el modo más efectivo de crear vínculos, ofrecí el refugio del silencio y permití que mi corazón se abriera. Descubrí que éstos son los recursos más provechosos.
La muerte y yo nos hemos acompañado desde hace mucho tiempo. Mi madre murió cuando yo era un adolescente, y mi padre unos años después, aunque para entonces ya los había perdido. Ambos eran alcohólicos, de manera que mi infancia se caracterizó por años de caos, negligencia, violencia, lealtad mal entendida, culpa y vergüenza. Me volví experto en andar con pies de plomo, ser el confidente de mi madre, encontrar botellas de alcohol escondidas, confrontarme con mi padre, guardar secretos y crecer demasiado rápido. En cierto sentido, la muerte de mis padres fue un alivio para mí. Mi sufrimiento se volvió una espada de doble filo: crecí sintiéndome avergonzado, asustado, solo e indigno de amor, pero ese sufrimiento me ayudó a empatizar con el dolor de los demás, lo que me motivó a acercarme a situaciones que muchos otros tienden a eludir.
La práctica del budismo, con su énfasis en la temporalidad, el surgimiento y desaparición instantáneos de todas las experiencias concebibles, fue una temprana e importante influencia para mí. Hacer frente a la muerte se considera fundamental en la tradición budista; puede conseguir que la sabiduría y la compasión maduren y fortalecer nuestro compromiso con el despertar. La muerte es vista como una última etapa de desarrollo. Nuestras diarias prácticas de conciencia plena y compasión cultivan cualidades mentales, emocionales y físicas que nos preparan para encarar lo inevitable. La aplicación de estos eficaces medios me enseñó a no dejarme incapacitar por el sufrimiento de mis primeros años, sino a permitir que sentara en mí las bases de la compasión.
Cuando mi hijo Gabe iba a nacer, quise saber cómo dar a luz su alma. Me inscribí entonces en un taller de Elisabeth Kübler-Ross, la renombrada psiquiatra suiza, famosa por su innovadora labor sobre la muerte. Elisabeth había ayudado a muchos a dejar esta vida; supuse que podía enseñarme a invitar a ella a mi hijo.
Esta idea le fascinó y me tomó bajo su tutela. Al paso de los años me invitó a otros cursos, aunque no me instruía demasiado. Yo me sentaba en silencio al fondo de la sala y aprendí viéndola trabajar con personas al borde de la muerte o que lloraban pérdidas trágicas. En esencia, esto determinó la forma en que más tarde acompañé a la gente en el hospicio. Elisabeth era hábil, intuitiva y a menudo dogmática, pero me enseñó a amar sin reservas ni apego a las personas que uno sirve. La angustia en la sala era a veces tan agobiante que yo meditaba para tranquilizarme, o hacía prácticas de compasión con las que imaginaba que podía transformar el dolor que presenciaba.
Una noche lluviosa, después de un día particularmente difícil, estaba tan perturbado cuando regresé a mi habitación que caí de rodillas en el fango y rompí a llorar. Mis intentos por librar a los participantes de su aflicción no eran otra cosa que una estrategia de autodefensa, una forma de protegerme del sufrimiento.
Elisabeth llegó, me levantó y me llevó a su habitación a tomar café y fumar un cigarro. “Debes abrirte y dejar que el dolor pase por ti”, me dijo. “No es tuyo, no lo retengas”. Sin esta lección yo no habría podido estar presente, de una manera sana, en el sufrimiento que atestiguaría en las décadas siguientes.
Stephen Levine, poeta y maestro budista, fue otra figura que influyó en mi vida. Mi principal maestro y buen amigo durante treinta años, era un rebelde así como un guía intuitivo y auténtico que abrazó múltiples tradiciones espirituales sin adoptar el dogma de ninguna. Él y su esposa, Ondrea, fueron verdaderos pioneros que encabezaron una revolución apacible en el campo de la atención a los moribundos. Gran parte de lo que creamos en el Zen Hospice Project fue una expresión de sus enseñanzas.
Stephen me mostró que era posible reunir el sufrimiento que se había apilado en mi existencia, usarlo como materia prima y convertirlo alquímicamente en el combustible del servicio desinteresado, todo ello sin mayores aspavientos. Al principio seguí su ejemplo en mi trabajo, y a veces también en mi conducta, como suelen hacer los alumnos devotos. Él fue muy amable y generosamente me prestó su voz hasta que pude encontrar la mía.
¿Cómo llegamos al lugar donde nos encontramos? La vida se acumula, nos expone a oportunidades de aprendizaje y, si somos afortunados, prestamos atención.
Mientras viajaba por México y Guatemala a principios de mi treintena, me ofrecí a asistir a refugiados centroamericanos que habían sufrido grandes privaciones y presencié muertes horribles. De regreso a San Francisco, en la década de 1980, la crisis del sida azotaba con fuerza; cerca de treinta mil residentes de esa ciudad recibieron un diagnóstico de VIH.3 Yo trabajé en el frente de batalla como asistente doméstico de salud y cuidé a muchos amigos que fallecieron a causa de ese virus devastador.
Pronto quedó claro que mi reacción individual no sería suficiente. Así, en 1987 me sumé a mi querida amiga Martha deBarros y otras personas para iniciar el Zen Hospice Project. De hecho, la creación de este lugar fue idea de Martha, una idea muy brillante por cierto. Ella fue la madre de ese programa, gracias a los auspicios del San Francisco Zen Center.
El Zen Hospice Project fue el primer hospicio budista en Estados Unidos, una fusión de introspección espiritual y acción social práctica. Consideramos que había un empalme natural entre los practicantes del zen que cultivaban un “corazón oyente” por medio de la meditación y las personas que necesitaban ser oídas en su agonía. No teníamos una meta clara e hicimos pocos planes, pero al final instruimos a un millar de voluntarios. Aunque las historias que contaré aquí son sobre todo de mis propios encuentros, ninguna persona en particular creó el Zen Hospice; fuimos todos. Ésta es una comunidad de grandes corazones comprometidos con un propósito común que respondía a un llamado a servir.
Pese a que quisimos valernos de la sabiduría de la tradición zen, con dos mil quinientos años de antigüedad, nunca nos interesó impulsar ningún dogma ni promover una forma de morir estrictamente budista. Mi lema era: “Acérquense a ellos donde están”. Alentaba a nuestros cuidadores a que ayudaran a los pacientes a descubrir qué necesitaban. Rara vez enseñamos a alguien a meditar. Tampoco imponíamos nuestras ideas sobre la muerte; dábamos por supuesto que los individuos a los que servíamos nos mostrarían cómo debían morir. De este modo creamos un ambiente grato y receptivo en el que los residentes se sentían queridos y apoyados, y en libertad de explorar quiénes eran y en qué creían.
Yo aprendí que las actividades propias del cuidado a los enfermos son muy ordinarias: haces una sopa, das un masaje de espalda, cambias sábanas sucias, suministras las medicinas, escuchas las historias de toda una vida que ahora llega a su fin, brindas una presencia serena y afectuosa. Nada de esto es especial; en realidad, es simple bondad humana.
Pero pronto descubrí que, entendidas como una práctica de conciencia, esas actividades diarias pueden hacernos despertar de nuestras ideas fijas y hábitos de negación. Así seamos quienes tendemos la cama o los que estamos confinados a ella, debemos enfrentar la incierta naturaleza de la vida. De esta forma tomamos conciencia de la verdad fundamental de que todo viene y se va: cada pensamiento, cada encuentro amoroso, cada vida. Vemos que la muerte está presente en la vida de todo. Resistirse a esta verdad produce dolor.
Otras experiencias capitales determinaron cómo hago frente al sufrimiento y moldearon mi comprensión de lo que la muerte puede enseñarnos sobre la vida. Me uní a otros líderes espirituales para adentrarme en el sufrimiento humano cuando participé dirigiendo un excepcional retiro en Auschwitz-Birkenau. Tutelé grupos de desconsuelo, orienté a incontables personas aquejadas de enfermedades terminales, impartí retiros para individuos con males que ponían en peligro su vida y celebré numerosas ceremonias fúnebres, quizá demasiadas.
En medio de todo eso tuve cuatro hijos, a los que ayudé a convertirse en adultos respetables que ahora tienen sus propios hijos. Puedo asegurar que educar a cuatro adolescentes fue mucho más difícil que asistir a pacientes agonizantes.
En 2004, fundé el Metta Institute para fomentar un cuidado atento y compasivo en las últimas etapas de la existencia. Reuní a maestros destacados, como Ram Dass, Norman Fischer, la doctora Rachel Naomi Remen y otros, para establecer una planta docente