Sarai Walker

Bienvenidos a Dietland


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orientación. Mientras tanto, los anuncios en los que rasgaban las fotos del «antes» se repetían en bucle.(3)

      Solo había mujeres en el grupo de la presentación y muchas estaban bastante delgadas. No entendía por qué estaban allí, pero todas se mostraron agradables conmigo, comportándose como si tuviéramos algo en común.(4)

      Gladys, la jefa de nuestro grupo, se presentó. Era una mujer negra con un moño muy cardado al estilo antiguo. Llevaba puestos unos tacones con los que hacía un chirrido al caminar. Sonreía sin cesar mientras nos ofrecía los archivadores, los cuadernos y las tarjetas plastificadas con el Juramento Baptista. Se suponía que las teníamos que llevar dentro de la cartera y colocar en el frigorífico:

      Los baptistas deben tratar sus cuerpos como a templos. Los baptistas que quieran tener éxito deben seguir los Tres Mandamientos en su vida diaria. Primer Mandamiento: no contaminaré mi cuerpo con comida grasienta o poco saludable. Segundo Mandamiento: haré ejercicio de manera regular. Tercer Mandamiento: propagaré el mensaje baptista a los demás.

      © Pérdida de Peso Baptista, S.A.

      Recogí todas las tarjetas y panfletos y los metí en mi nuevo archivador, emocionada por ser parte de la familia. Así era como Eulayla nos llamaba: su familia.

      Ya llevábamos con la orientación un buen rato cuando una mujer entró apresurada, disculpándose por llegar tarde y sentándose junto a mí en la fila de detrás. Janine era alta y robusta, con el pelo rubio platino, y su aspecto nos sorprendió igual que si hubiera ido desnuda. Llevaba un vestido muy llamativo, con estampado de flores, medias rosas y zapatones de tacón, similares a los de Minnie Mouse. Nadie más en el grupo de baptistas novatas llevaba colores vivos, solo las deprimentes tonalidades de un día nublado. Mirar a Janine era como mirar directamente al sol.

      Deseé que no se hubiera sentado junto a mí, puesto que las dos juntas parecíamos dos huevos de Pascua. En la parte en la que se suponía que teníamos que charlar con nuestra compañera, Janine se comportó como si fuésemos iguales. Incluso me invitó a tomar un café después de la presentación, pero le dije que tenía cosas que hacer. Nunca había tenido una amiga gorda y no quería empezar ahora.

      A lo largo de la orientación, Janine dijo unas cuantas cosas como: «Toda mi familia está gorda y piensan que las dietas son una pérdida de tiempo». Gladys se estremeció ante los términos de Janine y no hacía más que corregirla. Aprendimos a decir obesa o con sobrepeso, pero no gorda. Tampoco podíamos pronunciar dieta, sino usar otras palabras como el plan, el programa o comer saludablemente.

      Al acabar el encuentro, Gladys nos dio un cuaderno en cuya portada ponía: CUANDO SEA DELGADA™. La imagen mostraba dos mujeres sonrientes con un montón de bolsas de diferentes tiendas. Gladys dijo que teníamos que escribir en nuestro diario todas las semanas. Dentro, en la primera página, se podía leer: CUANDO SEA DELGADA™, y después había cinco líneas en blanco con los temas sugeridos como romances, moda y trabajo. Gladys nos mandó que cerráramos los ojos y nos imagináramos a nosotras mismas, pero delgadas. Nos dijo que escribiéramos cinco cosas que nuestras «yo» delgadas podrían hacer mientras que nuestras «yo» con sobrepeso no podían.

      Las otras mujeres y yo empezamos a apuntar cosas, pero Janine se quedó boquiabierta.

      —¿Me estás tomando el pelo? —dijo—. Vine aquí para perder unos cuantos kilos porque me duele la espalda. ¿Qué clase de enfermo mental, que se odia a sí mismo, ha escrito esta mierda? —Hojeaba el diario con la cara enrojecida y sin aliento debido a la rabia que sentía.

      —Cuida tu lenguaje —respondió Gladys—. Los baptistas no caen en la vulgaridad.

      Janine miró a Gladys con los ojos encendidos de ira tras las gafas cat-eye con diamantes de imitación.

      —¿Me lo estás diciendo en serio? —. Lanzó su cuaderno CUANDO SEA DELGADA™ hacia Gladys, que estaba aterrorizada y levantó las dos manos para protegerse. Janine se fue dando un portazo. Se produjo un silencio en la habitación, forzándonos a todas a reflexionar sobre la salida de esa mujer pintoresca y cabreada, antipática y gorda, justo lo que ninguna de nosotras queríamos ser.

      Cuando me tocó el turno de hablar con Gladys a solas, se disculpó varias veces por el «desafortunado incidente». «Lo que estamos haciendo, aquí en la clínica, es drástico pero muy motivacional», dijo, «estamos cuidando nuestros cuerpos. A gente como esa mujer le parece una amenaza. Es como si fuera una alcohólica o una drogadicta, negando que tenga un problema. Probablemente morirá joven». A Gladys pareció gustarle esa idea.

      Me enseñó la sala de ejercicio, con pesas de color rosa por el suelo y en la que había una mujer con un maillot muy recatado guiando a un grupo que daba saltos al compás de la música. En la privacidad de su pequeño despacho, Gladys me sacó una foto con una Polaroid y me dijo que la metiera en el archivador y la llevara a las reuniones semanales en la clínica. Esa era mi foto del antes. Después me pesó, y utilizando un programa informático desarrollado por el hermano de Eulayla, calculó que yo necesitaba perder cuarenta y siete kilos, lo que me llevaría nueve meses con el Plan de Pérdida de Peso Baptista. «¡En nueve meses, estarás hecha un bombón!», me dijo mientras su brazalete de plata tintineaba sobre el teclado. Gladys hacía que todo pareciera tan fácil que quería abrazarla. En nueve meses, estaría delgada. La informática no miente. Me llevé mi primera semana de batidos y cenas congeladas en dos bolsas de la compra, envanecida por las palabras de ánimo de Gladys.

      Ya en casa, mi madre me miró con frialdad mientras sacaba la comida de las bolsas. Los batidos y las bandejas de congelados color rosa llenaron la mayor parte de nuestra nevera y congelador. También tenía una caja de suplementos baptistas.

      —¿Para qué necesitas esto? —Mi madre examinó las pastillas grisáceas.

      —Gladys ha dicho que tenía que tomarme una al día. —Lo había remarcado mucho.(5)

      Para desayunar y para comer, me tomaba un batido de melocotón en lata. Para cenar, calentaba en el microondas la comida designada, y después retiraba el plástico plateado para revelar un estofado de carne, los guisantes flotando en la salsa marrón y tibia; o una albóndiga de pavo, un solo planeta crujiente rodeado de anillos de pasta rojiza. Las porciones eran pequeñas, una cucharada o dos de comida, y parecían no tener conexión alguna con la comida de verdad. Pensé en la posibilidad de que estuviera hecha de otra cosa, como papel o plástico, pero no me importaba, siempre y cuando me condujera a la delgadez.(6)

      Mi primera semana como baptista estuve llena de energía y motivación. Me habían enseñado a evitar a la gente que estuviera comiendo, esa gente indisciplinada armada con cuchillos y tenedores, pero dado que trabajaba en un restaurante, me fue imposible. No me importaba. Me estaba alejando del mundo grotesco de engullir y masticar. Ver a la gente comer me daba náuseas.

      Antes de mi turno en el restaurante, pasaba por la clínica baptista a hacer aerobic. En el trabajo estaba más ágil que nunca. Una noche piqué veinticinco cebollas en tiempo récord, y Elsa, la chef, se maravilló ante mi velocidad. Los pimientos rojos, el apio y los ajos se acumulaban en coloridas pilas sobre las tablas de cortar. Cuando terminaba, me ponía a hacer otras cosas, como reorganizar los estantes y colocar las especias por orden alfabético.

      Una noche, cuando volví a casa después del trabajo me encontré a un grupo de diez turistas italianos sentados en el patio, con velas encendidas y tocando la guitarra. Abrí las ventanas de mi habitación para escucharles cantar. Me saludaron y sonrieron, y no me importó que me estuvieran mirando. Nada podía enfriar mi ánimo. Era una chica encarcelada a la que pronto iban a liberar de cumplir una larga sentencia.

      A finales de semana pesaba cinco kilos menos. Gladys y las otras mujeres me rodearon, admirando mi menguada figura.(7)

      ¡En nueve meses, estarás hecha un bombón!

      Como todas las subidas, la mía no iba a durar. Cuando empecé la segunda semana, me estrellé. Si hubiera seguido teniendo clases, no hubiera podido asistir. Dejé de ir a aerobic y tenía que obligarme a mí misma a abandonar la casa para ir al restaurante y poder pagar