existencia.
Las historias de personas que enfrentan con dignidad condiciones difíciles nos alientan y nos inspiran esperanza en la bondad y altruismo básicos de los seres humanos.
La mayoría de nosotros optamos por la comodidad por encima de la verdad. Pero si lo piensas bien, en nuestras zonas de confort no crecemos ni nos transformamos. Lo hacemos cuando nos damos cuenta de que no podemos controlar todas las condiciones de nuestra vida, y por tanto se nos reta a cambiar. Cuando dejamos de apegarnos a lo que fue y de ansiar lo que, según nosotros, debería ser, podemos aceptar la verdad de este momento.
La esperanza madura acepta la verdad de que, hagamos lo que hagamos, las cosas cambiarán. El cambio es constante e inevitable. La esperanza de un mundo sin cambios deriva pronto en desaliento. En vez de ello, debemos confiar en nosotros y en los demás, en la acción correcta y la perseverancia, sin impaciencia.
Una vez conocí a un señor de setenta años que había plantado diez mil robles. Ignoraba cuántos de ellos habían llegado a ser árboles adultos y es indudable que jamás vería uno en plena madurez. Decía que la esperanza era un presagio compartido entre él, los árboles y los niños que algún día se subirían a las espléndidas ramas de esos robles.
No conocí a Crystal. Un día llamó para preguntar si era posible que yo le leyera El libro tibetano de los muertos a su maestra, una psicóloga de renombre mundial, que estaba muriendo. Le expliqué que esa obra era muy esotérica y que algunas de sus imágenes podían ser terribles para los no iniciados. Además, le pregunté por qué creía que le haría bien a su maestra que yo le leyera ese libro en su lecho de muerte.
—Ha sido una profesora valiosa y llevado una vida notable —respondió—, así que queremos que tenga una muerte igualmente importante.
Sentí que esta expectativa podía presionar demasiado a aquella maestra y repliqué:
—Quizás ella quiera una muerte perfectamente ordinaria.
Crystal colgó. Supuse que había decidido llamarle a otra persona.
Pero más tarde volvió a llamar y me explicó que, después de haber hablado con sus compañeros, comprendieron que lo que de verdad querían era ayudar a su profesora a morir en paz.
Accedí a colaborar, siempre que se hiciera todo lo posible por saber qué era lo que la maestra realmente necesitaba. Le pedí a Crystal que observara y escuchara con atención lo que ella decía.
—No puedo hacerlo —repuso—. Está en coma parcial, no puede hablar.
—Observa con más atención. ¿Está sudando? —le pregunté.
—Sí —contestó.
—Busca una toallita húmeda y ponla delicadamente en su cabeza. Te está diciendo que tiene fiebre.
—De acuerdo.
—¿Hace muecas con algún signo obvio de dolor? —pregunté en seguida.
—No —respondió.
—Muy bien. Demos el paso siguiente —indiqué—. ¿Cómo es su respiración?
—Muy rápida, algo errática —dijo.
—Siéntate en silencio junto a ella y sigue el ritmo de su respiración; inhala cuando inhale, exhala cuando exhale. No es necesario que la guíes, nada más acompáñala. De ese modo, le brindarás una presencia amable y bondadosa, pacientemente atenta a los cambios que ocurren en su experiencia, momento a momento.
Continuó así durante más de veinte minutos. Aun por teléfono, era notorio que había ocurrido un cambio en el ambiente.
—¿Qué pasa ahora? —inquirí.
—Su respiración es muy rápida aún, ¡pero yo estoy mucho más tranquila! —contestó entre risas. Su voz era muy diferente a la de su primera llamada.
—Sigue escuchando así —le dije—. Observa el tono de su piel, escucha su respiración, ve qué pasa cuando mueve los ojos. Obsérvala con cuidado, percibe todo como una comunicación contigo. Deja que ella te muestre el camino; te guiará. Sabe cómo hacer esto. Los seres humanos hemos partido de la existencia desde hace cientos de miles de años.
Tras expresar mi admiración por el minucioso cuidado de Crystal, colgamos. Al día siguiente me llamó para avisarme que su maestra había muerto en paz durante la noche, cuando la mayoría de sus alumnos estaba ausente.
En la cultura occidental nos agrada cultivar la idea de lo que significa “bien morir”. Abrigamos la romántica esperanza de que, cuando una persona fallece, todo marchará a la perfección; todos los problemas se resolverán y ella estará en absoluta paz.
Pero esta fantasía dista mucho de ser real. El “bien morir” es un mito. La muerte es desordenada. Los moribundos suelen dejar marcas de que derraparon, de que arrastraron los talones mientras se iban. Algunos se apartan de los demás y jamás vuelven a mirarlos, muchos dejan sin cuestionar los hábitos de toda su vida y se obstinan en mantenerlos, otros se enorgullecen; quieren marcharse dándose aires. Muy pocos encuentran paz y armonía en el inmenso desafío de morir. Pero ¿quiénes somos nosotros para determinar cómo debe fallecer otra persona?
Sé, por experiencia, que la expectativa romántica del bien morir impone al moribundo una carga enorme e innecesaria. Que la gente no se sumerja tranquilamente en la oscuridad puede ser visto como un fracaso. “Mi madre no vio túneles de luz; murió aterrada, fue una muerte espantosa”, oí quejarse a un individuo una vez. Muchos se sienten un fracaso por el solo hecho de morir, ya que nuestra cultura inculca el lenguaje de “luchar hasta el final”. ¿Por qué hemos de agobiar más todavía al moribundo juzgando cómo debe partir? Como lo descubrió Crystal, permitir que nuestros seres queridos tengan la muerte que precisan es muy liberador para ellos y para nosotros.
Cuando me siento junto a la cama de una persona que agoniza, mi principal meta es mantener un corazón abierto. Siento que tengo la responsabilidad de apoyarla, esté donde esté, en su trayectoria. Señalo sus recursos interiores. Trato de iluminar capacidades que ya posee, pero que quizá no había notado. A veces esa persona encuentra bondad en mis ojos; ésta es un reflejo de la suya y de repente es capaz de verse de una nueva manera.
Emily tenía apenas treinta y cuatro años cuando llegó al Zen Hospice Project aquejada de cáncer de mama. Antes de que cayera en lo que un amigo llama “el sueño crepuscular” —un sueño del que es raro que volvamos—, me contó el horrible tormento que había sufrido de niña a manos de Ruth, su abusiva madre.
Cuando la afección de Emily se volvió crítica, Ruth viajó desde el otro extremo del país para estar junto a su hija. No se habían hablado en años; había mucha animadversión entre ellas. La madre se deshizo en disculpas a su única hija por su conducta en el pasado y rogó que la perdonara. Emily permaneció callada e insensible, tal como se había mostrado durante incontables días.
De pronto se incorporó, miró a su madre a los ojos y le dijo con voz fuerte y clara:
—¡Te odio! ¡Te he odiado siempre! —y murió.
Había un sufrimiento enorme en esa habitación. Ruth se conmocionó; vivía la peor de sus pesadillas. Fue estremecedor que las últimas palabras de Emily hayan sido tan duras.
Es difícil mantener un corazón abierto en un infierno como ése. Pero cuando lo hacemos, podemos ver más allá de la angustia inmediata y tomar conciencia de que existen otras posibilidades. Emily al fin había sido capaz de decirle la verdad a su madre, algo que temió hacer toda la vida. Lo que le dijo fue horrible pero era cierto. Decir la verdad es indispensable para un futuro basado en la curación y la esperanza madura.
¿El de Emily fue un “mal morir”? Muchos dirían que sí; yo ya he dejado de juzgar. El “bien morir” de una persona es la peor pesadilla de otra. Algunas querrían que la muerte les llegara de súbito, otras esperan fallecer con lentitud. Algunas esperan verse rodeadas por sus familiares, otras temen la interferencia de individuos bienintencionados.
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