Frank Ostaseski

Las cinco invitaciones


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la invitamos a quedarse con nosotros en el San Francisco Zen Center. No fue una invitación bien meditada (no teníamos el hospicio todavía), pero Blaze necesitaba alojamiento y varias de nuestras habitaciones para estudiantes estaban vacías; por alguna razón, supuse que todo saldría bien. En ese entonces yo era joven, idealista, un poco ingenuo y malo para hacer planes.

      Aunque Blaze no tenía amigos, poco después de que llegó nos pidió que localizáramos a su hermano, Travis, a quien no había visto en más de veinticinco años. No fue fácil; esto sucedió antes de que apareciera el internet y Travis era un vaquero del circuito de rodeos, lo cual quiere decir que no tenía residencia fija. Nos pusimos en contacto con la Asociación Profesional de Vaqueros de Rodeo y al final lo encontramos.

      —Su hermana está a punto de morir y quiere verlo —le dije por teléfono, pese a que en realidad no esperaba nada de este acto.

      Una noche, Travis apareció en la puerta del Zen Center con un aspecto impresionante, ataviado con todos los accesorios del vaquero: sombrero Stetson, una enorme hebilla de plata y botas de piel de serpiente.

      —¿En qué clase de lugar tienen a mi hermana? —preguntó mientras miraba el modesto interior.

      —Ella está arriba —contesté—, ¿quiere verla?

      —¡Claro! —dijo, así que lo llevé a la habitación de Blaze.

      Pero cuando llegamos allá, se resistía a entrar; sólo daba nerviosas vueltas en el pasillo.

      Le sugerí que descansara y volviera a intentarlo al otro día. Cuando le ofrecí una habitación en el Zen Center, aceptó quedarse a pasar la noche.

      A la mañana siguiente lo encontré en el comedor con su traje de vaquero y rodeado de monjes zen rapados y con túnicas negras que comían tofu. ¡Era todo un espectáculo!

      Un rato más tarde dijo sentirse listo para subir y entrar a la habitación de su hermana. Yo me senté en una esquina a observar en silencio. Me sorprendió que el reencuentro de los hermanos fuera tan trivial. No hablaron del cáncer de ella ni de nada serio, sólo de banalidades como el clima, los rodeos y las apariciones del cantante Hank Williams en la radio.

      A partir de esa fecha, Travis la visitaba todos los días, y sus conversaciones fueron profundizándose poco a poco. Ella hablaba de sus experiencias en hospitales, con los médicos y de lo que significaba tener cáncer. Compartían recuerdos y había algunas reminiscencias divertidas.

      Diez días después de la llegada de Travis, la afección de Blaze dio un giro negativo. Mientras ella descansaba, Travis y yo salimos al patio, donde a veces íbamos a platicar; él fumaba un cigarro y yo escuchaba. Como en esta ocasión no parecía suceder nada importante, decidí marcharme a casa con mi familia, pero de repente Travis murmuró:

      —Quisiera decírselo a ella, pero no puedo.

      Me recosté en mi silla.

      —¿Sabes qué, Travis? Si hay algo que debas decirle a tu hermana, hazlo pronto. No esperes; ya no le queda mucho tiempo.

      —No soy bueno para las palabras —replicó.

      —Si no puedes decírselo a ella —le propuse—, ¿por qué no me lo dices a mí?

      Soltó entonces una larga historia. Me contó que Blaze y él fueron abandonados de niños, que habían crecido en orfanatorios y casas de asistencia dispersos por todo el Oeste, a veces juntos y otras tantas separados; todo eso había sido muy triste. Además, él era un año mayor que Blaze, y la lastimó mucho en diversas ocasiones, dijo haberle hecho cosas horribles y haber abusado de ella en formas muy variadas; por eso habían dejado de verse durante tantos años.

      Mi reacción inicial fue: “¿Quién soy yo para oír esta confesión? No soy sacerdote ni terapeuta, ni tengo un título en psicología”.

      Sin embargo, recordé la ocasión en que conocí al gran psicoterapeuta humanista Carl Rogers, quien era abuelo de un buen amigo mío. Tiempo después estudié cintas en las que él aparecía trabajando con algunos sujetos, y noté que, aunque rara vez hablaba, escuchaba con tanta atención que extraía la verdad de sus pacientes como un bálsamo curativo. Algo que él escribió me ha acompañado siempre:

      Antes de cada sesión, dedico un momento a recordar que soy un ser humano. Es imposible que la persona con la que voy a reunirme tenga una sola experiencia que yo no pueda compartir, algún temor que yo no pueda comprender y un sufrimiento que no pueda interesarme, porque yo también soy humano. Por profunda que sea su herida, no hace falta que se avergüence ante mí; yo soy vulnerable también, y con eso basta. Sea cual sea su historia, ya no es necesario que la guarde en secreto y esto le permitirá empezar a sanar.2

      Compartir nuestra historia nos ayuda a sanar. Intuitivamente, yo sentí en ese momento que el mejor regalo que podía hacerle a Travis era concederle toda mi atención. Escuchar sin juzgar es quizá la forma más sencilla y profunda de vincularnos; es un acto de amor.

      Cuando Travis concluyó su relato, estaba apenado y confundido. Supongo que su arranque lo sorprendió tanto como a mí.

      —Eso fue lo que pasó, ¿qué hago ahora? —preguntó. Era evidente que creía que lo único que podía hacer era sufrir las consecuencias de su deplorable conducta.

      Le sugerí que fuéramos a hablar con Blaze.

      Cuando llegamos a su habitación, él jaló una silla junto a la cama y dijo:

      —¿Sabes qué, hermana? Hay algo que he querido decirte todos estos años pero nunca encontré las palabras correctas… Sólo quería hablarte… de todo eso que hice…

      Ella alzó la mano para detenerlo, como un agente de tránsito, y dijo con tranquilidad:

      —En este sitio, Travis, hay personas que me dan de comer y me bañan. Estoy rodeada de amor. No hay ninguna culpa.

      Lo que yo acababa de presenciar me impresionó sobremanera: toda una vida de dolor había sido perdonada en un instante. Bastó con un sincero acto de piedad para hacer borrón y cuenta nueva. Todos lloramos, y a esto le siguió un silencio liberador.

      Recordé entonces que, poco antes de la llegada de Travis al Zen Center, Blaze, quien usualmente se mostraba taciturna, me había formulado una pregunta.

      —Hay personas que entran a mi habitación y me dicen que ame y otras que me dicen que me entregue. ¿Qué debo hacer primero?

      Aunque tardé en contestarle, cuando lo hice le dije:

      —Puedes confiar en que sabrás qué hacer, Blaze, pero el hecho es que ambas son acciones casi simultáneas; el amor es lo que nos permite entregarnos.

      Amar y entregarse son actos inseparables. No puedes amar y aferrarte al mismo tiempo. Demasiado a menudo confundimos el apego con el amor.

      En el budismo, la bondad amorosa, o metta, se considera un estado sublime del ser, un reino celestial generoso, tolerante, unificador y atento. El apego se disfraza de amor; parece amor y huele a amor, pero es una imitación burda. Se siente que el apego posee una cualidad adhesiva y es movido por el miedo y la necesidad. El amor es desinteresado, el apego egocéntrico; el amor es liberador, el apego posesivo. Cuando amamos nos relajamos, no nos aferramos tanto y renunciamos naturalmente a las cosas con más facilidad.

      Blaze comprendió algo acerca de esta renuncia. No perdonó a Travis porque olvidara lo que había ocurrido ni porque aprobara todo lo que él le había hecho. Básicamente le dijo: “Si quieres cargar con este dolor el resto de tu vida, está bien, pero para mí ya terminó”. En la proximidad de la muerte, había llegado a un punto en el que deseaba librarse del resentimiento y la angustia que la habían acompañado durante décadas. El pasado ya no la definía. No quería morir llena de conflictos; quería ser libre, estar llena de amor y comprendió que la única forma de hacer eso era perdonar a su hermano completamente, sin hacer preguntas.

      Murió dos días después.

      El perdón