Frank Ostaseski

Las cinco invitaciones


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las identidades se modifican, puede ser muy inquietante no reconocer a un amigo o a uno mismo. Al mismo tiempo, una nueva libertad deja de oprimir lo que, muchas veces durante toda nuestra vida hasta entonces, nos avergonzaba o hacía sentir inadecuados. Las dualidades y falsos límites creados hasta ese momento pueden disolverse. Este relajamiento permite conocer la verdad e integrarla a un más extenso concepto de sí.

      En ocasiones lo que reprimimos no es nuestra energía sexual, nuestra vergüenza o algo de lo que nos sintamos culpables, sino nuestra bondad innata.

      Sean llegó al Zen Hospice Project gracias a que compasivamente fue puesto en libertad. Antes, purgó en la cárcel parte de una condena por haber matado a su hermana mayor, a quien había asestado diecisiete puñaladas, por lo que fue sentenciado a cadena perpetua; como consecuencia, era desconfiado, solitario y agresivo.

      El hospicio fue al principio demasiado difícil para él; era muy íntimo. Nos rehuía. Se ponía de mal humor cuando la demanda de sus alimentos chatarra favoritos no era satisfecha de inmediato. Rara vez hablaba de su vida y, en cambio, criticaba a los voluntarios por ser demasiado comunicativos. En ningún momento dejamos de tratarlo como a todos los demás, con respeto y amor.

      A mí me agradaba estar con él, platicar y fumar un cigarro. Me enteré poco a poco de que había crecido en casas de asistencia e ingresado al reformatorio a los trece años. Había pasado en la cárcel la mayor parte de su vida adulta. Si en aquellos días hubiera pedido ayuda o se hubiera mostrado amable con alguien, se habrían burlado de él, o incluso lo habrían matado.

      Un día estábamos en el patio y me dijo:

      —Hoy me dejé ayudar, Frank.

      —¿En qué? —le pregunté.

      —Dejé que las enfermeras me ayudaran a meterme a la ducha.

      Meterse a la ducha. No a darle una ducha. Sean había permitido que las enfermeras le ayudaran a entrar al baño con la ropa puesta para que se desvistiera en cuanto ellas se retiraran. Ésa fue la primera vez en décadas que él permitió que alguien le ayudara a hacer algo.

      En forma gradual, a medida que el comprensivo y amable entorno del hospicio hizo que relajara sus defensas, Sean estuvo en posibilidad de descubrir y revelar más de sí mismo, aspectos de su identidad que había ocultado por mucho tiempo para protegerse. Fue así como en él salieron a la luz cualidades como la cordialidad y la generosidad.

      Durante los casi veinte años en que trabajé en el Zen Hospice Project, Sean fue el único que me organizó una fiesta sorpresa de cumpleaños. Insistió en usar para ello el dinero de su menguado cheque del gobierno. Quiso contratar a una desnudista para que emergiera de un brinco de un pastel falso, pero las enfermeras lo disuadieron. Se contentó con globos y un pastel de verdad.

      Todos los voluntarios y enfermeros se habían reunido ya cuando llegó el pastel con las velitas encendidas y me cantaron “Feliz cumpleaños”. Yo no estaba enterado del asunto ni supe hasta después que todo había sido idea de Sean. Este gesto me conmovió mucho; él no habría podido hacer algo más bueno por mí.

      Antes de morir hizo un video para su hijo, al que no conoció nunca. Le dijo: “Sabes que jamás estuve a tu lado; ni siquiera me conoces. Pero ahora quiero decirte que mi vida ha llegado a su fin y que es importante saber estas cosas”. Después le dio instrucciones de padre sobre la bondad y el perdón.

      Fue una transformación prodigiosa. Cuando Sean bajó la guardia y permitió que su corazón se abriera, emergió su innata compasión, afecto y amor. Esto no se debió a que nosotros hayamos tratado de hacerlo cambiar, ilustrarlo o convertirlo; se debió únicamente a que lo queríamos. Con amor, al fin fue capaz de deshacerse de su identidad, que había forjado con violencia para protegerse pero que en definitiva lo limitaba: la idea de que era un convicto, una mala persona sin nada bueno que ofrecer al mundo.

      Mi infarto anuló mi concepto de mí. Un día yo era el respetado maestro budista; al siguiente, apenas otro paciente de hospital cubierto con una bata que dejaba al descubierto mi trasero. En los meses posteriores me sentí despojado de las defensas psicológicas e identidades que alguna vez me habían definido. Me sentí humillado e indefenso. Cedí días enteros a las lágrimas, la añoranza, el pesar y el pánico, aferrado a historias trilladas que me dieran una pasajera sensación de control.

      Perder contacto con mi concepto de mí mismo fue alarmante en un principio. Yo había sido siempre el fuerte, el que cuidaba a los demás. Ahora me sentía molido, más débil que nunca; no podía bañarme ni amarrarme los zapatos sin ayuda. Me sentía endeble y dependiente y temía, de forma irracional, que no volvería a trabajar nunca ni a servir de nada en el mundo. Una parte de mí pensaba que, si hacía un esfuerzo, podría recuperarme, pero lo que debía hacer era justo lo contrario: abandonarme al proceso.

      Recordé entonces el antiguo mito sumerio del descenso de la reina Inanna al inframundo, imagen metafórica de lo más profundo del inconsciente. Es el relato de un viaje arquetípico a la integridad, lo que para la reina Inanna implica aceptar su lado oscuro y sombrío y despojarse de los lujos de su antiguo ser para conseguir un discernimiento esencial de la muerte y regresar al final con una apreciación más plena del ciclo de la vida. Ella viste al principio finos ropajes y porta la corona de una diosa celestial. En su trayecto al inframundo pasa por siete puertas, en cada una de las cuales se le pide renunciar a sus símbolos de poder: un anillo de oro, su peto, su cetro de lapislázuli, hasta quedar completamente desnuda.

      Yo me sentía así de desnudo.

      Por lo general, nos ataviamos con brillantes adornos para componer un positivo concepto de nosotros mismos y exageramos nuestras capacidades o importancia. A la inversa, podemos añadir leña al fuego de un concepto negativo y enfatizar nuestros defectos o debilidades. Sabemos de modo intrínseco que esa versión que cargamos y proyectamos al mundo no es real ni sustancial, pero invertimos en ella y terminamos por confundirla con la realidad.

      De pronto ocurre algo que pone en evidencia lo que parecía sólido. Nos damos cuenta de que somos representaciones en constante cambio; lo único que mantiene nuestro relato es la saliva, el pegamento y el hábito. Vemos que la identidad no es un estado estático.

      Identificarse es un acto interior, un proceso al que nos sometemos. Podemos identificarnos con casi cualquier cosa: un empleo, una nacionalidad, una preferencia sexual, una relación, nuestro progreso espiritual o un pensamiento pasajero. De igual forma, podemos abandonar esas identidades por curiosidad. Justo ahora podríamos reparar en las actitudes y reacciones, las preferencias que hacen que nos apeguemos a aquello con lo que nos identificamos. Una vez reconocido esto, podríamos aceptar esa identificación sin repelerla; no hay necesidad de que la combatamos. Se disolverá gradualmente, porque también es temporal.

      Esto es a lo que se refirió el maestro zen Suzuki Roshi cuando dijo: “Lo que llamamos yo es sólo una puerta que se agita cuando inhalamos y cuando exhalamos”.5

      Si atenuamos esas identidades, sentiremos menos restricción, más libertad, más inmediatez y presencia, aunque al principio nos sentiremos vulnerables.

      A la entrada de casi todas las salas de meditación zen hay un han: un bloque grande y sólido de madera que los monjes golpean con un mazo para llamar a los estudiantes al zendo para meditar. A lo largo de él, con tinta negra sumi, está escrita esta enseñanza:

      Toma conciencia del magno suceso del nacimiento y la muerte.

       La vida pasa pronto,

       ¡despierta, despierta!

       No desperdicies esta vida.

      Estudiantes y maestros pasan junto a ese bloque cada mañana, lo que les recuerda la verdad fundamental de la temporalidad. Al cabo de varios años, en el punto de impacto del mazo con el grueso bloque de roble se abre un agujero y lo que parecía sólido se vuelve frágil y vulnerable.

      Las palabras se borran y el bloque pasa a ser la enseñanza.

      Todo indica que ése es el resultado de ser vulnerables. Cuando dejamos de aferrarnos a nuestras preciadas creencias