Frank Ostaseski

Las cinco invitaciones


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      Para Jeff no había ya lucha ni agitación. La ansiedad, desorientación y caos de los últimos días se habían evaporado. Todo lo que restaba era el errático ritmo de su respiración. El tiempo transcurría y Samantha guardaba silencio en una meditación informal en la que sentía la vitalidad, el milagro de la existencia que alguna vez había sido evidente y que ahora se alejaba.

      Escribió T. S. Eliot: “En el punto inmóvil del mundo que gira. Ni carne ni ausencia de carne; ni desde ni hacia; en el punto inmóvil: allí está la danza. […] De no ser por el punto, el punto inmóvil, no habría danza, y sólo existe la danza”.4

      Poco antes de que Jeff exhalara su último suspiro, Samantha le habló y dijo:

      —Estoy a tu lado y quiero entrar muy dentro de ti para que nos reunamos por última vez.

      Cerró los ojos y no se movió. Aparentemente, se encontró con Jeff en un espacio profundo e ilimitado. El pasado había quedado atrás, no había futuro; sólo estaba el presente.

      Jeff exhaló un par de veces más y no inhaló de nuevo.

      La quietud y la calma nos abrazaron. Yo lo experimenté como calidez y sentí una luminosidad, una especie de brillo. Poco después Samantha habló, como si se dirigiera al espacio más que a mí:

      —Pensé que lo estaba perdiendo, pero está en todas partes.

      La tierra se disuelve hasta convertirse en agua. El agua se disuelve hasta volverse fuego. El fuego se disuelve y se convierte en aire. El aire se disuelve hasta volverse espacio. El espacio se disuelve hasta transformarse en conciencia.

      En muchos casos, la muerte no sucede de repente. Es un proceso gradual de retiro de la vida. Cuando hablo de los cuatro elementos que se disuelven no me refiero precisamente a la forma física; apunto más bien a las indescriptibles pero observables cualidades anímicas que al parecer están ausentes cuando lo único que nos queda es la pesadez del cadáver después de la muerte. Hay algo más allá de los cuatro elementos: el espíritu, alma o presencia anímica. Nuestros aparatos e instrumentos pueden medir sin duda la desintegración física, pero la disolución interior que acontece en forma simultánea es quieta y sutil.

      Todo se disuelve: los elementos y sus estados asociados, y en consecuencia el yo se disuelve también. Esto sucede todo el tiempo; nosotros nada más vemos lo superficial al momento del morir.

      ¿Quién eres tú, entonces?

      Aun personas como Samantha, que no creen en el más allá ni en ninguna clase de conciencia sutil, pueden percibir una cualidad cada vez más radiante del ser, de la que los adeptos a la espiritualidad han hablado desde hace siglos. Lo único que necesitan es abrirse a ella. Este aspecto etéreo de la existencia parece ser más tangible cuando alguien se acerca más a la muerte. Aunque es inexplicable, puede sentirse, intuirse y conocerse por personas comunes y corrientes conforme la aparente solidez y densidad del cuerpo se desvanece.

      No tenemos un lenguaje adecuado para describir este tipo de experiencia incomprensible, de manera que la llamaremos Misterio, con M mayúscula. Al paso de los años, he descubierto que lo que experimentamos o conocemos directamente puede ser mucho más importante que nuestra capacidad para explicarlo o medirlo.

      Cuando acompañamos a personas que fallecen, lo innegable es que la fragilidad y temporalidad están en la naturaleza de la vida. Ésta se une y separa siempre, no sólo sus propiedades físicas, no sólo al momento de morir.

      Y es posible contenerlo todo en la compasión y el amor. Curiosamente, todos coincidimos en que la vida está en constante flujo, pero preferimos aferrarnos a la ilusión de que somos cosas sólidas que se mueven en un mundo variable. “Todo cambia menos yo”, nos decimos.

      Estamos equivocados. No somos los pequeños seres sólidos que creemos ser.

      No somos el contador, el maestro, el barista, el ingeniero de software. Tampoco el escritor ni el lector de este libro. O al menos no lo somos como lo imaginamos. No estamos separados ni aislados; nos encontramos en estado de flujo. Estamos hechos de elementos que danzan. Como todo lo demás, somos al mismo tiempo presencia y desaparición.

      Somos como las ventanas de la granja centenaria donde viví. Sus vidrios parecían tan sólidos como los de cualquier ventana. Yo podía golpear el cristal y oír el nítido sonido de mis nudillos cuando hacían contacto con él. Pero luego de una inspección más atenta, saltaba a la vista que el vidrio era más grueso en la base del marco que en lo alto. El cristal no es enteramente sólido; es un fluido sujeto a la fuerza de gravedad. Después de muchas décadas, la ventana, que parecía tan rígida, tan permanente, se había transformado y cambiado, el cristal se había asentado en dirección descendente.

      Nuestro concepto de nosotros mismos es tan temporal como el cristal de esa ventana. Tiene un propósito, pero no es sólido. No te dejes engañar por su apariencia perdurable.

      Aunque una enfermedad es capaz de reducirnos a un concepto de nosotros mismos todavía más estrecho, muchos enfermos o moribundos dicen no estar limitados por las restricciones previas de sus conocidas y antiguas identidades. Están expuestos a un panorama más amplio. En una forma extraña, la enfermedad —lo mismo que un intenso encuentro con la belleza— nos sacude, nos hace madurar y nos abre a dimensiones más profundas del ser. Esto no quiere decir que la vida se vuelva perfectamente agradable y pulcramente ordenada. Hay aún mucha locura, caos y tumulto. Pero acabamos por adoptar identidades mucho más amplias. La vida interior y el mundo exterior se impregnan y combinan entre sí.

      Charles era un hombre elegante. Cuando se mudó al Zen Hospice Project llevó consigo sus finas copas champañeras de cristal y su servicio de plata español. Todos los viernes en la noche ofrecía con orgullo pequeñas cenas para sus amigos. Vestía trajes italianos y corbatas de seda a diario… hasta que no pudo hacerlo más. Poco a poco dejó de ponerse otra cosa que no fuera su túnica, y de invitar a sus amigos íntimos.

      Con el paso del tiempo, también otros elementos de su concepto de sí empezaron a desgajarse. Adoptó la costumbre de tocar los senos de las mujeres y de maldecir como un marinero. Comprensiblemente, esto molestó a sus amigos, a quienes horrorizó la impropiedad de su comportamiento. “¡Nunca antes había hecho cosas así!”, murmuraban. No es fácil ni agradable atestiguar cambios de conducta tan radicales.

      Conforme la fatiga y confusión de Charles aumentaban, se alejó de sus antiguos círculos sociales y decidió invitar únicamente a un viejo amigo de confianza, que alguna vez había sido su amante. Él era quizá la única persona que comprendía que los cambios de Charles no se debían a la demencia que el sida le había provocado, sino a que su mundo inconsciente se inmiscuía en su vida consciente.

      Aprendemos muy pronto en la vida a ocultar lo indeseable. Empezamos a moldearnos en la infancia, porque queremos que nuestros padres nos quieran y porque nuestra sobrevivencia depende de ellos. Inevitablemente adoptamos sus supuestos y prejuicios inconscientes —buenos y malos—, junto con los de nuestra educación cultural y religiosa particular, o nos rebelamos contra ellos. En uno u otro caso, desde un momento muy temprano de nuestra vida se nos condiciona a actuar de cierto modo. Este patrón de adaptación —de buscar la aprobación y evitar la reprobación— continúa a lo largo de nuestra vida escolar, con nuestros jefes y amigos y sirve de modelo para nuestras futuras relaciones íntimas.

      En suma, escondemos bajo la superficie de nuestra conciencia lo que tememos que amenace nuestra sobrevivencia y presentamos ante el mundo lo que creemos que nos permitirá obtener lo que necesitamos. Con el paso de los años, esos patrones se arraigan tanto en nosotros que forman y mantienen nuestro concepto de nosotros mismos, lo que a su vez da origen a un sentido de identidad personal.

      Cuando enfermamos de gravedad, como Charles, es probable que necesitemos toda nuestra energía para el mero acto de ponernos de pie, ir al baño o realizar las funciones más simples de la vida diaria. La enfermedad aniquila nuestra noción de control. Aunque no nos damos cuenta de ello, el proceso de la represión, que dura toda la vida, consume energía. Cuando ya no disponemos de esa energía, el material