Frank Ostaseski

Las cinco invitaciones


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y claridad mental necesarias para hacer el trabajo de toda una vida es una apuesta ridícula. Este libro es una invitación —cinco invitaciones en realidad— a sentarte con la muerte, tomar una taza de té y permitir que te guíe a una existencia más significativa y llena de amor.

      Reflexionar sobre la muerte puede tener un impacto profundo y positivo no sólo en cómo moriremos, sino también en cómo vivimos. A la luz de la muerte es fácil diferenciar entre las tendencias que nos llevan a la integración y las que nos inclinan a la separación y el sufrimiento. La palabra integración (wholeness en inglés) se relaciona con “sagrado” (holy) y “salud” (health), pero no es una unidad vaga y homogénea. Resulta mejor expresarla como interconexión; cada célula de nuestro cuerpo forma parte de un conjunto orgánico e interdependiente que debe trabajar en armonía para mantener una buena salud. De igual forma, todo y todos existimos en una constante interacción de relaciones que repercuten en el sistema entero y afectan a las demás partes. Cuando emprendemos acciones que ignoran esa verdad básica, sufrimos y generamos sufrimiento. Cuando vivimos atentos a eso, apoyamos y somos apoyados por la totalidad de la vida.

      Los hábitos de nuestra existencia adquieren un poderoso impulso que nos conecta al momento de nuestra muerte. Surge entonces una pregunta obvia: ¿qué hábitos debemos crear? Nuestros pensamientos no son inofensivos; se manifiestan en acciones, las que a su vez se desarrollan en hábitos, que finalmente se consolidan en el carácter. Nuestra relación inconsciente con nuestros pensamientos puede definir nuestras percepciones, desencadenar reacciones y predeterminar nuestra relación con los hechos de nuestra vida. Podemos superar esos patrones si estamos atentos a nuestras creencias y opiniones, y tomamos una decisión consciente de cuestionar esas tendencias habituales. Las ideas y hábitos fijos silencian nuestra mente y nos inclinan a vivir en piloto automático. Los cuestionamientos abren nuestra mente y expresan el dinamismo de ser humano. Una buena pregunta tiene corazón, surgido de un amor profundo por conocer la verdad. Nunca sabremos quiénes somos y por qué estamos aquí si no nos hacemos esas preguntas incómodas.

      Sin un recordatorio de la muerte, tendemos a dar por sentada la vida y a perdernos en interminables búsquedas de gratificación personal. Cuando mantenemos la muerte en la yema de los dedos, recordamos que no debemos aferrarnos tanto a la vida. Quizá nos tomemos menos en serio, a nosotros y nuestras ideas, quizás nos desprendamos de las cosas con más facilidad. Cuando reconocemos que la muerte nos llega a todos, apreciamos que todos estamos en el mismo barco. Esto nos ayuda a ser un poco más bondadosos y considerados con los demás.

      Podemos valernos de la conciencia de la muerte para apreciar el hecho de que estamos vivos, alentar la autoexploración, aclarar nuestros valores, buscar significado y generar una acción positiva. La temporalidad de la existencia nos da perspectiva. Cuando estamos en contacto con la precaria naturaleza de la vida, terminamos por apreciar su hermosura. No queremos perder un solo minuto. Queremos adentrarnos a nuestra vida plenamente y vivir de manera responsable. La muerte es una buena compañía en el camino hacia vivir bien y fallecer sin pesar.

      La sabiduría de la muerte tiene relevancia no sólo para quienes agonizan y sus cuidadores. También puede ayudarte a lidiar con una pérdida o con una situación en la que te sientes atrapado por falta de perspectiva o control, si pasas por una ruptura o divorcio o enfrentas una enfermedad, un despido, la frustración de un sueño, un accidente automovilístico o incluso una pelea con uno de tus hijos o un colega.

      Poco después de que el famoso psicólogo Abraham Maslow sufriera un infarto casi fatal, escribió una carta: “Enfrentar la muerte —y su aplazamiento— hace que todo parezca tan bello, precioso y sagrado; tanto que hoy siento, con más fuerza que nunca, el impulso a amarlo, aceptarlo y permitir que me consuma. Mi río no había sido nunca tan hermoso. […] La muerte y su siempre presente posibilidad vuelven más probable el amor, un amor apasionado”.2

      No tengo una idea romántica de la muerte. Ése es un trabajo difícil, quizás el más complejo con el que lidiaremos en la vida. No siempre sale bien. Puede ser triste, cruel, desordenado, bello y misterioso; pero, sobre todo, es normal. Todos tenemos que enfrentarlo. Y nadie sale vivo.

      Como compañero de moribundos, maestro de la atención compasiva y cofundador del Zen Hospice Project, la mayoría de las personas con las que he trabajado han sido ordinarias. Individuos que terminaron confrontando algo que creían insoportable o imposible y que caminaron directo a su muerte o cuidaron a un ser querido que agonizaba. No obstante, casi todos ellos hallaron en sí mismos y en la experiencia de la muerte los recursos, discernimiento, fortaleza, valor y compasión que requerían para enfrentar lo imposible en formas extraordinarias.

      Algunos de los individuos con los que trabajé vivían en condiciones terribles: en hoteles infestados de ratas o en bancas de parques a espaldas del ayuntamiento de la ciudad. Eran alcohólicos, prostitutas y personas sin hogar que apenas sobrevivían en los márgenes de la sociedad. A menudo ofrecían un rostro de resignación o estaban molestos por haber perdido el control. Muchos habían perdido toda su confianza en la humanidad.

      Algunos eran de culturas desconocidas para mí y hablaban idiomas que yo no entendía. Unos tenían una fe muy profunda que les permitía sobrellevar sus dificultades, mientras que otros más habían renunciado a la religión. Nguyen les tenía miedo a los fantasmas. Isaiah recibía el consuelo de las “visitas” de su difunta madre. Un padre hemofílico que contrajo el virus del VIH debido a una trasfusión de sangre; años antes había rechazado a su hijo homosexual. Al final de su vida, padre e hijo morían de sida, tendidos uno junto a otro, en una habitación compartida, y ambos estaban bajo el cuidado de Agnes, la esposa y madre.

      Muchas personas con las que trabajé fallecieron poco después de haber cumplido los veinte años, cuando su vida comenzaba apenas. Pero también cuidé de Elizabeth, quien a los noventa y tres preguntaba: “¿Por qué la muerte ha venido tan pronto por mí?” Algunas gozaban de completa lucidez, otras ni siquiera recordaban su nombre. Unas estaban rodeadas del amor de sus familiares y amigos, otras se encontraban totalmente solas, sin el apoyo de sus seres queridos. Alex estaba tan confundido por la demencia que el sida trajo consigo que una noche salió a la escalera de incendios y murió congelado.

      Atendimos a policías y bomberos que habían salvado un sinnúmero de vidas; a enfermeras que se habían hecho cargo del dolor y la desesperanza de otros; a médicos que habían declarado muertos a pacientes con la misma enfermedad que ahora devastaba su cuerpo; a personas con poder político, riqueza y un buen seguro de salud; y a refugiados con poco más que la camisa que les cubría las espaldas. Fallecían de sida, cáncer, enfermedades pulmonares, insuficiencia renal o alzhéimer.

      Para algunos, morir fue un gran don. Se reconciliaron con su familia, con la que habían perdido contacto desde tiempo atrás; expresaron libremente su amor y perdón, o hallaron la bondad y aceptación que habían buscado toda la vida. Otros volteaban a la pared, en un acto de apartamiento y desesperanza, y nunca regresaron.

      Todos ellos fueron mis maestros.

      Estos individuos me invitaron a presenciar el momento más vulnerable de su existencia y me permitieron acercarme personalmente a la muerte. Mientras eso ocurría, me enseñaron a vivir.

      Nadie entiende de verdad la muerte. Como me dijo una mujer que estaba a punto de morir: “Veo las señales de salida mucho más claramente que tú”. En cierto sentido, nada te prepara para fallecer. Pero todo lo que has hecho en la vida, todo lo que te han hecho y todo lo que has aprendido puede servirte.

      En un hermoso relato, el premio Nobel Rabindranath Tagore describe las serpenteantes veredas que había en su época entre las aldeas de la India. Dando saltos, guiados por su imaginación, un río sinuoso o una desviación hacia una hermosa vista, o con la intención de rodear una roca afilada, los niños descalzos describían trayectorias zigzagueantes por el campo. Cuando crecían, se ponían sandalias, asumían pesadas cargas y sus rutas se volvían rectas, angostas y con un destino preciso.

      Yo caminé descalzo muchos años. No seguí un camino lineal en este trabajo; vagué sin rumbo fijo. Fue un viaje de continuo descubrimiento. Poseo escasa educación