Sarai Walker

Bienvenidos a Dietland


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y quieta.

      Llamé a Gladys.

      —¿Qué me está pasando? —susurré al teléfono, demasiado débil incluso para hablar.

      —Es el síndrome de abstinencia del azúcar. Eres una adicta, cariño. El veneno se está retirando de tu cuerpo.

      —Pero tengo mucha hambre.

      —Lo sé, cielo —contestó Gladys.

      Azúcar. Droga. Veneno. Gladys no me estaba ayudando.

      Seguí esperando a que esa sensación tan horrible desapareciera, pero no lo hizo. De noche soñaba con pasteles. Los calambres producidos por el hambre me despertaban, recorriendo mi cuerpo como el tañido de una campana. Me tapaba las orejas con las manos y me mecía a mí misma en la cama, esperando apagarlo.

      Entre comidas, manejaba el hambre mojando hojas de lechuga en mostaza (consejo de Gladys), que tenían prácticamente cero calorías y eran tan efectivas como comer aire. Así tenía algo que masticar y tragar. Las otras sugerencias de Gladys incluían ponerme a saltar, aunque fuera en público, beber litros de agua y escribir en mi diario de comidas.

      1. Después de comer, me siento: Muy satisfecha, satisfecha, con algo de hambre, o muerta de hambre: muerta de hambre

      2. Mi estado de ánimo ahora mismo es: Positivo, neutral, desalentado o irritable: positivo

      3. Pienso en comida: A la hora de comer, de vez en cuando o a todas horas: a todas horas

      Siguiendo el Plan Baptista, estaba constantemente al borde de desmayarme de hambre. Una vez, estaba en la cocina picando un pimiento rojo, pero de repente vi dos pimientos en la tabla de cortar, y después tres. Se estaban multiplicando. Dejé el cuchillo y di un paso hacia atrás, tropezándome con el mango de una sartén y tirando el aceite hirviendo al suelo. Elsa me dijo que me fuera a casa, pero volví con los pimientos, intentando cortarlos mientras me seguían temblando las manos.(8)

      Deseaba engullir toda la comida que me rodeaba en el restaurante, pero le supliqué a mi «yo» hambrienta que fuera sensata. La madre de Nicolette, que seguía en Waist Watchers y bordeaba lo anoréxico, tenía una pegatina en su coche que decía: NADA SABE TAN BIEN COMO ESTAR DELGADA. Yo no sabía cómo se sentía una estando delgada, pero si seguía con las bandejas rosas y los batidos y no comía nada más, lo sabría en solo nueve meses. El hecho de que mi desgracia tuviera una fecha para finalizar, una libertad bajo vigilancia, era lo que me mantenía con fuerzas. Una o dos veces pensé en saltar desde la azotea del restaurante, pero me callé y no se lo conté a nadie.

      Cuando volvía a casa después del trabajo, cenaba rápidamente y me metía en la cama, porque estar despierta era una tortura. Por las mañanas trataba de tranquilizarme con una ducha caliente, pero dejó de funcionar cuando vi que se atascaba el sumidero con todo el pelo que se me caía.

      En la clínica baptista, Gladys me decía: «¡Has sido muy buena esta semana!».(9)

      Ella y todas las demás estaban muy interesadas en mi progreso, alzándome la camiseta para ver mejor mi tripa y mis caderas. Pesarme era lo mejor de la semana. Fui buena un mes entero y perdí trece kilos.

      Cuando llegó julio, mi padre me mandó el billete de avión anual para ir a verle, de Los Ángeles a Boise, pero le dije que no podía ir de visita. No había manera de transportar mis comidas congeladas, y yo no podía comer nada que no fuera eso.

      —¿No vienes a verme por una dieta?

      —No puedo, papá. Te sentirás muy orgulloso de mí cuando acabe, te lo prometo.

      Era su única hija. Se había vuelto a casar, pero su esposa no podía tener hijos, así que yo era su única esperanza de tener nietos. Si estaba gorda, nadie querría casarse conmigo. Quería decirle eso, explicarle que no solo era una dieta, que todo mi futuro y el suyo dependían de esto, pero no pude pronunciar las palabras.

      Con el verano libre, aparte de mi trabajo en el restaurante, me pasaba la mayoría del tiempo sola en casa. Cuando salía, no tenía energías como para preocuparme de si alguien me sacaba fotos. Nicolette me invitaba a ir con ella al centro comercial y al cine, pero no podía estar rodeada de comida con grasas. Todas las tardes que pasaba en el restaurante me arriesgaba con comida no baptista, y eran las dos peores horas de mi día.

      En nuestros encuentros semanales, Gladys expresó su preocupación por mi trabajo.

      —Necesitas alejarte de la tentación, señorita Kettle.

      —Si no trabajo en el restaurante, no me podré permitir ser una baptista.

      —Bueno, eso sí que no lo queremos —contestó Gladys. Tenía un periódico en la mesa y empezó a mirar los anuncios clasificados para ayudarme a encontrar un trabajo que no tuviera que ver con comida—. Aquí se busca alguien para que pasee a perros.

      —No tengo energías para caminar.

      —¿Y de niñera?

      Me imaginé a mí misma desmayada de hambre en el suelo de la cocina mientras un niño jugueteaba con el teléfono, intentando marcar el número de emergencias.

      —No, mejor el restaurante. Puedo apañármelas.

      Pero no podía. Una tarde tuve que preparar una olla muy grande de macarrones con queso, y servírsela en platos a treinta y cuatro niños celebrando un cumpleaños. Había muchísima pasta, reluciente con el brillo del queso. El aroma embriagador llenó mi boca y mi nariz, se metió en mi cerebro y rodeó cada pensamiento con sus tentáculos naranjas y amarillos. Nada sabe tan bien como estar delgada, eso es lo que me dije. Me pregunté cuántas calorías habría en la cazuela. ¿Cien mil? ¿Un millón? La sola idea era repulsiva.

      Cuando los platos fueron devueltos a la cocina, unos cuantos estaban casi limpios, pero muchos otros todavía tenían restos de macarrones y queso. Algunos parecía que ni los hubieran tocado. Los platos se quedaron en la encimera, esperando que Luis los limpiara, pero él había salido a fumar.

      Me paseé por delante de los platos, mirando alrededor para ver si alguien me observaba. Cogí un poco de pasta con los dedos y me la metí en la boca. Era la primera comida de verdad que había ingerido en más de un mes. La textura era diferente, como el cachemir, en vez de áspero poliéster.

      Después del éxtasis inicial, la enormidad de lo que estaba haciendo comenzó a propagarse como si fuera una fiebre contagiosa. Corrí hacia el baño y escupí la comida en el retrete con los ojos llenos de lágrimas. Estúpida, estúpida, estúpida. Gladys me había dado folletos para cada ocasión: Hacer dieta después de la muerte de alguien querido y Los peligros de los carnavales, circos y ferias. Yo tenía montones de folletos, pero no habían sido suficientes para que me contuviera frente al canto de sirena de la pasta con queso. Contando con eso, decidí que no lo había hecho tan mal. Ni siquiera me lo había tragado.

      Empecé a querer faltar al trabajo. Estaba enferma, o por lo menos así me sentía a cada momento del día, pero no podía admitirlo. Eso le hubiera dado la razón a mi madre. Si le decía cómo me sentía, me prohibiría volver a la clínica baptista. Comencé a preocuparme por lo que ocurriría cuando volviera a ir al instituto y si mis notas bajarían por ello, pero decidí no pensar a tan largo plazo.

      En el trabajo seguí cogiendo las sobras de los platos, deleitándome en su sabor y después escupiendo la comida en el baño o en una servilleta de papel. Algunas veces, sin embargo, cuando Luis se había ido al callejón a fumar, me comía unas patatas fritas. Solo unas pocas, para acallar el dolor de cabeza.

      Una noche reservaron el restaurante para una fiesta por jubilación, así que trabajé horas extras para ayudar a la chef Elsa a prepararlo todo. La mujer que hacía los postres para el restaurante había hecho los macarons por la mañana, y Elsa me pidió que los colocara en fuentes. Sola en la cocina, con las manos enfundadas en guantes de plástico, empecé a formar pirámides con los macarons. Seis semanas de hambre sistemática me habían debilitado. Por cada macaron que iba a la fuente, otro acababa en los bolsillos de mi delantal. Cuando