Jose Rizal

Noli me tángere


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aparecer en medio de una lluvia de luz, de una cascada de diamantes y oro, en una decoración oriental, envuelta en vaporosa gasa, una deidad, una sílfide que avanza sin tocar casi el suelo, rodeada y acompañada de un luminoso nimbo: á su presencia brotan las flores, retoza la danza, se despiertan armonías, y coros de diablos, ninfas, sátiros, genios, zagalas, ángeles y pastores bailan, agitan panderetas, hacen evoluciones y depositan á los pies de la diosa cada cual un tributo. Ibarra habría visto una joven hermosísima, esbelta, vestida con el pintoresco traje de las hijas de Filipinas, en el centro de un semicírculo formado de toda clase de personas, gesticulando y moviéndose con animación: allí había chinos, españoles, filipinos, militares, curas, viejas, jóvenes, etc. El padre Dámaso estaba al lado de aquella beldad; el padre Dámaso sonreía como un bienaventurado; fray Sibyla, el mismo fray Sibyla le dirigía la palabra, y doña Victorina arreglaba en la magnífica cabellera de la joven una sarta de perlas y brillantes que reflejaban los hermosísimos colores del prisma. Ella era blanca, demasiado blanca tal vez; los ojos, que casi siempre los tenía bajos, enseñaban un alma purísima cuando los levantaba, y cuando ella sonreía y descubría sus blancos y pequeños dientes, podía decirse que una rosa es sencillamente un vegetal, y el marfil, un colmillo de elefante. Entre el tejido transparente de la piña1 y alrededor de su blanco y torneado cuello pestañeaban, como dicen los tagalos, los alegres ojos de un collar de brillantes. Un solo hombre no parecía sentir su influencia luminosa, si se puede decir: era éste un joven franciscano, delgado, demacrado, pálido, que la contemplaba inmóvil, desde lejos, como una estatua, casi sin respirar.

      Pero Ibarra no veía nada de esto: sus ojos veían otra cosa. Cuatro desnudos y sucios muros encerraban un pequeño espacio; en uno de aquéllos, allá arriba, había una reja; sobre el sucio y asqueroso suelo, una estera, y sobre la estera un anciano agonizando: el anciano, que respiraba con dificultad, volvía á todas partes la vista y pronunciaba llorando un nombre; el anciano estaba solo; se oía de cuando en cuando el ruido de una cadena ó un gemido al través de la pared... y luego allá á lo lejos un alegre festín, casi una bacanal, un joven ríe, grita, derrama el vino sobre las flores á los aplausos y á la embriagada risa de los demás. ¡Y el anciano tenía las facciones de su padre, el joven se le parecía á él, y el nombre que aquél pronunciaba llorando era el suyo!

      Esto era lo que veía el desgraciado delante de sí. Se apagaron las luces en la casa de enfrente, cesó la música y el ruido, pero Ibarra oía aún el angustiado grito de su padre, buscando un hijo en su última hora.

      El silencio había soplado su hueco aliento sobre Manila, y todo parecía dormir en los brazos de la nada; oíase el canto del gallo alternar con los relojes de las torres y con el melancólico grito de alerta del aburrido centinela; un pedazo de luna empezaba á asomarse; todo parecía descansar; sí, el mismo Ibarra dormía ya también, cansado quizás de sus tristes pensamientos ó del viaje.

      Pero el joven franciscano, que vimos hace poco inmóvil y silencioso en medio de la animación de la sala, no dormía, velaba. Con el codo sobre el antepecho de la ventana de su celda, el pálido y enflaquecido rostro apoyado en la palma de su mano, miraba silencioso á lo lejos una estrella que brillaba en el obscuro cielo. La estrella palideció y se eclipsó, la luna perdió sus pocos fulgores de luna menguante; pero el fraile no se movió de su sitio: miraba al lejano horizonte que se perdía en la bruma de la mañana, hacia el campo de Bagumbayan, hacia el mar que dormía aún.

      VI

       Índice

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      ¡Hágase tu voluntad en la tierra!

      Mientras nuestros personajes duermen ó se desayunan, vamos á ocuparnos de capitán Tiago. No hemos sido jamás convidado suyo; no tenemos, pues, el derecho ni el deber de despreciarle haciendo caso omiso de él, aun en circunstancias importantes.

      Que estaba en paz con Dios, era indudable, casi dogmático: motivos no había para estar mal con el buen Dios cuando se está bien en la tierra, cuando no se ha comunicado con Él jamás, ni se Le ha prestado dinero. Nunca se había dirigido á Él en sus oraciones, ni aún en sus más grandes apuros: era rico y su oro oraba por él: para misas y rogativas Dios había criado poderosos y altivos sacerdotes; para novenas y rosarios, Dios en su infinita bondad había criado pobres para bien de los ricos, pobres que por un peso son capaces de rezar dieciséis misterios y leer todos los libros santos, hasta la Biblia hebraica si aumentan el pago; y si alguna vez en un grande apuro necesitaba auxilios celestiales y no encontraba á mano ni una vela roja de chino, dirigíase á los santos y santas de su devoción, prometiéndoles muchas cosas para obligarlos y acabarlos de convencer de la bondad de sus deseos. Pero á quien más prometía y cumplía su promesa, era á la Virgen de Antipolo, Nuestra Señora de la Paz y de Buenviaje, pues con ciertos santos pequeños no andaba el hombre ni muy puntual ni decente: á veces, conseguido lo que deseaba, no volvía á acordarse de ellos, verdad es que tampoco los volvía á molestar, si se le presentaba ocasión: capitán Tiago sabía que en el calendario había muchos santos desocupados, que acaso no tienen qué hacer allá en el cielo. A la Virgen de Antipolo, además, atribuía mayor poder y eficacia que á todas las otras Vírgenes,