Sarai Walker

Bienvenidos a Dietland


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me dirigí al callejón y me senté en las escaleras de cemento al lado de los contenedores de basura. Cuando mis manos acariciaron los macarons de mi bolsillo, pude haberme detenido y recordar mi entrenamiento; podría haber escrito en mi diario de comidas o podría haberme puesto a saltar, pero no lo hice. Me metí un macaron en la boca, dos, y después todos los que cupieron. Me los comí tan rápidamente que al principio no disfruté de la crema de coco deshaciéndose en mi lengua. Engullí tres antes de pararme a respirar, y así saqué espacio para dos más. El rostro me ardía y empecé a llorar. Sabía que lo que estaba haciendo estaba mal, pero no podía tragar lo suficientemente rápido. Una bola de coco se me quedó atrapada en la garganta. Me detuve para tragarla, y después continué con mi botín, limpiándome la nariz con la manga mientras masticaba. Todavía seguía llevando los guantes de plástico. Me sentía como una criminal.

      Mientras me tragaba el último, con la cara cubierta de lágrimas y rímel, vi que Luis y Eduardo estaban en el callejón, fumando. No sabía cuánto tiempo llevaban allí. Me estaban mirando, me habían visto.

      Después de todas esas semanas sin comida, mi estómago, encogido como una pasa, estaba sufriendo para absorber todas esas calorías. Sufrí un dolor muy intenso mientras me dirigía a casa. Pensé que iba a vomitar, pero una vez que se me pasó, me encontré mejor de lo que había estado en mucho tiempo. El dolor de cabeza desapareció. Me había acostumbrado tanto a tenerlo que me sentía extraña sin él; la sensación era de alivio, como si me hubieran quitado un cinturón que llevaba apretado en torno a mi cabeza. Por primera vez desde que me había convertido en baptista, dormí toda la noche del tirón.

      Al día siguiente cuando me desperté, el hambre estaba allí otra vez. Me había despertado tarde y no había desayunado, así que me bebí dos batidos baptistas. No fueron suficientes para ese ansia bestial, y cuando no estaba satisfecha me mordisqueaba por dentro. No podía soportar estar atrapada en casa con mi apetito y decidí comerme la bandeja de la cena, a pesar de que solo era la una de la tarde. Después me comí una segunda y me bebí otro batido; más tarde calenté una pizza baptista, aunque solo eran lascas de queso de plástico en una base tan fina como el papel. La cocina estaba llena de bandejas rosas vacías, botellas y restos de plástico plateado, que se pegaban a la encimera. Recogí todas las pruebas y las saqué al cubo de basura para que nadie se diera cuenta. Mientras volvía a casa, vi a una mujer apuntándome con una cámara de fotos. Ella me había visto.

      Después de mi atracón, no me sentí llena, ni contenta. Al comerme los macarons, había probado la comida real, y ahora quería más. Llamé a Nicolette.

      —Pensé que estabas muerta —me dijo.

      Eso también era lo que la gente había pensado acerca de Eulayla Baptist.

      —No estoy muerta, solo me he alejado del mundo de la comida.

      Fuimos al centro comercial, nos llevó la madre de Nicolette en su Mercedes dorado con la pegatina: NADA SABE TAN BIEN COMO ESTAR DELGADA. Nicolette podía comer lo que quisiera y nunca engordaba; por eso su madre la odiaba, me dijo. En el centro comercial, comimos perritos calientes con chili y nachos con extra de jalapeños y lo acompañamos todo con una limonada de cereza. Compramos pretzels y churros espolvoreados con azúcar y nos los comimos. Hicimos un esfuerzo por mirar zapatos y algo de música, pero en realidad habíamos ido allí por la comida.

      Antes de irnos, compré media docena de dónuts para llevar, recubiertos de glaseado y virutas multicolores.

      Después de comerme unos dónuts a las dos de la mañana, me siento: eufórica

      En mi siguiente reunión con Gladys, llena de remordimientos, le confesé todo. Me cogió de la mano y me suplicó que encontrara la fuerza para resistirme a los impulsos del cuerpo. «A una baptista no le da miedo admitir que se ha equivocado», me dijo Gladys, «pero tampoco pierde la fe en sí misma». Mientras la escuchaba, me parecía casi posible. Me dio un folleto con Eulayla en la portada, titulado: No quiero estar delgada, ¡prefiero tener salud!(10)

      Había capítulos acerca de la tensión alta, de la diabetes y de problemas cardiovasculares. Gladys dijo que me arriesgaba a que me pasara todo eso si abandonaba el Plan Baptista. «¿Quieres morirte antes de los cuarenta, nena?». Me habló de su hermana, que tenía la misma talla que yo y a la que habían diagnosticado infertilidad.

      Lloré mientras Gladys me pesaba y yo descubría que había recuperado casi la mitad del peso que había llegado a perder. Todo el sufrimiento no había servido para nada y la nueva vida que me había imaginado se me estaba escurriendo entre los dedos, y todo porque había sido una cerda. Concluí hacerlo mejor y comportarme otra vez como una buena baptista. No iba a conseguir mi peso ideal en la fecha que me había autoimpuesto, pero Gladys me aseguró que esto era normal, que le ocurría a todo el mundo, incluida ella.(11)

      El estilo de vida baptista me atrapó de nuevo. Me escondí en mi dormitorio, me resigné a sentirme mal, me alejé de mi amiga y en mi cabeza repetía la frase bandejas rosas, bandejas rosas, como un mantra, recordándome a mí misma que si solamente comía lo que me ofrecían las bandejas rosas y nada más, adelgazaría y no moriría antes de los cuarenta.

      Todas las semanas, mientras abandonaba la clínica cargada de bandejas rosas y batidos, me prometía a mí misma que sería buena. Pero no importaba. No sería una baptista por mucho tiempo.

      Llegué a la clínica una tarde y las mujeres estaban llorando. Una Gladys muy apenada me dijo que Eulayla Baptist y su marido habían muerto en un accidente de coche en Atlanta.

      —Hubo una tormenta, —Gladys consiguió contarme— perdieron el control del vehículo. Se ha ido.

      Miré al póster de Eulayla sujetando sus vaqueros de gorda.

      —¿Ido? Pero… ¿para siempre? Eso es imposible. —Me sujeté a una silla para no caerme.

      En cuestión de días, Gladys llamó para darme la mala noticia. «La hija de Eulayla va a liquidar todo», sollozó, «la empresa está cerrada. Todo se ha acabado».

      Fui inmediatamente a la clínica con la intención de acumular comida, pero cuando llegué las puertas ya estaban clausuradas. No había señales de Gladys ni del resto del personal. «No», lloré golpeando las puertas. Otras mujeres andaban merodeando por la acera, demacradas y abatidas, probablemente a punto de sufrir un ataque de nervios, pero demasiado débiles como para montar una escena. «¿Por qué?», aulló una de las mujeres, poniendo las manos en mis hombros, «¿Por qué nos odia la hija de Eulayla?».

      Cuando llegué a casa, mi madre estaba sentada en las escaleras de la entrada, pelando una naranja. Me senté junto a ella.

      —¿Qué pasa?

      —Ya no existe la clínica de Pérdida de Peso Baptista. La hija de Eulayla las ha cerrado todas.

      —Bien por ella.

      Observé a mi madre dejar caer la cáscara en el suelo, entre sus pies. Yo estaba de luto y ella solo podía mostrar su satisfacción. Saqué la foto del antes que me había hecho Gladys. Pesaba once kilos menos que entonces, pero todavía estaba gorda. El instituto iba a comenzar pronto, y sin la clínica baptista, los planes para el último año y para la universidad en Vermont estaban empezando a desmoronarse. Tuve miedo de quedarme en la fotografía del antes para siempre.

      Un coche antiguo, pequeño y negro como un escarabajo, probablemente de los sesenta, se detuvo frente a la casa. Lo conducía un hombre y a su lado estaba sentada una chica adolescente, que salió del coche con una cámara en las manos. Se quedó de pie en la acera delante de mi madre y de mí y alzó la cámara. Siempre iban a estar mirándome. Ese era mi destino.

      —Fuera —le grité, levantándome de las escaleras. La chica se volvió hacia el coche y se apresuró a abrir la puerta. Mientras se ponían en marcha, comencé a perseguirles. Agarré la tapa metálica de uno de nuestros cubos de basura mientras saltaba el bordillo, la lancé a la carretera y dejé escapar un rugido. Aterrizó con un redoble de platillos, resonando por todo el barrio. El coche desapareció por la esquina de la calle.