Frank Ostaseski

Las cinco invitaciones


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recuerdo mañana. Racionalmente, podemos entender que el preciado jarrón de nuestra madre caerá de la repisa algún día, que el coche se descompondrá y que a quienes queremos morirán. Es nuestro deber trasladar esa comprensión desde nuestro intelecto hasta lo más profundo de nuestro corazón.

      La evolución arroja luz sobre esta ley inmutable cuando revela el cambio en escalas muy diferentes, de lo micro a lo macro. La amplificación de un microscopio electrónico revela la milagrosa estructura de una célula humana: el núcleo, el campo oscilatorio, las ondas del ritmo, los protones, los neutrones y hasta partículas más pequeñas todavía en constante flujo, que viven y mueren momento a momento.

      Al mirar por el telescopio Hubble observamos la misma dinámica. Nuestro universo, el cual se encuentra en permanente expansión, está sujeto al mismo proceso. Cierto, los planetas viven más que las células humanas. Es probable que el sol continúe como hasta ahora durante miles de millones de años, pero la temporalidad es una característica incluso de las más grandes galaxias. Éstas cobran forma a partir de enormes nubes de gas, los átomos se unen y en algún momento se crean estrellas; con el paso del tiempo, algunas de ellas desaparecen y otras explotan. Al igual que nosotros, las galaxias nacen, viven cierto periodo y mueren.

      Un amigo y yo iniciamos hace unos años un pequeño curso para niños en edad preescolar, de entre tres y cinco años. Ocasionalmente los llevábamos al bosque para que buscaran “cosas muertas”. Este juego les encantaba; recolectaban gustosamente hojas caídas, ramas rotas, una pieza oxidada de un coche y a veces los huesos de un cuervo o un animal pequeño. Después tendíamos esos descubrimientos en una gran lona azul en medio de una arboleda de abetos y les pedíamos a los niños que hablaran de ellos.

      A su corta edad no tenían miedo, sólo curiosidad. Examinaban cada objeto con atención, lo frotaban entre sus dedos, lo olían; exploraban las “cosas muertas” en forma cercana y personal y luego compartían sus pensamientos.

      A veces inventaban las más maravillosas historias sobre un objeto. Que una pieza oxidada había caído de una estrella o nave espacial, o que una hoja había sido utilizada como cobija por un ratón hasta que llegó el verano y ya no fue necesaria.

      Un niño dijo una vez: “Pienso que las hojas que caen de los árboles son muy buenas; dejan espacio para que otras crezcan. Sería triste que los árboles no pudieran tener hojas nuevas”.

      Aunque asociamos la temporalidad principalmente con la tristeza y los finales, no tiene que ver sólo con la pérdida. En el budismo, la temporalidad suele llamarse “ley del cambio y la transformación”. Estos dos principios correlacionados proporcionan equilibrio y armonía. Así como existe la “disolución” constante, también existe la “transformación” constante.

      Dependemos de la temporalidad. El resfriado que tienes hoy no durará siempre. Esta cena aburrida llegará a su fin. Las abyectas dictaduras se desmoronan, reemplazadas por democracias florecientes. Incluso los árboles viejos quedan reducidos a cenizas para que puedan nacer nuevos. Sin temporalidad, la vida sencillamente no existiría. Sin temporalidad, tu hijo no podría dar sus primeros pasos ni tu hija crecer e ir a su baile de graduación.

      Como la afluencia de grandes ríos, nuestra vida es una serie de diferentes momentos que se unen para crear la impresión de un continuo. Pasamos de la causa al efecto, de un suceso a otro, de un punto al siguiente, de un estado de existencia a otro; y esto da la impresión de que nuestra vida es un movimiento continuo y unificado. Pero en realidad no lo es. El río de ayer no es el mismo de hoy. Como dicen los sabios: “Nadie se baña dos veces en el mismo río”.3

      Cada momento nace y muere. Y en un sentido muy real, nosotros nacemos y morimos con él. Toda esta temporalidad es prodigiosa. En Japón la gente celebra cada primavera, la breve pero abundante aparición de las flores del cerezo. En Idaho, fuera de la cabaña donde enseño, las flores azules de lino viven un solo día. ¿Por qué parecen mucho más espléndidas que las de plástico? La fragilidad, brevedad e incertidumbre de su vida nos cautiva, nos invita a la belleza, el asombro y la gratitud.

      Creación y destrucción son las dos caras de la misma moneda.

      En 1991, el Dalai Lama visitó San Francisco. Preparando su llegada, los monjes tibetanos hicieron un mandala de arena en el Asian Art Museum del Golden Gate Park. Sirviéndose de pequeños embudos, depositaron en el suelo cristales de colores hasta que formaron un intrincado diseño. Esta obra de arte sacro describía el Kalachakra, o Rueda del Tiempo, y tenía un diámetro de 1.80 metros. Los monjes dedicaron muchos días de incansable trabajo para terminarla.

      Poco después de haber concluido ese mandala, un día una mujer trastornada saltó el cordón que rodeaba a la frágil creación. Pasó sobre ella como un tornado, pateó la arena y destruyó completamente la meticulosa obra de los monjes.

      Las autoridades del museo y el personal de seguridad se escandalizaron. Capturaron a la mujer, llamaron a la policía y la hicieron arrestar.

      No obstante, los monjes permanecieron imperturbables. Aseguraron a las autoridades del museo que harían con gusto otro mandala; la destrucción de ése había sido prevista de todas formas para una semana después, en una ceremonia de disolución. Lanzaron tranquilamente desde el puente Golden Gate la arena del mandala destruido y empezaron de nuevo.

      El venerable Losang Samten, líder de los monjes que pintaron la arena, dijo a los reporteros: “No sentimos ninguna negatividad. No sabemos cómo juzgar los motivos de esa mujer. Rezamos por ella con amor y compasión”.4

      Para ellos, el mandala había cumplido su propósito. Su creación y destrucción habían perseguido desde el principio dar una lección sobre la naturaleza de la vida.

      El personal del museo veía el mandala como una irreemplazable obra de arte, un objeto precioso. Para los monjes era un proceso cuyo valor y belleza se derivaban de su enseñanza sobre la temporalidad y el no apego.

      En un sentido más ordinario, tenemos la misma experiencia que esos monjes cuando cocinamos. A mí me encanta hacer pan: medir los ingredientes, mezclarlos, hacer malabares con los moldes, amasar la mezcla, verla inflarse, hornear el pan, cortar la hogaza y untar cada rebanada con mantequilla. Luego, el pan se acaba. En una breve celebración de la temporalidad, compartimos y consumimos con deleite todos los alimentos que preparamos.

      Al principio, entender la temporalidad suele producir mucha ansiedad. En respuesta, tratamos de hacer que las cosas sean sólidas y seguras. Nos empeñamos en adecuar las condiciones de nuestra vida, en manipular las circunstancias para que podamos ser felices.

      A mí me gusta permanecer acostado en la cama, en particular durante una fría mañana de invierno. Las sábanas son suaves y cálidas. Mi cuerpo está descansado y disfruta de refugiarse bajo las cobijas. Mi mente está en paz antes de precipitarse a las tareas del día. Por un momento, todo está bien en el mundo. Ése es un momento de perfección.

      De repente, tengo que ir a orinar.

      Luego de un instante de resistencia, corro al baño. Tras alcanzar el temporal alivio de la liberación, regreso de un salto bajo las cobijas con la esperanza de volver a crear la perfección. Pero no consigo que todo sea nuevamente como un momento antes. No puedo crear condiciones capaces de brindarme una felicidad duradera resistente al cambio.

      Como la mayoría, aprecio las cosas buenas. Me cuento entre los afortunados que disponen de suficiente comida; tengo una familia que me apoya y amigos excelentes, una vida de considerable alegría y tranquilidad. No abogo por un estilo de vida ascético. Hablo de aprender a vivir en armonía con el cambio constante.

      Usualmente buscamos la felicidad tratando de disponer el mundo de tal forma que nos encontremos con las cosas placenteras y evitemos las desagradables. Esto parece muy natural, ¿no es así?

      Nos engañamos, porque a veces podemos manipular las condiciones de nuestra vida para que nos ofrezcan una felicidad temporal. En el momento esto produce una sensación grata, pero tan pronto como ese momento