Frank Ostaseski

Las cinco invitaciones


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los meses posteriores a mi infarto me di cuenta de que entre más permitía que emergiera mi vulnerabilidad, menos inclinado estaba a ser alguien. Me ocupaba menos del trabajo de tiempo completo de la autogeneración. Sentía la fatiga de sostener mi personalidad. Ésta parecía en ocasiones un globo enorme que yo trataba de inflar a todo trance, al punto de quedarme sin aliento. Mientras aceptaba la fragilidad de mi vida, me abrí. Sentí que yo mismo era algo poroso, más transparente, más impregnable.

      Uno de los escasos recuerdos que guardo de mi curso de biología de la preparatoria es la enseñanza de la ósmosis, el proceso mediante el cual las moléculas entran y salen de nuestras células por medio de una membrana semipermeable. Pienso que nuestra naturaleza más profunda puede impregnarnos a través de un proceso muy similar al de la ósmosis.

      Gracias a nuestra vulnerabilidad, la posibilidad de conocer nuestra identidad esencial está presente siempre. No es necesario que esperemos otro momento, condiciones perfectas o nuestra muerte para percatarnos de eso. De hecho, el reconocimiento de nuestra temporalidad suele aparecer en el momento menos esperado, estimulado por las condiciones mismas que queremos evitar.

      Durante mi recuperación, me sentí permeado por todo. La sublime belleza y el horror del mundo podían entrar en mi conciencia sin resistencia alguna. Era sensible a todo y lo recibía con gusto. No había filtros entre mi yo y cualquier otra parte de mí o del mundo. Yo era simplemente un ser.

      Tomaba de la mano a Sid, una anciana del hospicio que, cuando llegó con nosotros, era cortante y malhumorada.

      —¡Buenos días! —le decía un voluntario.

      —¿Qué tienen de buenos? Me estoy muriendo de cáncer —replicaba ella.

      En sus últimos días, sin embargo, pasó de ser dura y antipática a ser cada vez más transparente. Su piel se volvió casi traslúcida y todo su ser la siguió. Bajó tanto de peso que parecía que el viento podía atravesarla. Su agresividad se desvaneció y fue reemplazada por una actitud amable y tranquila. Fue como si esa evolución permitiera que su naturaleza esencial se manifestara, porque ella ya no se desgastaba en mantener el trillado relato de su vida.

      Cuanto más permeable me volvía yo, más me daba cuenta de que los seres humanos somos sencillamente un conjunto de condiciones en cambio permanente. Deberíamos tomarnos más a la ligera; tomarnos demasiado en serio causa mucho sufrimiento. Nos decimos que lo podemos todo —“¡Fájate los pantalones y hazlo!”— cuando en realidad estamos indefensos, sujetos a los hechos que ocurren a nuestro alrededor. Pero esa indefensión nos pone en contacto con nuestra vulnerabilidad, la cual puede ser una puerta a una mayor intimidad con la realidad.

      Mi concepto de mí mismo no desapareció por completo luego de mi infarto. Todavía era Frank, aunque mi personalidad no era ya la fuerza dominante que había sido alguna vez. Durante esos meses de recuperación pasé mucho tiempo sentado en un viejo sillón de piel con una hermosa vista al mar. Dejaba abierta la puerta para que si alguien llegaba a visitarme, yo pudiera invitarlo a pasar con un grito y él entrara sin que yo tuviera que levantarme, lo cual era difícil para mí.

      Seis meses después de la operación, un día oí que sonaba el timbre; me paré instintivamente de un salto y me dirigí a la puerta. Cuando cruzaba la sala, sentí que mi concepto de mí mismo volvía a mi cuerpo. Fue como una escena de Invasion of the Body Snatchers (La invasión de los usurpadores de cuerpos); mi yo se reafirmaba con más fuerza que antes.

      “¡Ya regresé, no se preocupen, estoy a cargo de nuevo!”, decía él.

      Por extraño que parezca, no me dio gusto que eso pasara; en realidad, lo sentí como una derrota. Temí volver a mis antiguas costumbres y perder contacto con mi recién descubierta noción de mi naturaleza fundamentalmente ilimitada.

      Eso no ocurrió, por fortuna.

      Descubrí en cambio que podía operar como Frank, mi personalidad que hace las cosas en el mundo, pero que también tenía acceso al más pleno sentido del ser que había encontrado durante mi recuperación. Me di cuenta de la posibilidad de paz interior. Cualesquiera que fueran las condiciones de mi vida, podía dejarlas, podía cambiar, podía encontrar satisfacción.

      Por suerte, no tenemos que esperar a estar enfermos o agonizantes para aceptar nuestra temporalidad; cualquier hecho de los que cambian la vida nos ofrece esa oportunidad. Piensa en la forma en que los nuevos padres amplían su visión de sí mismos para incluir en ella su rol como padres o madres. Piensa en el caso de una alta ejecutiva que pierde su puesto; podría tambalearse durante meses, incluso años, si se adhiriera demasiado a su identidad como profesional. Sólo si es capaz de olvidarla y aceptarse como una persona más grande que el puesto que tenía, si es capaz de reconocerse como un ser humano con pasiones, intereses, temores y heridas que crecen y evolucionan al paso del tiempo, podrá recuperarse y forjar un nuevo sendero para sí.

      Cuando nuestro concepto de nosotros mismos se desplaza hacia el ser, trascendemos nuestra resistencia a la temporalidad. No sólo eso; también, como me pasó a mí después del infarto, tomamos conciencia de algo más allá de la temporalidad: la fuente permanente de la que brota la vida. Suzuki Roshi escribió: “Vivir […] significa morir como un ser inferior momento a momento”.6 Con esto quiso decir que el yo no es una cosa estática y única sino un proceso, o más bien una red de procesos entrelazados. Cuando comprendemos esto, vemos que siempre es posible responder creativamente a una situación. Nada nos impide cambiar y transformarnos, nada lo hizo nunca.

      Aceptar nuestra temporalidad es un viaje que nos pone cada vez más en contacto con la verdadera naturaleza de las cosas. Primero aceptamos que todo lo que nos rodea cambia. Después entendemos que nosotros mismos cambiamos siempre: nuestros pensamientos, sentimientos, actitudes y creencias, incluso nuestras identidades.

      Lo maravilloso de nuestra temporalidad es que nos une a todos los demás seres humanos. La empatía surge de la apreciación de nuestra transitoriedad y de la comprensión de nuestra interconexión. No estamos aislados, como lo creímos alguna vez. De hecho, estamos firmemente enlazados con todos y con todo.

       3. La maduración de la esperanza

      La esperanza inspira al bien a revelarse.

      Anónimo (atribuido a EMILY DICKINSON)

      Mientras recorría ágilmente el amplio pasillo de cristal y acero de un enorme centro médico en el Oeste de Estados Unidos, meditaba sobre la naturaleza impersonal del actual sistema de salud. Justo en ese momento, la “Canción de cuna” de Brahms empezó a escucharse en los altavoces del hospital.

      Le pregunté sobre esa hermosa pieza a la jefa de enfermeras, quien me acompañaba durante mis visitas a pacientes, y me contestó con una sonrisa:

      —Acaba de nacer un bebé.

      Sorprendido por esa respuesta, le pedí que me hablara más sobre el asunto.

      Me explicó que cada vez que en ese centro médico nacía un bebé, la unidad de maternidad hacía sonar la “Canción de cuna” de Brahms, la cual llegaba a todas las habitaciones.

      —¿Incluso a las de los pacientes? —pregunté incrédulo.

      —Sí, y a todas las unidades: ortopedia, terapia intensiva, urgencias, salas de operaciones, oficinas administrativas, cafetería y hasta al centro de seguridad —respondió con orgullo.

      —¿La ponen en todos los partos, aun los difíciles? —yo no salía de mi asombro.

      —Sí —contestó—, en todos: los naturales, los de bebés prematuros y las cesáreas.

      Cuando miré a mi alrededor, vi que las personas que corrían a su siguiente reunión hacían una pausa. Las conversaciones se interrumpieron y dieron paso a sutiles sonrisas. Por unos momentos, donde había habido tensión y estrés había ahora deleite y tranquilidad.

      Los hospitales son imanes del sufrimiento, lugares llenos de dolor físico, temor, ansiedad