Frank Ostaseski

Las cinco invitaciones


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y una boca minúscula imposible de satisfacer.

      La verdad de la vida es que el cambio es su única constante. Cuando lo pensamos con atención, ¿hay algo más?

      No vivir en armonía con esta verdad nos causa un sinfín de sufrimientos. Refuerza nuestra ignorancia y produce los hábitos del antojo, la defensa y el pesar. Estos hábitos se consolidan en el carácter y cobran un poderoso impulso que con frecuencia adoptan la forma de obstáculos para la paz al momento de morir.

      Un día llegaron a verme a mi pequeña oficina del Zen Hospice Project tres grandes y formidables judías de mediana edad. Eran hermanas. Una de ellas era una poderosa asesora política del gobierno de la ciudad. Su madre agonizaba y su médico, especialista en cáncer cerebral, las envió conmigo.

      Empecé a explicarles la calidad de nuestros servicios de atención, lo que hacíamos, que respetábamos las creencias de todos, pero me di cuenta de que nada de eso las convencía. Sólo reparaban en la escasa decoración y el limitado espacio de mi oficina, donde apenas cabíamos.

      Linda, la asesora, preguntó con franqueza:

      —¿Por qué habríamos de traer a nuestra madre aquí? Llevémosla a una bonita habitación del Fairmont Hotel y contratemos cuidadores que estén con ella todo el día. ¿Por qué no habríamos de hacer eso cuando nos lo podemos permitir?

      —¡Desde luego que pueden hacerlo! —contesté—. Y yo podría recomendarles a algunas personas para que les ayuden —hice una pausa para tomar un folleto con fotos de nuestro hospicio y añadí—: ¿Pero puedo pedirles una cosa? Enséñenle estas fotos a su mamá para que vea este lugar y saber qué opina.

      Cuando se fueron, pensé que jamás volvería a ver a esas tres mujeres, pero cuarenta y cinco minutos después sonó el teléfono. Reconocí de inmediato la voz enérgica y tajante de Linda.

      —Mi madre quiere verlo —me dijo.

      Yo había sido convocado. Fui a la habitación de la madre en uno de los mejores hospitales de San Francisco. Encontré ahí no sólo a las tres hijas, sino también a su rabino, el especialista en cáncer cerebral de la madre y un psiquiatra. La presión era enorme.

      Me presenté con la madre, Abigail. Estaba tranquilamente sentada en la cama y hojeaba el folleto; me hizo todo tipo de preguntas.

      —¿Puedo llevar mi vajilla de porcelana?

      —¡Claro! Puede traer una parte —respondí.

      —¿Y mi mecedora? ¡Adoro mi mecedora!

      —Sí, puede traer su mecedora.

      De repente se congeló:

      —¡Un momento! ¿No hay baño privado en mi habitación? ¿Quiere usted que atraviese todo el pasillo para ir al baño?

      La miré a los ojos:

      —¿Se levanta mucho al baño en estos momentos?

      Ella se hundió en su almohada.

      —No, no voy al baño. Ya no puedo caminar. —Se volvió entonces hacia sus hijas y dijo—: Quiero ir con él.

      Creo que lo que le agradó a Abigail fue que no me impacienté de que fuera tan quisquillosa ni intenté hacerla cambiar. Ella apreció mi honestidad, podía confiar en ella. No tenía idea de cómo atravesar su proceso de morir, pero creyó que yo sí. Supo que se sentiría a salvo con nosotros.

      Se mudó al hospicio al día siguiente, se quedó una semana y luego falleció. Sus hijas estaban junto a su cama cuando murió.

      Abigail cambió de actitud cuando accedió a aceptar la verdad que tenía justo ante ella; a ser honesta, no renegar de esa verdad ni ignorarla. Reconoció que ella era temporal y que todas las condiciones de su vida se hallaban en estado de cambio. Se puso en sintonía con la ley del cambio y la transformación.

      Llamar por su nombre a las cosas que suceden en nuestro presente es muy eficaz. En vez de aferrarnos al pasado, nos ponemos en sincronía con la verdad de nuestras circunstancias presentes y podemos dejar de pelear.

      ¿Por qué esperar hasta la muerte para estar libres de dificultades?

      La temporalidad nos da una lección de humildad. La muerte es absolutamente segura, pero la forma en que se manifestará resulta por completo impredecible. Tenemos poco control sobre eso. Este apuro puede hacer que nos encojamos de miedo o podemos elegir una respuesta distinta.

      El don de la temporalidad es que nos pone justo en el aquí y ahora. Sabemos que el nacimiento terminará en la muerte; reflexionar en esto puede hacer que saboreemos el momento, que impregnemos nuestra vida de apreciación y gratitud. Sabemos que el fin de toda acumulación es la dispersión; reflexionar en esto puede ayudarnos a practicar la sencillez y a descubrir lo que tiene verdadero valor. Sabemos que todas las relaciones terminarán en separación; reflexionar en esto puede impedir que nos sintamos abrumados por el dolor e inspirarnos a distinguir entre el amor y el apego.

      Ser conscientes del cambio constante puede prepararnos para el hecho de que el cuerpo morirá un día. Sin embargo, un beneficio inmediato de esa reflexión es que aprendemos a estar más relajados con la temporalidad, hoy. Cuando aceptamos la temporalidad, cierta gracia entra a nuestra vida. Podemos atesorar experiencias; podemos sentir profundamente, sin aferrarnos. Estamos en libertad de saborear la vida, de sentir completamente la textura de cada momento que pasa, sea de tristeza o de alegría. Cuando comprendemos en un nivel profundo que la temporalidad está en todas las cosas, aprendemos a tolerar más el cambio. Nos volvemos más agradecidos y flexibles.

      En “Living and Dying: A Buddhist Perspective”, Carol Hyman escribió: “Si aprendemos a abandonarnos a la incertidumbre, a confiar en que nuestra naturaleza básica y la del mundo son iguales, el hecho de que las cosas no sean sólidas y fijas deja de ser una amenaza y se convierte en una oportunidad liberadora”.5

      Todo decae; eso es cierto para nuestro cuerpo, nuestras relaciones, para toda la vida. Sucede todo el tiempo, no sólo al final, cuando cae el telón. Reunirse significa inevitablemente separarse. No te preocupes; ésa es la naturaleza de la vida.

      Nuestra existencia no es sólida ni fija. Saberlo íntimamente es lo que nos prepara para la muerte, para las pérdidas de cualquier tipo, y lo que nos permite aceptar por completo el cambio constante. Somos no sólo nuestro pasado, también somos aquello en lo que nos transformamos. Podemos liberarnos de rencores, podemos perdonar, podemos deshacernos del resentimiento y la congoja antes de morir.

      No esperes. Todo lo que necesitamos está justo ante nosotros. La temporalidad es la puerta a la posibilidad. En aceptarla reside la verdadera libertad.

       2. Presencia y desaparición

      Sé un aprendiz de la curva de tu propia desaparición.

      DAVID WHYTE1

      Los aparatos de uso más común en hospitales para percibir la muerte son unos monitores semejantes a televisiones que siguen el paso de la respiración con un pitido electrónico y que rastrean el pulso del corazón con una gráfica que sube y baja. Cualquiera que haya presenciado un drama médico ha visto una escena de un individuo o un doctor que, con valentía, intenta salvar una vida mediante la resucitación cardiopulmonar o la administración de electrochoques con un desfibrilador sobre el reacio corazón de un paciente en una lucha infructuosa contra la línea horizontal. Esta temida línea es lo que las familias aguardan en los hospitales. Con un tono constante y agudo, el monitor anuncia la ausencia de actividad en el cuerpo; en efecto, la muerte se ha consumado.

      Por desgracia, estamos tan distanciados de la experiencia real de la muerte que a menudo los familiares observan la defunción en una pantalla, en lugar de mirar a los ojos a su ser querido, o en lugar de sentirla visceralmente en su propio cuerpo.

      No obstante, existen señales