Frank Ostaseski

Las cinco invitaciones


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de la libertad en este contexto, no me refiero a ningún tipo de iluminación suprema, sino a algo mucho más práctico e inmediato: la libertad respecto a las acusaciones, recriminaciones y juicios que tanto dolor nos causan. Aferrarnos a nuestro dolor no nos beneficia en absoluto.

      La negativa a perdonar es una forma de resistirnos a la vida. Podemos ser leales a nuestro sufrimiento; pero cuando nos aferramos a nuestro pasado, nos asimos no sólo a los recuerdos, sino también a la tensión y los estados emocionales que los acompañan. Resistirse al perdón es como tomar un carbón ardiente y decir: “No lo soltaré hasta que te disculpes y pagues lo que me hiciste”. En nuestro afán de castigar, los únicos perjudicados somos nosotros.

      El perdón nos permite desprendernos del dolor no porque lo cubra con pensamientos positivos, sino porque hace que nuestra experiencia pase a primer plano para que podamos acercarnos con compasión a nuestro pesar. No tenemos por qué tolerar que antiguas heridas definan lo que somos aquí y ahora. Podemos permitir que el pasado se disuelva, podemos dejarlo atrás, podemos despedirnos de nuestras viejas heridas. Al perdonar, nos libramos del sufrimiento que nos ha aquejado desde que el suceso originario tuvo lugar.

      Si perdonamos, conocemos más íntimamente nuestra pena. Esto fue lo que le ocurrió a Travis cuando me contó la historia de su pasado. Por primera vez en su vida sacó esa vieja herida de su bolsillo trasero, la desempolvó y la examinó con detenimiento. Sólo entonces fue capaz de recibir el perdón de Blaze.

      El perdón tiene el poder de vencer lo que nos divide. Puede derretir la armadura de temor y resentimiento de nuestro corazón que nos separa de los demás, de nosotros mismos y de la vida. Una vez le pregunté a una joven con cáncer, que había sido abandonada por su familia y vivía en la calle, si creía que el perdón requería valor.

      —Sí —dijo—, pero para mí fue una manera de descubrir si era capaz de volver a amar.

      El perdón descarga a nuestro corazón del peso del enojo y otros sentimientos negativos y abre el camino al amor.

      Al igual que las ama, las japonesas pescadoras de perlas de la antigüedad, cuando nosotros nos sumergimos en nuestras heridas podemos volver a la superficie con un tesoro. Con el pecho desnudo, estas mujeres sólo portaban un pequeño taparrabos, un visor y un par de aletas. Llenaban de aire sus pulmones y se zambullían valientemente en las frías y oscuras aguas del mar, bajo las cuales desaparecían, para volver minutos después a la superficie en poder de una perla. Además de contribuir a nuestra curación, explorar nuestras heridas nos ayuda a sentir empatía por quienes han sufrido daños similares a los nuestros.

      En ocasiones, una gran acumulación de dolor puede abandonarse de golpe, como en el caso de Blaze y Travis, pero el perdón no suele suceder de esa manera. Puedo afirmar que noventa y nueve por ciento de las personas con las que he trabajado se beneficiaron de la práctica del perdón y que cada una de ellas llegó a él a su modo, aunque éste es con frecuencia un proceso largo y difícil. La gente suele sentirse agobiada por las circunstancias de su congoja, su relación con el perpetrador, la falta de motivación o el simple paso del tiempo.

      Si todos estamos de acuerdo en que el perdón tiene muchos beneficios, ¿por qué nos resistimos a él?

      El perdón es una práctica valiente. Requiere verdadera fortaleza, la disposición a aceptar algo muy difícil. Nos pide enfrentar nuestros demonios. Requiere una honestidad absoluta. Debemos estar dispuestos a ver las cosas tal como son, a dar fe de actos lamentables sufridos o infligidos por nosotros. A veces tenemos que enfurecernos; otras, debemos aceptar nuestra culpa; otras más, tenemos que hundirnos en una profunda angustia. El perdón no implica sofocar ninguna de esas emociones, sino enfrentarlas con bondad y prestar atención a lo que se interpone en el camino de nuestra renuncia a la sensación de agravio.

      Sé por experiencia que la gente suele llegar al perdón cuando se da cuenta de que “No quiero que esto interfiera con mi capacidad de amar; no quiero dejar este legado a mis hijos ni a nadie”. Perdonamos porque es absurdo esperar a quitarnos el peso que nos agobia, es absurdo perder tiempo en apegarnos a viejos resentimientos. Perdonamos porque no queremos llegar al final de nuestra vida llenos de lamentos y pesares. Perdonamos no porque sea “malo” no hacerlo, sino porque obsesionarnos con nuestras penas nos lastima demasiado y nos impide amar en forma plena.

      Magda, de noventa años, asistió a uno de mis retiros. Dedicó mucho tiempo de esa semana a quejarse de su esposo, Jerzy, de su edad. Tras sortear sesenta años de matrimonio, él había empezado a distanciarse de ella, a causa de su envejecimiento y debilidad creciente. Le decía que quería mudarse a un asilo o regresar a Polonia, su país de origen, y eso molestaba y ofendía a Magda.

      “¿Cómo es posible que él me haga esto después de tantos años?”, preguntó.

      Cuando hablamos del perdón, sentí su resistencia. Ella esperaba a que Jerzy le ofreciera disculpas; no estaba dispuesta a renunciar a su sensación de que había sido maltratada. Pero aunque las barreras contra el perdón parezcan impenetrables, el amor puede entrar hasta por la más pequeña grieta de tales defensas.

      Semanas más tarde, recibí esta carta de Magda:

      En el retiro, aprendí que a todos nos espera la muerte y que Jerzy también morirá. No quiero estar enojada con él los últimos días que esté a su lado. Comprendí que debía cambiar mi perspectiva y vencer mis sensaciones de enfado e indignación. Entendí que sus constantes amenazas de abandonarme eran sencillamente su forma de protegerse. Me di cuenta de que lo amo y debo perdonarlo. Quiero disfrutar cada momento con él; no deseo dedicarme a pelear el tiempo que nos queda.

      Aceptar con misericordia nuestros aspectos negativos o los de otro puede ser difícil. Lo bueno del perdón es que el análisis de nuestras sensaciones de distanciamiento, enemistad, miedo y amargura nos permite sentir, con bondad, esas emociones dolorosas y redescubrir que somos tan humanos como los demás.

      Todos tenemos zonas oscuras en nuestro interior, pero también la capacidad de perdonar.

      La experiencia me enseñó lo difícil que puede ser el perdón. En la década de 1980 viajé a las montañas de Guatemala, una nación en ese tiempo asolada por una brutal guerra civil. Ofrecí colaborar en una improvisada clínica dotada de bienintencionados pero inexpertos médicos residentes de Ciudad de Guatemala.

      Una noche, una pareja maya llegó a toda prisa con un niño de cinco años; yo no hablaba maya y ellos hablaban muy poco español y nada de inglés. Luego de examinarlo, resultó que el chico padecía un misterioso pero severo dolor abdominal y que necesitaba una operación de emergencia. El problema era que el hospital más cercano estaba a ocho horas de camino en jeep; si el niño no recibía ayuda en menos tiempo era indudable que no pasaría de esa noche.

      Semanas antes yo había conocido al coronel guatemalteco a cargo de las tropas gubernamentales en el área, quien se jactó de las maravillas que el ejército hacía por los indígenas. Así pues, corrí a su casa para pedirle que nos permitiera usar un helicóptero del ejército a fin de transportar al chico al hospital para poder salvarle la vida.

      El militar se mostró molesto cuando llegué hasta su puerta. Tras describirle la situación con mi defectuoso español, hizo un ademán de desdén como si dijera “¿Me despertó a media noche para hablarme de este insignificante niño indígena?” y me dio con la puerta en las narices.

      Me puse furioso; tuve que regresar a la clínica con las manos vacías.

      Cuando llegué, el niño se retorcía de dolor y su madre clamaba en español: “¡Apiádate de él, Virgencita!” Los padres creían que yo era médico, no sabían que no podía hacer nada por su hijo; lo único que hice fue tomar entre mis manos la sudorosa cabeza del niño. Su padre y yo nos turnábamos para cargarlo; entre tanto, su madre le daba de comer una mezcla de maíz con jarabe, un remedio casero. Rezaron oraciones en maya toda la noche.

      Pasé impotente horas enteras mientras los padres abrazaban a su hijo de cinco años y lo veían consumirse en una muerte horrible, quizá debida a un desgarramiento del páncreas. Después lo envolvieron en una manta raída tejida a mano, el padre se echó a cuestas el cuerpo del niño