madre, murió antes de que yo naciera pero quedaban fotografías de ella. En mi favorita aparece ella de joven junto a su hermana, en el paseo marítimo de Atlantic City, las dos con los brazos entrelazados y sonriendo a la cámara. Me gusta pensar que mi abuela nos estaba dirigiendo la mirada a mi madre y a mí a través del tiempo, aunque en esa época no nos habría podido ni imaginar. Es una adolescente en esa foto, su corte de pelo al estilo de los años veinte. Su hermana y ella llevan vestidos de lunares y las dos son rellenitas. Ya desde pequeña me veía a mí misma en ellas. Sabía que estábamos conectadas, como un collar de perlas blancas extendiéndose hacia el pasado.

      Cuando mi madre era pequeña también tenía una figura definida, pero no era rolliza como ellas. El día que nací, me miró y supo que me llamaría por otro nombre, independientemente de lo que pusiera en el certificado de nacimiento. «Tenías el pelo muy oscuro», dijo, «era tan largo que podía enrollar los dedos en él. Tu piel era como una rosa. Eras tan dulce que te hubiera podido comer, mi pequeña Plum».

      Una perla, una ciruela... la redondez me definía.

      Todos los años, el primer día de colegio, la profesora pasaba lista y cuando llegaba a mi nombre, decía: «¿Alicia Kettle?», y entonces le tenía que decir que me llamaban Plum.

      Ciruela. Gordita. Cerdita.

      Alicia soy yo pero no soy yo.

      Vivimos en la casa de Harper Lane durante cinco meses y después nos mudamos a nuestro propio piso. Mi padre se quedó en Idaho y se divorciaron. El sueldo de mi madre como secretaria del departamento de biología de una universidad nos permitía tener una casa con muebles de madera oscuros, que absorbían toda la luz, y moqueta de color naranja vómito. Vivimos en ese piso unos cuantos años, hasta que Herbert murió de un infarto. Delia se sentía tan infeliz viviendo sola que suplicó que nos volviéramos a mudar a la casa con los mirones, los curiosos, los fotógrafos.

      Los colegios que había cerca de la casa de Delia serían mejores para mí, dijo mi madre, y le gustaba la idea de escapar del complejo residencial con los pañales sucios flotando en la piscina. Ya había decidido marcharse, así que nos fuimos.

      En la casa de Harper Lane estábamos bajo vigilancia constante. Sentada para desayunar, alzaba la vista de mis cereales y veía una figura asomada a la ventana, que se escapaba como un ratón asustado cuando lanzaba mi zapatilla contra el cristal. En mi habitación siempre tenía las cortinas corridas, pero sabía que estaban ahí fuera. A Delia y a mi madre no parecía importarles las miradas y las cámaras de los extraños. Cuando estaban fuera de casa podían escapar; para ellas era solo un problema temporal.

      En el colegio no había ningún sitio donde esconderme. Estaba rodeada. Había tanta gente que nunca tenía la certeza de quién estaba mirando. Todos los días tenía ganas de escaparme, de cerrarme como una flor con el calor.

      No le contaba a nadie lo que sucedía en la escuela. Algunas veces, al final del día, me encontraba con que me habían escupido en el pelo o me habían pegado un papel en la espalda que decía: HAZME UN FAVOR Y EXPLÓTAME. El primer día en el instituto, después de que una compañera mayor que nosotras fuera violada en un descampado, me ofrecieron clases de autodefensa. Cuando fui allí, dos chicas se burlaron y dijeron en alto, para que todo el mundo las oyera: «¿Quién querría violar a esta?».

      Llamé a Idaho por teléfono y pregunté: «Papá, ¿crees que soy guapa?». Sabía que me diría que sí porque era mi padre.

      Durante mi siguiente año de instituto, un chico me pidió ir al baile. No me fiaba mucho de los chicos, puesto que no me prestaban ninguna atención, a no ser que fuera para insultarme o algo peor, pero mi madre me insistió para que fuera. Me dejó en la puerta del gimnasio del colegio y esperé a ese chico en el aparcamiento durante más de una hora, arrastrando los bajos de mi vestido violeta y manchándolos de aceite de motor. El chico no vino y todo el mundo lo sabía. Lo habían visto.

      Quise ser más pequeña para que no me vieran.

      Si fuera más delgada, no se quedarían mirando. No serían tan crueles.

      ***

      En la cafetería de Carmen, con el portátil abierto delante de mí, no podía concentrarme en los mensajes de las lectoras de Kitty. Había dejado el libro de Verena Baptist en la silla de al lado, y el día anterior ya me había leído unos cuantos capítulos. Seguí echándole miradas de reojo: Aventuras en Dietland. No era el tipo de libro que normalmente leía, pero tenía ganas de volver a casa y devorar sus páginas. No sabía por qué la chica me había dejado el libro ni por qué estaba en la Torre Austen. Parecía imposible que pudiese ser parte del mundo de Kitty y, sin embargo, había estado en su despacho. No la había visto desde entonces, así que me pregunté si ya había terminado su jueguecito.

      Desde que había posado los ojos en el libro y en el nombre de Verena Baptist, había sido transportada a Harper Lane. La chica no podía saber nada de mi pasado, o de que yo había sido una baptista, pero gracias a ella no podía dejar de pensar en aquella época, cuando tenía la edad de una de las chicas de Kitty. No es que me apeteciera mucho recordarlo, pero el libro me obligaba a ello.

      Me convertí en baptista en mi tercer año de instituto. Estaba con la gripe y me quedé en casa durante tres días, sin hacer nada salvo ver la televisión. La gente que aparecía en los programas matutinos no me resultaban familiares, sobre todo los sonrientes vendedores que anunciaban productos que yo no sabía ni que existían. Jamás había oído antes el nombre de Eulayla Baptist, pero aparecía en una serie de anuncios para la Pérdida de Peso Baptista©. Tampoco había oído hablar de eso.

      En todos los anuncios, una vieja fotografía de Eulayla Baptist llenaba la pantalla. Aparecía enorme, enfundada en unos vaqueros desgastados, intentando apartar su cara de la cámara. Una voz en off decía: «Esa era yo, Eulayla Baptist. Estaba tan gorda que ni siquiera podía jugar con mi hija». Unos violines tristes sonaban de fondo, llegando a un crescendo cuando la Eulayla delgada atravesaba la fotografía, destrozándola en el proceso. Esa era su gran entrada, con los brazos extendidos hacia el cielo.

      Plano de Eulayla sentada a la mesa de una cocina soleada y con un mantel de cuadros rojos. «Al escoger comer con el Plan Baptista, nunca más tendrás que pasar hambre. Para desayunar y comer, disfruta de un batido baptista, enriquecido con melocotones de Georgia. Para cenar, las posibilidades son infinitas. Ahora mismo, estoy disfrutando de un plato de pollo con patatas». Eulayla, con su pelo rubio recogido en un moño francés y su eterna cruz dorada adornándole el cuello, dejaba el tenedor y miraba a la cámara, que se movía para cerrar el plano. «Con el Plan Baptista, no hay necesidad de ir a la compra ni de cocinar. Mi programa se encarga de todo lo que necesitas, excepto la fuerza de voluntad. Ese ingrediente tan especial tienes que ponerlo tú».

      Cada veinte minutos o así esta mujer aparecía en pantalla, destrozando los vaqueros gigantes. En otros anuncios estaba acompañada de otras personas que también rompían sus fotos.