Sarai Walker

Bienvenidos a Dietland


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“¡Ni de broma! Con estos muslos, no me puedo poner pantalones cortos”». Violines tristes y ¡ráfaga!, Marcy estaba delgada. Cynthia, de cuarenta y un años: «Después de que mi marido muriera en un accidente de avión, me dediqué a comer diez mil calorías al día como mínimo. Si Rodney estuviera vivo, se habría avergonzado de mí». Violines tristes y ¡ráfaga!, Cynthia estaba delgada.

      Estuve viendo la televisión durante horas, esperando los anuncios, hipnotizada. Saqué el anuario escolar y busqué mi foto en la página 42. En el pie se leía: «Alicia Kettle trabaja en su proyecto de ciencias en la biblioteca». Me imaginé viendo esa foto en la televisión, con mi eterno vestido negro y mi papada. ¡Ráfaga! Aniquilaría a esa chica tan odiosa.

      Apunté el número de información gratuito decidida a convertirme en una baptista, aunque sabía que mi madre no me dejaría hacerlo. Tenía la mentalidad de apañarse con lo que tuvieras en lo que se refería a asuntos del cuerpo, ya fuera la altura, el peso o el color del pelo. Creía que la mayor parte de esas cosas ya te venían prefijadas. «Eres guapa tal y como eres», me decía siempre, y hasta parecía creérselo. Una vez que estábamos discutiendo acerca de las dietas, me dijo: «Te pareces a la abuela», lo que significaba: «Te pareces a la abuela y no hay nada que puedas hacer para remediarlo».

      Daba igual lo mucho que le suplicara, no me dejaba ponerme a régimen. La madre de mi amiga Nicolette era miembro de Waist Watchers y fotocopié alguna de sus recetas, manteniéndolas escondidas. Intenté seguir la dieta por mi cuenta, pero no sabía cuántas calorías había en los platos que traía Delia del restaurante, ya fuera lasaña o estofado de pollo. Había demasiados ingredientes que tener en cuenta. Tomaba raciones más pequeñas y algunas veces me saltaba la comida en el colegio, pero no me gustaba pasar hambre. En mi instituto había chicas que ayunaban, pero yo no sabía cómo lo hacían. Si estaba hambrienta, no me podía concentrar y necesitaba hacerlo para sacar buenas notas.

      Los anuncios de la televisión decían: «¡Una baptista nunca pasa hambre!». Ese era el reclamo. No sabía cómo iba a pagarlo, pero ya encontraría el modo. Estaba muy emocionada por mi plan secreto. La noche del baile del instituto mi madre me llevó a cenar. Cuando llegamos a casa, nos encontramos a un hombre arrodillado en el patio delantero, en homenaje a Myrna Jade. Cuando me vio hizo una foto. «Chica guapa», dijo. Nadie excepto mis padres y Delia me había llamado guapa jamás. Me gustó. Algo había cambiado en mí desde que había decidido convertirme en baptista. Solo con pensarlo ya me sentía más delgada.

      No me importó no haber acudido al baile aquella noche. No necesitaba bailes ni a los chicos de mi instituto. Se acercaban las vacaciones de verano, después sería mi último año, y al final de todo iría a la Universidad de Vermont. Gracias al Plan Baptista estaría delgada cuando empezaran las clases. Nadie sabría que Plum, la gorda, había existido. Ni siquiera diría que me llamaba Plum. Sería Alicia, porque ese era mi verdadero nombre.

      Si la gente me preguntaba por Plum, yo diría: «¿Quién? No conozco a nadie con ese nombre».

      ¡Ráfaga!

      ***

      Después del instituto, no quedaba con nadie ni me apuntaba a ninguna actividad. Hacía los deberes. Siempre fui muy aplicada, no hacía falta que me lo recordaran. Por las tardes, a solas en la casa de Harper Lane, me sentaba a la mesa del comedor con las cortinas corridas y trabajaba a la luz de una lámpara. Algunas veces la gente llamaba a la puerta o tiraban piedrecitas a las ventanas. Intentaban girar los picaportes. Yo hacía lo posible por no ser vista.

      Cuando mi madre llegaba a casa del trabajo abría las ventanas, dejando pasar la luz. «Hace un tiempo magnífico ahí afuera», me decía, pero yo me escapaba a la oscuridad de mi habitación. Un día Delia sugirió que fuera al restaurante por las tardes para hacer allí mis deberes. Supongo que ya lo había hablado con mi madre, pero hizo que pareciera una sugerencia espontánea por su parte.

      Entre el turno de comidas y el de cenas el restaurante estaba prácticamente vacío. Delia y yo nos sentábamos en un reservado de vinilo rojo al fondo, ella con sus papeles, yo con mis tareas, las dos bebiendo refrescos de cola light con hielo y limón. Me pasaba las horas haciendo ejercicios de geometría y leyendo gruesas novelas rusas para mi clase de literatura avanzada. Algunas veces Nicolette se nos unía y las dos trabajábamos en proyectos de química o hablábamos en francés.

      Llevaba yendo al restaurante un par de semanas cuando se me ocurrió una idea. Había estado pensando en cómo financiarme el Plan Baptista y me pregunté si podría aprovechar el restaurante para mis fines. Empecé a meterme en la cocina y observar a la chef Elsa preparar las cosas para el turno de cenas, a expresar interés, a preguntar cosas. Tal como esperaba, me permitió ayudar, enseñándome a cortar y a saltear. Cuando le pedí un trabajo a Delia estuvo de acuerdo, así que durante un par de horas por las tardes trabajaba en la cocina, escuchando ópera en la radio.

      Después de un mes, con la escuela a punto de terminar debido al verano, tuve suficiente dinero para unirme a los baptistas. Cuando se lo conté a mi madre, tuvimos una discusión. «Es demasiado radical», dijo. Escuchando tras las puertas, oí cómo mi madre y Delia hablaban de ello. «Sé razonable, Constance. La vida no es fácil para ella», argumentó Delia. Hubiera ido aun sin el permiso de mi madre. Tenía diecisiete años y ella no podía impedírmelo.

      Había un centro de Pérdida de Peso Baptista© cerca del restaurante, que tenía las ventanas cubiertas con cortinas blancas para que nadie pudiera ver lo que pasaba dentro. Tenía que pasar por delante de dos gimnasios y un par de clínicas de adelgazamiento para llegar allí, pero yo no estaba interesada en ninguno de ellos. El Plan Baptista era el adecuado para mí. El primer día de las vacaciones de verano, con el salario del primer mes metido en mi bolsillo, abrí la puerta de la clínica baptista y me encontré con un retrato a tamaño real de Eulayla Baptist sosteniendo sus famosos y enormes vaqueros. Dos campanas sonaron cuando entré, anunciando el comienzo de mi nueva vida.

      Me llevaron a una habitación a oscuras junto a los otros nuevos miembros, donde nos pusieron un documental acerca de Eulayla llamado Renacida. Se veían imágenes de Eulayla como Miss Georgia 1966 y de ella compitiendo en el concurso de Miss América. Cuando se casó y tuvo una hija ganó un montón de peso, que después no pudo perder. Intentó todas las dietas posibles, incluso bordeó la anorexia, pero nada funcionaba a largo plazo. En el quinto cumpleaños de su hija, pesaba más que nunca. La antigua reina de la belleza se había convertido en una depresiva con tendencias suicidas y le suplicó a su marido que le pagara una operación de reducción de estómago, pero él se negó. Una vecina suya había muerto por hacerse esa misma cirugía, no dejaría que Eulayla arriesgara su vida.

      Allen Baptist, fundador de un culto evangélico en las afueras de Atlanta (al que no le habían permitido llamar baptista por razones obvias), quería muchísimo a su esposa y estaba desesperado por poder ayudarla. Contrató a su prima para que se mudara a vivir con ellos, cocinara para Eulayla y se asegurara de que no comiera demasiado. Decidió que necesitaba apartarla completamente del mundo de la comida. Su prima preparaba todas las comidas de Eulayla, así que ella no tenía que ir a la compra ni meterse en la cocina. Allen Baptist incluso tomó la tajante determinación de ponerle un cerrojo a la nevera. No llevaba a Eulayla a cenar fuera, y ella dejó de quedar con amigos e incluso de ir a la iglesia. Los rumores de que Eulayla estaba muerta se extendieron por el vecindario.

      Después de nueve meses de infierno, comiendo solo huevos cocidos, carne magra y queso blanco con melocotones de lata, Eulayla perdió los cincuenta y dos kilos que estaban arruinando su vida, y comparó su proceso con el nacer de nuevo. En ese momento sintió que su misión sería ayudar a otros a controlar su apetito y a aprovechar todo su potencial, igual que ella había hecho.(2)

      Con el reacio apoyo de su marido, a Eulayla se le ocurrió la idea de empezar una clínica de control de peso que ofrecería a sus clientes batidos bajos en calorías, cenas congeladas y un plan de ejercicios especial. Los baptistas no cocinarían ni irían a hacer la compra, no tendrían ni que pensar en la comida, excepto cuando llegara la hora de beber o calentarse la siguiente. El primer centro de Pérdida de Peso Baptista© abrió las puertas en Atlanta en 1978.