Sarai Walker

Bienvenidos a Dietland


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y buganvillas. El jardín era verde con limoneros y palmeras. «Pronto volverás con tu padre», me susurró Delia cuando bajé del coche, «solo tienes que darle a tu madre un poco de tiempo».

      Delia había vivido sola en la casa de Harper Lane después de que su hijo Jeremy se marchara a una universidad en el este, pero después se casó con Herbert y más tarde nos acogió a nosotras. Mi madre se acomodó en el estudio, con su televisión en blanco y negro y un sofá cama. A mí me dejaron una habitación libre en la parte delantera de la casa, desde la cual se podía ver una datilera, o más bien su tronco, recubierto de triángulos como el cuello de una jirafa.

      Después de dejarme llamar por teléfono a mi padre y de llevarme a la prometida Disneylandia, mi madre se retiró al estudio y lo abandonó muy pocas veces en lo que quedaba de verano. Si quería verla, tenía que entrar de puntillas y acurrucarme junto a ella en su cama. Con las cortinas echadas estaba oscuro; no podía verla pero sí sentir su mano en mi cabeza, acariciándome el pelo. Escuchaba el ruido del ventilador en la esquina; mi nariz se llenaba del olor de su sudor.

      Delia era la directora de un restaurante durante el día. Herbert estaba jubilado y se sentaba en el sofá a ver sus «programas», empezando con El Precio Justo por la mañana y siguiendo hasta la cena. No se le podía molestar. Me llevó al centro comercial y me compró una pila de libros, recortables, muñecas, unos patines nuevos y una comba, esperando que me entretuviera yo sola.

      Una tarde me senté en el patio delantero bajo la palmera a leerme uno de los libros. Hacía calor en California, mucho más que en Idaho, y empecé a fantasear con la idea de un polo de cereza. Cuando iba a levantarme un coche azul con dos mujeres dentro se paró enfrente de la casa. Una de ellas se asomó por la ventanilla del acompañante y sacó una cámara de fotos negra y grande. Apretó el disparador varias veces. Cuando acabó, se volvió a acomodar en el coche y se fueron. Pude oír el sonido de su risa alejándose tras ellas.

      Miré alrededor buscando algo que fuera merecedor de una foto, pero no vi nada. ¿Me las habrían sacado a mí? Entré en la casa y me asomé por detrás de las cortinas del salón para ver si volvían.

      Herbert ni siquiera se dio cuenta de mi presencia mientras me sentaba junto a él en el sofá. En la mesita, sus gafas reposaban sobre la guía de televisión, envueltas en su funda de piel de serpiente. Intenté seguir leyendo el libro, pero los aplausos del concurso no me dejaban concentrarme. Volví a apartar las cortinas y miré hacia la calle, pero allí no había nadie. Salí con mi helado y me senté bajo el árbol, quitándole el plástico que lo envolvía y lamiéndome las gotas rojas de entre los dedos.

      Un deportivo amarillo se detuvo. Una chica se asomó por la ventanilla y sacó varias fotografías. Me miró y se rio. El deportivo aceleró y la melena rubia de la chica ondeó con el viento, como si fueran llamas de fuego.

      Cuando el ruido del coche desapareció, y todo volvió a la calma, tiré el polo a la basura. ¿Qué había visto la chica? Quise correr hacia mi madre pero estaba dentro de la habitación oscura.

      «¿Herbert?», pregunté, entrando en la casa. Me hizo señas de que me fuera. El resto de la tarde me quedé escondida en el jardín de la parte de atrás, sentada con mis libros dentro de la piscina, una carcasa de cemento sin agua.

      Evité el patio durante varios días, pero no me gustaba la terraza de atrás, que estaba atestada de cosas, con una colección de cañas de bambú en una esquina, muebles de jardín en la otra y un agujero de cemento en el medio. Cuando me aburrí de leer y mis lápices de cera se reblandecieron por el calor, me puse los patines, pensando que la piscina vacía sería perfecta como pista de patinaje. Herbert me vio desde la ventana de la cocina y me gritó que me iba a romper una pierna.

      Él guardaba un montón de dulces y bollos escondidos tras la panera de la cocina, así que cogí uno y me fui al patio delantero con mis patines. Mientras me dirigía hacia el buzón, con la boca llena de bizcocho y crema, un coche se paró, y supe lo que iba a suceder. Un hombre salió del coche y se puso a hacer fotos, después se largó.

      Delia volvió a casa por la tarde y me vio sentada en la mesa de la cocina, leyendo un libro. «¿Por qué no estás fuera, cariño?». Me encogí de hombros. No quería decirle que la gente se me quedaba mirando, que me hacían fotos y que algunos incluso se reían.

      La mayoría de las noches nuestra cena provenía del restaurante. Delia sacaba cajas de poliestireno de una bolsa de papel marrón y las dejaba en la mesa. Me tomaba un sándwich a la plancha y ensalada de col, comidas raras que mi madre nunca hacía en casa. Ella no nos acompañaba en la cena y me dejaba sola con Herbert y Delia, que se ponían a hablar de cosas de adultos. Miré a la calle desde la mesa, esperando ver más coches. No vino ninguno.

      Después de la cena, Delia y Herbert salieron a la terraza trasera con una botella de vino y me permitieron quedarme en el salón a ver la tele. Me senté en el hueco que había dejado Herbert en el sofá verde. Vi dos telecomedias y antes de que empezara la tercera, fui a la cocina para ponerme un vaso de leche. Volví al salón y me estaba llevando el vaso a la boca cuando vi a un hombre asomado a la ventana. Era grande y amenazador. Nuestras miradas se encontraron y se apresuró a volver a su coche e irse.

      Dejé el vaso en la mesita, salpicando leche en la guía de televisión de Herbert, y me fui corriendo hacia mi cuarto. Metida en la cama y tapada con la colcha, me pregunté: ¿Quién es esta gente? ¿Y por qué se me quedan mirando?

      Antes de que nos mudáramos a la casa de Harper Lane, ya había temido que hubiera algo malo en mí. En casa, cuando visitábamos a los primos, se reían de mí y me llamaban cerdita hasta que sus madres les mandaban callar. En primer curso, en la clase de la señorita Palmer, las dos chicas que se sentaban a mi lado, Melissa H. y Melissa D., me dijeron que no me iban a invitar a su fiesta de Halloween porque tenía microbios de gorda. Cuando le pregunté a mi madre qué significaba eso, me dijo que no les hiciera caso.

      No sabía qué era lo que otras personas veían cuando me miraban. En el espejo no era capaz de verlo. Y en la casa de Delia las cosas iban a peor. La gente me estaba sacando fotos y yo no sabía por qué. Por el día me escondía en mi habitación y les aguardaba. Una vez estaba armando un jaleo en la cocina con la mantequilla de cacahuete y la mermelada, y dos chicas escalaron la valla de la terraza. Dejé caer el cuchillo y grité a Herbert para que viniera. Cerró la puerta de atrás y ahuyentó a las chicas. «Condenadas turistas», gritó. Miré a la calle, horrorizada. Herbert volvió a entrar en la casa y me pasó la mano por el pelo. «No les prestes atención, nena».

      «Ignóralas». Eso era lo mismo que había dicho mi madre.

      Me mantuve alejada de las ventanas para que nadie pudiera verme. La mayor parte del día me quedaba sentada en el suelo del salón, envuelta en una manta para protegerme del frío del aire acondicionado, y veía concursos con Herbert. Cuando mi madre salía de su cuarto para ir a la cocina, me decía que estaba pasando mucho tiempo dentro de casa. «No es la única», le dijo Herbert.

      Delia y él me llevaron al centro comercial y me compraron una bicicleta con pompones morados que colgaban del manillar. Cuando volvimos a casa, esperaban que me pusiera a montarla por la calle, arriba y abajo. Estuve así una hora, hasta que una pareja con una furgoneta plateada se paró frente a la casa. «Hola, niñita», dijo el hombre con una voz que me asustó.

      Entré en casa llorando.

      —¿Qué te pasa, cariño? —me preguntó Delia, acercándose a mí y pasándome sus uñas postizas por la espalda—. ¿Te has caído de la bici?

      —La gente me mira.

      —¿Quién?

      —La gente de los coches. Se paran frente a la casa y me hacen fotos.

      Delia empezó a reírse, poniéndose una mano delante de la boca, tapando la amplia sonrisa y mostrando sus uñas color rosa perlado.

      —No te están haciendo fotos a ti, nena. Están haciendo fotos de la casa. Una mujer muy famosa solía vivir aquí. Llevo en esta casa tanto tiempo que ya ni me doy cuenta de los locos que vienen.

      Delia