que están impregnados de amor. Me han servido como una guía para lidiar con la muerte, pero resulta que son igualmente relevantes para llevar una vida íntegra. Pueden aplicarse con la misma efectividad a personas que enfrentan todo tipo de crisis y transiciones, desde un cambio de ciudad, la formación o ruptura de una relación íntima o hasta acostumbrarse a vivir sin los hijos en casa.
Concibo estas invitaciones como cinco prácticas ilimitadas que se pueden explorar y profundizar sin cesar. Poseen poco valor como teorías; para ser debidamente comprendidas tienen que vivirse y consumarse a través de la acción.
Una invitación es una solicitud a asistir a un acto particular o a participar en él. El acto es tu vida, y este libro es una invitación a que estés plenamente presente en cada uno de los aspectos de tu existencia.
La primera invitación
No esperes
Todo lo que hemos hecho en nuestra vida nos convierte en lo que somos cuando morimos. Y todo, absolutamente todo cuenta.
SOGYAL RINPOCHE1
Jack fue adicto a la heroína durante quince años y vivía en su coche. Creyendo que tenía un resfriado, un día se presentó en la sala de urgencias del Hospital General de San Francisco. Se le diagnosticó cáncer de pulmón. Tres días después se mudó al Zen Hospice Project. Nunca regresó a su automóvil.
Llevaba un diario que ocasionalmente compartía conmigo y otros voluntarios. Escribió en él:
Aplacé las cosas durante muchos años. Supuse que siempre tendría tiempo en abundancia. Al menos logré terminar ya un proyecto importante: mi curso como mecánico de motocicletas. Ahora me dicen que me quedan menos de seis meses de vida. Los voy a decepcionar. Duraré mucho más que eso…
¿Pero a quién engaño? La verdad es que estoy asustado, enojado, cansado y confundido. Tengo apenas cuarenta y cinco años y me siento como de ciento cuarenta y cinco. ¡Quiero hacer tantas cosas, pero ahora ni siquiera tengo tiempo para dormir!
Cuando una persona está muriendo, es fácil que reconozca que cada minuto, cada respiración cuenta. Lo cierto es que la muerte siempre está con nosotros, es un aspecto esencial de la vida. Todo cambia sin cesar, nada es permanente. Esta idea puede alarmarnos o inspirarnos; si escuchamos con atención, el mensaje que oímos es: No esperes.
“El problema con la palabra paciencia”, dice el maestro zen Suzuki Roshi, “es que implica que esperamos algo para poder mejorar, esperamos que ocurra algo bueno. Una palabra más atinada para esta cualidad es constancia, la capacidad de persistir en lo que es real un momento tras otro”.2
Aceptar que es inevitable que todas las cosas terminen nos alienta a no esperar para vivir cada momento en una forma profundamente comprometida. Dejamos de desperdiciar la vida en actividades sin sentido. Aprendemos a no aferrarnos a nuestras opiniones y deseos, y ni siquiera a nuestra identidad. En lugar de depositar nuestras esperanzas en un futuro mejor, nos concentramos en el presente y en agradecer lo que tenemos frente a nosotros justo ahora. Decimos “Te quiero” más seguido, porque nos damos cuenta de la importancia de la conexión humana. Nos volvemos más buenos, compasivos e indulgentes.
No esperes es un camino a la realización y un antídoto contra el sufrimiento.
1. La puerta a la posibilidad
Aunque decirlo es casi banal, debe subrayarse continuamente: todo es creación, todo es cambio, todo es flujo, todo es metamorfosis.
HENRY MILLER1
Mientras le limpiaba la espalda, Joe me miró por encima del hombro y me dijo con resignación:
—Jamás pensé que sería así.
—¿Qué cosa? —pregunté.
—Morir.
—¿Cómo pensaste que sería?
Suspiró:
—En realidad nunca lo pensé.
La pena que le causaba a Joe no haber reflexionado jamás respecto a su mortalidad era una causa de sufrimiento mayor que su cáncer terminal de pulmón.
El gran maestro zen Seung Sahn, de nacionalidad coreana, debe su fama a la frase: “Muere pronto”. ¡Qué irónica llamada de atención!
La muerte es el elefante en la habitación, una verdad que todos conocemos, pero de la que hemos acordado no hablar. Intentamos mantenerla a prudente distancia. Proyectamos en ella nuestros peores temores, nos da risa, tratamos de manejarla con eufemismos, la esquivamos cuando es posible o la evitamos por completo en la conversación.
Podemos huir, pero no escondernos de ella.
Existe un antiguo mito babilónico, “Cita en Samarra”, que W. Somerset Maugham recuperó en su obra de teatro Sheppey. Un mercader de Bagdad envía a su sirviente al mercado a comprar provisiones, pero éste regresa poco después con las manos vacías, pálido y temblando de miedo. Le cuenta a su jefe que una mujer tropezó con él en la multitud. Cuando la vio de cerca descubrió que era la Muerte.
—Me miró y me hizo un gesto amenazador —dice el sirviente—. ¡Présteme su caballo para huir de esta ciudad y evitar mi destino! Iré a Samarra; la Muerte no me hallará ahí.
El mercader le prestó su caballo. El sirviente partió como bólido en medio de una furia salvaje.
Más tarde, el mercader va a hacer sus compras al mercado. Encuentra ahí a la Muerte y le pregunta por qué amenazó a su siervo.
—No fue un gesto de amenaza —replica ella—, sino de asombro. Me sorprendió verlo en Bagdad porque esta noche tengo con él una cita en Samarra.2
Como en el caso de Joe, cuando fingimos desconocer la inevitabilidad de la muerte, ésta nos toma por sorpresa. Pero aun si corremos en la dirección contraria, siempre llegaremos a su puerta. La muerte nos parece repentina sólo cuando no hemos percibido las señales escondidas a simple vista.
Imaginamos sobre todo que llegará después; no tiene sentido preocuparse por ella ahora. “Después” produce la cómoda ilusión de una distancia segura. Pero el cambio constante, la temporalidad, no sucede después; ocurre justo ahora. El cambio es la norma.
Nos exponemos a decepcionarnos enormemente cuando nos apegamos a la esperanza de que las cosas no cambiarán nunca. Ésta es una expectativa de la vida muy poco razonable. Cuando yo era adolescente, mi padre me recordaba a menudo: “Disfruta cada momento, se va en un abrir y cerrar de ojos”. Yo no le creía. Años después murió mi madre; y no tuve la oportunidad de despedirme, como me hubiera gustado, de decirle que la quería. Había vivido en una especie de sueño. Viví muchos años agobiado por ese pesar.
George Harrison dijo la verdad cuando cantó: “All things must pass” (Todas las cosas deben pasar). Este momento da paso al siguiente. Todo se desvanece ante nuestros ojos, y eso no es un truco de magia, es una realidad de la vida. La temporalidad es una verdad esencial entretejida en la trama misma de la existencia. Es ineludible, perfectamente natural y nuestra más constante compañera.
Un ruido viene y se va. Un pensamiento aparece y llega rápidamente a su fin. Miradas, sabores, olores, sensaciones, sentimientos, todo es lo mismo: temporal, efímero, fugaz.
Mi cabello rubio se esfumó hace mucho tiempo. La gravedad se ha salido con la suya en mí: mis músculos son más débiles, mi piel tiene menos elasticidad, mis funciones físicas son más lentas. Esto no es un error. Forma parte del proceso